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—Entonces, ¡muy buenos días, mademoiselle! Antes de salir Poirot de la habitación se paró y preguntó señalando un par de zapatos de piel.

—¿Son suyos, mademoiselle?

—Sí. Ya están limpios. Me los acaban de traer.

—¡Ah! —exclamó Poirot mientras bajábamos la escalera—. Los criados estaban muy excitados, pero por lo visto no lo están para limpiar un par de zapatos. Bien, mon ami, el caso me pareció interesante, de momento, pero se me figura que se está concluyendo.

—Pero ¿y el asesino?

—¿Cree que Hércules Poirot se dedica a la caza de vagabundos? —replicó con acento grandilocuente el detective.

Al llegar al vestíbulo nos tropezamos con miss Ogiander que salía a nuestro encuentro.

—Háganme el favor de esperar en el salón. Mamá quiere hablar con ustedes —nos dijo.

La habitación seguía sin arreglar y Poirot tomó la baraja y comenzó a barajar los naipes al azar con sus manos pequeñas y bien cuidadas.

—¿Sabe lo que pienso, amigo mío?

—¡No! —repuse ansiosamente.

—Pues que miss Ogiander hizo mal en no echar un triunfo. Debió poner sobre la mesa el tres de picas.

—¡Poirot! Es usted el colmo.

—¡Mon Dieu! No voy a estar siempre hablando de rayos y de sangre. De repente olfateó el aire y dijo:

—Hastings, Hastings, mire. Falta el rey de trébol de la baraja.

—¡Zara! —exclamé.

—¿Cómo?

—De momento Poirot no comprendió mi alusión. Maquinalmente guardó las barajas, ordenadas, en sus cajas. Su rostro asumía una expresión grave.

—Hastings —dijo por fin—. Yo, Hércules Poirot, he estado a punto de cometer un error, un gran error. Le miré impresionado, pero sin comprender. Le interrumpió la entrada en el salón de una hermosa señora de alguna edad que llevaba un libro de cuentas en la mano. Poirot le dedicó un galante saludo. La dama le preguntó:

—Según tengo entendido, es usted amigo de... miss Sinclair.

—Precisamente su amigo, no, señora. He venido de parte de un amigo.

—Ah, comprendo. Me pareció que...

Poirot señaló bruscamente la ventana y dijo, interrumpiéndola:

—¿Anoche tenían ustedes corridos los visillos?

—No, y supongo que por eso vio luz miss Sinclair y se orientó.

—Anoche estaba la luna llena. ¿Vio usted a miss Sinclair, sentada como estaba delante de la ventana?

—No, porque me abstraía el juego. Además porque, naturalmente, nunca nos ha sucedido nada parecido a esto.

—Lo creo, madame. Mademoiselle Sinclair proyecta marcharse mañana.

—¡Oh! —el rostro de la dama se iluminó.

—Le deseo muy buenos días, madame.

Una criada limpiaba la escalera cuando salimos por la puerta principal de la casa. Poirot dijo:

—¿Fue usted la que limpió los zapatos de la señora forastera?

La doncella meneó la cabeza.

—No, señor. No creo tampoco que haya que limpiarlos.

—¿Quién los limpió entonces? —pregunté a Poirot mientras bajábamos por la calzada.

—Nadie. No estaban sucios.

—Concedo que por bajar por el camino o por un sendero, en una noche de luna, no se ensucien, pero después de aplastar con ellos la hierba del jardín se manchan y ensucian.

—Sí, estoy de acuerdo —repuso Poirot con una sonrisa singular.

—Entonces... —Tenga paciencia, amigo mío. Vamos a volver a Mon Désir.

El mayordomo nos vio llegar con visible sorpresa, pero no se opuso a que volviéramos a entrar en la biblioteca.

—Oiga, Poirot, se equivoca de ventana —exclamé al ver que se aproximaba a la que daba sobre la calzada de coches.

—Me parece que no. Vea —repuso indicándome la cabeza marmórea del león en la que vi una mancha oscura.

Poirot levantó un dedo y me mostró otra parecida en el suelo.

—Alguien asestó a Reedburn un golpe, con el puño cerrado, entre los dos ojos. Cayó hacia atrás sobre la protuberante cabeza de mármol y a continuación resbaló hasta el suelo. Luego le arrastraron hasta la otra ventana y allí le dejaron, pero no en el mismo ángulo como observó el doctor.

—Pero ¿por qué? No parece que fuera necesario.

—Por el contrario, era esencial. Y también es la clave de la identidad del asesino aunque sepa usted que no tuvo intención de matar a Reedburn y que por ello no podemos tacharle de criminal. ¡Debe poseer mucha fuerza!

—¿Porque pudo arrastrar a Reedburn por el suelo?

—No. Éste es un caso muy interesante. Pero me he portado como un imbécil.

—¿De manera que se ha terminado, que ya sabe usted todo lo sucedido?

—Sí.

—¡No! —exclamé recordando algo de repente—. Todavía hay algo que ignora.

—¿Qué es ello?

—Ignora dónde se halla el rey de trébol.

—¡Bah! Pero qué tontería. ¡Qué tontería, mon ami!

—¿Por qué?

—Porque lo tengo en el bolsillo.

Y, en efecto, Poirot lo sacó y me lo mostró.

—¡Oh! —dije alicaído—. ¿Dónde lo ha encontrado? ¿Acaso aquí?

—No tiene nada de sensacional. Estaba dentro de la caja de la baraja. No la utilizaron.

—¡Hum! De todas maneras sirvió para darle alguna idea, ¿verdad?

—Sí, amigo mío. Y ofrezco mis respetos a Su Majestad.

—Y ¡a madame Zara!

—Ah, sí, también a esa señora.

—Bueno, ¿qué piensa hacer ahora?

—Volver a Londres. Pero antes de ausentarme deseo decirle dos palabras a una persona que vive en Daisymead.

La misma doncella nos abrió la puerta.

—Están en el comedor, señor. Si desea ver a miss Sinclair se halla descansando.

—Deseo ver a mistress Ogiander. Haga el favor de llamarla. Es cuestión de un instante.

Nos condujeron al salón y allí esperamos. Al pasar por delante del comedor distinguí a la familia Ogiander, acrecentada ahora por la presencia de dos fornidos caballeros, uno afeitado, otro con barba y bigote.

Poco después entró mistress Ogiander en el salón mirando con aire de interrogación a Poirot, que se inclinó ante ella.

Madame, en mi país sentimos suma ternura, un gran respeto por la madre. La mere de famille es todo para nosotros —dijo.

Mistress Ogiander le miró con asombro.

—Y esta única razón es la que me trae aquí, en estos momentos, pues deseo disipar su ansiedad. No tema, el asesino de mister Reedburn no será descubierto. Yo, Hércules Poirot, se lo aseguro a usted. ¿Digo bien o es la ansiedad de una esposa la que debo calmar?

Hubo un momento de silencio en el que mistress Ogiander dirigió a Poirot una mirada penetrante. Por fin repuso en voz baja:

—No sé lo que quiere decir pero, sí, dice usted bien sin duda.

Poirot hizo un gesto con el rostro grave.

—Eso es, madame. No se inquiete. La policía inglesa no posee los ojos de Hércules Poirot.

Así diciendo dio un golpecito sobre el retrato de la familia que pendía de la pared e interrogó:

—¿Usted tuvo dos hijas, madame? ¿Ha muerto una de ellas?

Hubo una pausa durante la cual mistress Ogiander volvió a dirigir una mirada profunda a mi amigo. Luego respondió:

—Sí, ha muerto.

—¡Ah! —exclamó Poirot vivamente—. Bien, vamos a volver a la ciudad. Permítame que le devuelva el rey de trébol y que lo coloque en la caja. Constituye su único resbalón. Comprenda que no se puede jugar al bridge, por espacio de una hora, con únicamente cincuenta y una cartas para cuatro personas. Nadie que sepa jugar creerá en su palabra. ¡Bonjour!

—Y ahora, amigo mío, ¿se da cuenta de lo ocurrido? —me dijo cuando emprendimos el camino de la estación.

—¡En absoluto! –contesté—. ¿Quién mató a Reedburn?

—John Ogiander, hijo. Yo no estaba seguro si había sido él o su padre, pero me pareció que debía ser el hijo el culpable por ser el más joven y el más fuerte de los dos. Asimismo tuvo que ser culpable uno de ellos a causa de las ventanas.