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—Diga—dijo animándola Poirot.

—Ha muerto y no quisiera empañar su memoria, pero, como si no se lo digo no se hará cargo de lo ocurrido.... La tía estaba prendada de Jacob.

—¿De veras?

—Sí; ¿no es absurdo? Pasaba de los cincuenta y él no ha cumplido los treinta, pero así es. Por ello cuando dije que venía por mí se portó muy mal. En un principio se negó a creerlo y estuvo tan ruda y tan insultante que no tiene nada de extraño que me dejara llevar de un arrebato. Hablé con Jacob y convinimos que lo mejor era que yo me marchara hasta que se le pasara la tontería. ¡Pobre tía! Su estado era muy particular.

—Así parece. Gracias, mademoiselle, por su bondad al aclarar las cosas.

Me sorprendió ver a Radnor que nos esperaba pacientemente en la calle.

—Adivino lo que Freda les ha contado —dijo—; fue un hecho muy embarazoso para mí, como ya comprenderán, y no necesito decir que yo no tuve la culpa de todo lo ocurrido. Primero imaginé que la pobre señora se mostraba amable para ayudar a Freda, pero... su actitud era absurda y extraordinariamente desagradable.

—¿Cuándo piensan contraer matrimonio usted y miss Stanton?

—Pronto, confío en ello. Ahora, monsieur Poirot, voy a serle franco. Sé algo más de lo que sabe mi prometida. Ella cree que su tío es inocente. Yo no estoy tan seguro. Pero le diré una cosa: que pienso mantener la boca cerrada. Los perros duermen, ¡que sigan durmiendo! No deseo ver juzgado y condenado al tío de mi mujer.

—Aunque nadie lo confiesa somos egoístas, míster Radnor. Haga lo que usted guste, pero también yo voy a serle franco: creo que no servirá de nada.

—¿Por qué no?

Poirot levantó un dedo. Era día de mercado y cuando pasamos por delante de él oímos dentro un murmullo continuo.

—La voz del pueblo, míster Radnor... Ah, corramos, no sea que perdamos el tren.

—Muy interesante, ¿verdad, Hastings? —dijo Poirot al salir el tren, silbando, de la estación.

Había sacado un peine del bolsillo, luego un espejo microscópico, y se peinaba con cuidado el bigote, cuya simetría había alterado nuestra carrera.

—Veo que a usted se lo parece —respondí—. Para mí es sórdido y desagradable y ni siquiera encierra ningún misterio.

—Convengo en que el caso no tiene nada de misterioso.

—¿Cree usted en lo que esa muchacha nos ha contado del enamoramiento extraordinario de su tía? ¿No será un cuento? Porque mistress Pengelley me pareció una mujer muy simpática y respetable.

—No veo en ello nada de extraordinario, al contrario, es muy vulgar. Si lee los periódicos con atención se dará cuenta de que no es infrecuente que una mujer decente que ha vivido al lado de su marido por espacio de veinte años y que tiene también una familia, los abandona para unir su vida a la de un hombre muchísimo más joven. Usted admira a les femmes, Hastings; se postra de hinojos ante las que son hermosas y tiene el buen gusto de mirarlas con la sonrisa en los labios; pero psicológicamente las desconoce por completo. En el otoño de la vida de una mujer es justamente cuando llega siempre para ella el mal momento, un momento de locura, en que anhela vivir una novela, una aventura, antes de que sea demasiado tarde. Y lo mismo sucede a la respetable esposa de un dentista de provincias.

—Así, ¿usted opina...?

—Que todo hombre hábil puede aprovecharse de dicho momento.

—Yo no me atrevería a llamar hábil a Pengelley —murmuré—. Toda la población murmura de él. Sin embargo, creo que tiene usted razón. Radnor y el doctor, las dos únicas personas que saben algo, desean acallar esos rumores. Él ha conseguido esto, desde luego. Me hubiera gustado conocerle.

—Pues puede salirse con la suya. Vuelva en el próximo tren y dígale que le duele una muela.

Yo le dirigí una mirada penetrante.

—Quisiera saber por qué juzga tan interesante el caso.

—Despertó mi interés una observación suya, Hastings. Después de entrevistar a la doncella dijo usted que había hablado demasiado a pesar de no querer abrir la boca.

—Lo que me extraña es que no haya usted querido ver a míster Pengelley.

Mon ami, le concedo tres meses de tiempo. Luego le veremos todo lo que guste... en el juicio.

Yo creí esta vez que Poirot iba descaminado porque transcurrió el tiempo sin que supiéramos nada de nuestra casa de Cornwall. Otros asuntos requirieron entretanto nuestra atención y comenzaba a olvidar la tragedia Pengelley cuando me la recordó un párrafo del periódico en el que se comunicaba al público que el secretario de Home Office había dado orden de que se inhumase el cadáver de mistress Pengelley.

Poco después el «misterio de Cornwall», como se le denominaba, era el tópico de todos los periódicos. Por lo visto la murmuración no cesó nunca del todo en Polgarwith y cuando el viudo Pengelley anunció su compromiso oficial con miss Marks, su ayudante, las lenguas se movieron con inaudita vivacidad. Finalmente se envió una petición al secretario del Home Office y se exhumó el cadáver; se descubrieron en sus vísceras grandes cantidades de arsénico; se detuvo y acusó a míster Pengelley de la muerte de su mujer.

Poirot y yo asistimos a la investigación preliminar. Las declaraciones fueron muy numerosas. El doctor Adams admitió que los síntomas del envenenamiento por arsénico pueden confundirse fácilmente con los síntomas de una gastritis; el perito del Home prestó declaración; Jessie, la doncella, dejó escapar por su boca una avalancha de informes incoherentes, muchos de los cuales se rechazaron, pero algunos otros confirmaron la culpabilidad del preso. Jacob Radnor declaró que el día de la muerte de mistress Pengelley, al llegar él inesperadamente a la casa sorprendió a míster Pengelley en el acto de colocar la botella de veneno en un estante y que el plato de sopa de mistress Pengelley se hallaba sobre una mesa vecina. Luego se llamó a miss Marks, la rubia ayudante, que llorando, presa de un ataque de histerismo, manifestó que míster Pengelley había prometido que se casaría con ella en el caso de que le sucediera algo a su mujer. Pengelley se reservó la defensa y quedó pendiente de la llamada a juicio.

* * *

Jacob Radnor volvió con nosotros a nuestro departamento.

—Ya ve, señor mío, cómo tenía yo razón —dijo Poirot—. La voz del pueblo ha sonado... con firmeza. No le ha servido en absoluto de nada pretender ocultar lo ocurrido.

—Sí, tiene razón —suspiró Radnor—. ¿Qué opina? ¿Cómo saldrá de ésta míster Pengelley?

—Como se ha reservado la defensa, es muy posible también que se haya reservado algún triunfo en la manga, como dicen ustedes, los ingleses. ¿Quiere subir un momento con nosotros?

Radnor aceptó la invitación. Yo pedí a la patrona dos vasos de whisky con soda y una taza de chocolate.

—Naturalmente —seguía diciendo Poirot— que tengo ya experiencia en esta clase de asuntos. Por ello sólo veo una salida para nuestro hombre.

—¿Cuál?

—La de que firme usted este papel.

Y con la agilidad de un conspirador, mi amigo se sacó del bolsillo una hoja de papel cubierta de caracteres de escritura.

—¿Qué es eso?

—La confesión escrita de que fue usted el que asesinó a mistress Pengelley.

Hubo un momento de silencio y después Radnor rió.

—¡Usted está loco!

—No, no, amigo mío, no lo estoy. Usted vino aquí; usted inició un pequeño negocio; usted estaba falto de dinero. Míster Pengelley es hombre acaudalado; usted conoció a su sobrina y le cayó en gracia. Por ello pensó desembarazarse del tío y de la tía; luego miss Stanton heredaría, puesto que era su única pariente. ¡Qué hábilmente lo planeó todo! Usted hizo el amor a la pobre mujer, entrada en años, fea, vulgar, hasta que la convirtió en una esclava. Usted implantó en su espíritu dudas relativas a su marido. Primero descubrió que la engañaba, luego, bajo su inspiración, que trataba de envenenarla. Usted hacía frecuentes visitas a la casa y por ello tuvo ocasión de poner veneno en sus alimentos. Pero cuidó de no hacer esto nunca cuando el marido estaba ausente. Como era mujer, mistress Pengelley no supo reservarse sus sospechas, sino que habló de ellas a su sobrina; y ésta, no cabe dudarlo, a algunos amigos. La sola dificultad que se ofrecía a usted era mantener relaciones por separado con las dos mujeres y aun esto no era tan fácil como a primera vista parecía. Usted explicó a la tía que, para no despertar las sospechas del marido tenía que hacerle el amor a la sobrina. Y la señorita no tardó en convencerse de que no podía considerar en serio a su tía como una rival.