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—Comprendo —murmuró Poirot pensativo—. Milord, es muy tarde, pero el caso urge. Me gustaría interrogar cuanto antes a sus huéspedes.

—Nada más fácil. Sin embargo, le recomiendo que no hable sino lo más preciso. Lady Julieta Weardale y el joven Leonardo son de toda confianza, naturalmente, pero aun cuando no sea culpable, mistress Conrad es un factor diferente. Diga que un documento de cierta importancia ha desaparecido sin especificar qué es ni dar explicaciones de las circunstancias en que se verificó su desaparición, ¿entiende?

—Sí. Es precisamente lo que iba a proponer a usted —repuso Poirot con el rostro resplandeciente—. Que monsieur l'Almiral me perdone, pero aun la mejor de las esposas...

—No me ofende —dijo sir Harry—. Todas las mujeres hablan de más. ¡Dios las bendiga! Claro que yo desearía que Julieta hablase más y jugase menos al bridge, pero ninguna mujer moderna se siente por lo visto dichosa sin bailes ni sin juegos. Voy a ver si levanto de la cama a Julieta y a Leonardo, ¿qué le parece, Alloway?

—Si, gracias. Yo voy a llamar a la doncella francesa. Monsieur Poirot desea verla y ella puede despertar a su señora. Voy a ocuparme de esto. Entretanto, le enviaré a Fitzroy.

* * *

Mister Fitzroy era un joven pálido, usaba lentes y su expresión era glacial. Su declaración fue, palabra por palabra, idéntica a la que nos había hecho lord Alloway.

—¿Cuál es su creencia, mister Fitzroy?

El joven se encogió de hombros.

—Creo que es indudable —dijo— que una persona enterada de lo que sucede en esta casa aguardaba fuera una ocasión favorable. Vio lo que sucedía por la abierta puerta de cristales y entró en el estudio en cuanto salí yo de él. Es una lástima que lord Alloway no echara a correr tras él en cuanto le echó la vista encima.

Poirot no quiso desengañarle. En vez de ello interrogó:

—¿Cree en el cuento de la doncella francesa?

—¡No, monsieur Poirot!

—¿No le parece que pudo creer que veía un fantasma en realidad?

—Eso sí que no lo sé. Se llevó las manos a la cabeza y parecía trastornada.

—¡Ajá! —exclamó Poirot con aire del que acaba de verificar un descubrimiento—. ¿Y es bonita la muchacha?

—La verdad es que no reparé en ello —dijo Fitzroy con acento reprimido.

—¿Vio a su señora?

—Sí, señor, la vi. Estaba arriba, en la galería, y llamó a la doncella: «¡Leonie!» Al verme se retiró.

—¿Sin bajar la escalera? —preguntó Poirot con el ceño fruncido.

—Ya me doy cuenta de lo desagradable que es todo esto para mí... O lo hubiera podido ser si lord Alloway no hubiera visto salir del estudio al ladrón. De todos modos estoy dispuesto a consentir el registro de mi habitación... y de mi persona.

—¿De verdad lo desea?

—Sí, señor, ciertamente.

* * *

Ignoro lo que Poirot iba a contestar, porque en aquel mismo momento reapareció lord Alloway para anunciar que las dos señoras y mister Leonard aguardaban en el salón.

Las mujeres llevaban unos saltos de cama que les sentaban bien. Mistress Conrad era una mujer muy bonita, de unos treinta y cinco años, de cabellos dorados y una leve tendencia al embonpoint. Lady Julieta Weardale representaba cuarenta años, era alta y morena, muy delgada, bella todavía con manos y pies exquisitos y un aire inquieto y atormentado. Su hijo era un muchacho algo afeminado, que ofrecía notable contraste con el cordial y varonil autor de sus días.

Poirot dio a los tres la explicación convenida y luego manifestó que sentía el deseo de saber si alguno de ellos había oído o visto algo por la noche, que pudiera sernos de utilidad.

Volviéndose primero a mistress Conrad, le preguntó si sería tan amable como para informarle, con exactitud, de cuáles habían sido sus movimientos.

—¿A ver...? Subí la escalera, llamé a la doncella. Luego, como no comparecía, salí de la habitación, llamándola, y la oí hablar en la escalera. Después que me cepilló el cabello la despedí en un estado particular de nervios y me puse a leer un rato antes de meterme en la cama.

—Y, ¿usted lady Julieta, entonces...?

—Me fui directamente a la cama porque estaba muy fatigada.

—Así, pues, ¿para qué quería un libro, querida? —dijo mistress Conrad con una suave sonrisa.

—¿Un libro? —lady Julieta se ruborizó.

—Sí, recuerde que cuando yo despedí a Leonie usted subía la escalera. Venía, según dijo, del salón adonde había entrado para coger un libro.

—Es verdad. Se me había olvidado.

Lady Julieta inmediatamente unió las manos con visible nerviosismo.

—¿Oyó gritar entonces a la doncella de mistress Conrad, milady?

—No, no la oí... No oí nada —repuso lady Julieta con voz mucho más firme.

—Es curioso, porque en aquel momento debía usted hallarse en el salón.

Poirot se volvió al joven Leonard.

—¿Monsieur?

—Yo subí directamente la escalera y entré en mi habitación, de la que ya no volví a salir.

Poirot se atusó el bigote.

—Bien, ya veo que de aquí no sacaremos nada. Señoras, caballeros, lamento infinitamente haberles sacado de su sueño para tan escaso resultado. Acepten mis excusas, por favor.

Gesticulando y excusándose, les hizo salir de la habitación. Luego se encaró con la doncella francesa, una muchacha viva y de rostro despierto. Alloway y Weardale habían ido a acompañar a las señoras.

—Ahora, mademoiselle, sepamos la verdad —dijo—. No me endose ningún cuento, ¿entendido? ¿Por qué chilló en la escalera?

—Ah, monsieur, porque vi una figura alta... toda vestida de blanco...

Poirot la hizo callar mediante un ademán enérgico.

—Repito que no me cuente un cuento. Voy a adivinar lo ocurrido y usted me dirá si tengo o no razón. Chilló usted porque él la besó. Me refiero a mister Leonard Weardale.

Eh bien, monsieur, ¿qué es un beso después de todo?

—Una cosa muy natural en estas circunstancias —repuso Poirot con galantería—. Ahora explíqueme usted todo lo ocurrido.

—Pues el señor Weardale llegó por detrás y me asió por la cintura, yo me sobresalté y lancé un grito. No hubiera chillado si no hubiera llegado así, sigiloso como un gato. Entonces salió monsieur le secretaire y monsieur Leonard huyó escaleras arriba. Señores, pónganse en mi caso: ¿qué podía hacer yo, sobre todo, tratándose de un jeune homme comme ça... tellement comme il faut? Ma foi, inventé una aparición.

—Ahora todo se explica —exclamó gozoso Poirot—. Y después subió usted a la habitación de su señora, que se halla ¿en qué parte del pasillo del primer piso?

—En un extremo. Por ahí; monsieur.

—Es decir, encima del estudio. Bien, mademoiselle, no le entretengo más. Y la prochaine fois no grite.

La acompañó hasta la puerta y luego volvió a mi lado con la sonrisa en los labios.

—¡Qué caso más interesante! ¿No le parece, Hastings? Comienzo a tener varias ideas. ¿Y usted?

—¿Qué hacía Leonard Weardale en la escalera? No me gusta ese muchacho, Poirot, Es un inútil.

—Estoy de acuerdo, mon ami.

—En cambio Fitzroy parece hombre honrado.

—Es lo que opina lord Alloway.

—Pero tiene un aspecto...

—...demasiado bueno, ¿verdad? Opino lo mismo. Tampoco creo que sea buena persona nuestra bella amiga mistress Conrad.

—Cuya habitación se halla encima del estudio, no lo olvidemos —insinué dirigiendo a mi amigo una mirada penetrante.

Pero Poirot movió la cabeza y en sus labios se dibujó una leve sonrisa.