»Pero, sin decir nada, mistress Pengelley decidió entonces venir a consultarme. Si podía asegurarme, sin lugar a duda, de que su marido pretendía envenenarla, estaría muy justificado que le abandonara y que uniera su vida a la de usted... que es lo que imaginaba que usted quería. Pero a usted no le convenía eso. Tampoco quería que un detective le vigilara. Estaba usted en casa de los Pengelley cuando el marido le llevó un plato de sopa a su mujer e introdujo en él la dosis fatal. El resto es bien simple. Usted deseaba, aparentemente, acallar toda sospecha, pero las fomentaba en secreto. ¡No contaba con Hércules Poirot, mi inteligente y joven amigo!
Radnor estaba mortalmente pálido. Sin embargo, trató todavía de aparentar serenidad para imponerse a la situación.
—Es usted muy ingenioso e interesante —comentó—. ¿Por qué me cuenta todo eso?
—Porque represento a mistress Pengelley, no a la Ley. Y en bien de ella voy a darle una ocasión de escapar. Firme este papel y le concederé veinticuatro horas de tiempo antes de ponerlo en manos de la Policía.
Radnor titubeaba.
—Usted no puede demostrar nada.
—¿Lo cree así? Recuerde que soy Hércules Poirot. Mire, monsieur, por la ventana. ¿Ve en la calle dos hombres aposentados? Pues tienen orden de no perderle de vista.
Radnor se acercó a la ventana y descorrió un visillo. En seguida retrocedió, profiriendo un juramento.
—¿Lo ve, monsieur? Firme, aproveche la ocasión.
—Pero, ¿Qué garantía puede darme de que...?
—¿Mantendré mi promesa? La palabra de Hércules Poirot. ¿Firma? Bueno. Hastings, descorra a medias ese visillo. Es la señal de que debe dejarse marchar a míster Radnor sin molestarle.
Radnor se apresuró a salir, mascullando juramentos, con el rostro blanco. Poirot inclinó la cabeza.
—¡Es un cobarde! Lo sabía.
—Se me figura —dije furioso—, que su actuación ha sido criminal. Usted predica siempre que no hay que dejarse llevar de los sentimientos. Sin embargo, deja huir a un criminal peligroso por puro sentimentalismo.
—No, por pura necesidad —repuso Poirot—. ¿No ve, amigo mío, que no poseo ninguna prueba de su culpabilidad? ¿Quiere que me coloque ante doce obtusos naturales de Cornwall para contarles lo que he averiguado? Se reirían de mí. No he podido hacer más de lo que acaba de ver: atemorizar a ese hombre y arrancarle una confesión. Esos desocupados de la calle me han sido muy útiles. Vuelva a correr el visillo, ¿quiere, Hastings? Ya no necesitamos tenerlo descorrido. Formaba parte de la mise en scene.
»Bien, bien, hagamos ahora honor a nuestra palabra. ¿Dije veinticuatro horas, no es eso? Tanto peor para míster Pengelley. No merece otra cosa, porque la verdad es que engañaba a su mujer. Y yo soy paladín de la vida de familia, como ya sabe. Bien, veinticuatro, ¿y después? Tengo gran fe en Scotland Yard. ¡Le cogerán, mon ami, le cogerán!
El rey de trébol
La verdad —observé dejando el Daily Newsmonger a un lado— tiene más fuerza que la ficción. La observación no era original, pero pareció gustar a mi amigo, que, ladeando la cabeza de huevo, se quitó una mota imaginaria de polvo de los bien planchados pantalones y observó:
—¡Qué idea tan profunda! ¡Mi amigo Hastings es un pensador!
Sin enojarme por la evidente ironía, di un golpecito sobre el periódico que acababa de soltar de la mano.—¿Lo ha leído ya? —pregunté.
—Si. Y después de leerlo lo he vuelto a doblar simétricamente. No lo he tirado al suelo como acaba usted de hacer, con una lamentable falta de orden y de método.
(Esto es lo peor de Poirot. El Orden y el Método son sus dioses. Y les atribuye todos sus éxitos.)
—¿Entonces ha leído la nota del asesinato de Henry Reedbum, el empresario? Él ha originado mi reciente observación. Porque es cierto que no sólo la verdad es más fuerte que la ficción, sino, asimismo, mucho más dramática. Vea por ejemplo esa sólida familia de la clase media, los Ogiander. El padre, la madre, el hijo, la hija son típicos, como tantos cientos de familias de este país. Los hombres van a la City todos los días; las mujeres se ocupan de la casa. Sus vidas son pacíficas, monótonas incluso. Anoche estuvieron sentados en el salón de su casa de Daisymead, en Streatham, jugando al bridge. De improviso, se abre una puerta de cristales y entra en la habitación una mujer tambaleándose. Lleva manchado de sangre el vestido de seda gris. Antes de caer desmayada al suelo dice una sola palabra: «asesinado». La familia la reconoce al punto. Es Valerie Sinclair, famosa bailarina, de quien habla todo Londres.
—¿Habla usted por sí mismo o está refiriendo lo que dice el Daily Newmonger? —interrogó Poirot con ánimo de puntualizar.
—El periódico entró a último momento en prensa y se contentó con narrar hechos escuetos. A mi me han impresionado en seguida las posibilidades dramáticas del suceso.
Poirot aprobó pensativo mis palabras.
—Dondequiera que exista la naturaleza humana existe el drama. Sólo que no siempre es como uno se lo imagina. Recuérdelo. Sin embargo, me interesa ese caso porque es posible que me vea relacionado con él.
—¿De verdad?
—Sí. Esta mañana me llamó por teléfono un caballero para solicitar una entrevista en nombre del príncipe Paul de Mauritania.
—Pero ¿qué tiene eso que ver con lo ocurrido?
—Usted no lee todos nuestros periódicos. Me refiero a esos que relatan acontecimientos escandalosos y que comienzan por: «Nos cuenta un ratoncito...» o «A un pajarito le gustaría saber...». Vea esto.
Yo seguí el párrafo que me señalaba con el grueso índice.
—... desearíamos saber si el príncipe extranjero y la famosa bailarina poseen en realidad afinidades y, ¡si a la dama le gustaba la nueva sortija de diamantes!
—Bueno, continúe su historia. Quedamos en que mademoiselle Sinclair se desmayó en Daisymead sobre la alfombra del salón, ¿lo recuerda?
Yo me encogí de hombros.
—Como resultado de sus palabras, los dos Ogiander salieron; uno en busca de un médico que asistiera a la dama, que sufría una terrible conmoción nerviosa, y el otro a la Jefatura de policía, desde donde, tras contar lo ocurrido, los acompañó a Mon Désir, la magnífica villa de mister Reedburn, que se halla a corta distancia de Daisymead. Allí encontraron al gran hombre, que, dicho sea de paso, goza de mala fama, tendido en la mitad de la biblioteca con la cabeza abierta.
—Yo he criticado su estilo —dijo Poirot con afecto—. Perdóneme, se lo ruego. ¡Oh, aquí tenemos al príncipe!
Nos anunciaron al distinguido visitante con el nombre de conde Feodor. Era un joven alto, extraño, de barbilla débil, con la famosa boca de los Mauranberg y los ojos ardientes y oscuros de un fanático.
—¿Monsieur Poirot?
Mí amigo se inclinó.
—Monsieur, me encuentro en un apuro tan grande que no puede expresarse con palabras...
Poirot hizo un ademán de inteligencia.
—Comprendo su ansiedad. Mademoiselle Sinclair es una amiga querida, ¿no es cierto? El príncipe repuso sencillamente: