—Comienzo a creer que en absoluto tiene toda la razón —manifesté.
—Pues ¡claro que la tengo! Hablé a Alloway como lo hubiera hecho un gran hombre a otro de su talla y me comprendió perfectamente. Ya lo verá.
Pasó el tiempo. Un día nombraron a lord Alloway Primer Ministro. Poco después recibió Poirot un cheque al que acompañaba una fotografía firmada con esta dedicatoria: «A mi discreto amigo Hércules Poirot. Alloway.»
Hoy el nuevo tipo Z de submarino causa sensación en los centros navales, y está llamado a originar una transformación de la guerra moderna. Sé que determinada potencia extranjera trató de construir uno parecido, pero que fracasó rotundamente, mas sigo creyendo que Poirot tan sólo se limitó a adivinar lo ocurrido.
La aventura de la cocinera
En la época en que compartía mi habitación con Hércules Poirot contraje el hábito de leerle, en voz alta, los epígrafes del Daily Blare, diario de la mañana.
Este periódico sabía sacar siempre un gran partido de los sucesos del día para crear sensación. A sus páginas asomaban a la luz pública, robos y asesinatos. Y los grandes caracteres de sus títulos herían la vista ya desde la primera página.
He aquí varios ejemplos:
«Empleado de una casa de Banca que huye con unas acciones negociables cuyo valor es de cincuenta mil libras.» «Marido que mete la cabeza en un horno de gas para escapar a la mísera vida de familia.» «Mecanógrafa desaparecida. Era una hermosa muchacha de veinte años.» «¿Dónde se halla Edna Field?»
—Vea, Poirot. Aquí tiene dónde escoger. ¿Qué prefiere: un huidizo empleado de Banca, un suicidio misterioso o una muchacha desaparecida?
Pero mi amigo, que estaba de buen humor, movió la cabeza.
—No me atrae ninguno de esos casos, mon ami —dijo—. Hoy me inclino a una existencia sosegada. Sólo la solución de un problema interesante me movería a levantarme de este sillón. Tengo que atender a asuntos particulares más importantes.
—¿Cómo, por ejemplo...?
—Mi guardarropa, Hastings. Me ha caído una mancha, una sola, Hastings, en el traje nuevo y me preocupa. Luego tengo que dejar en poder de Keatings el abrigo de invierno. Y me parece que voy a recortarme el bigote antes de aplicarle la pomade.
—Bueno, ahí tiene un cliente —dije después de asomarme a mirar por la ventana—. Se me figura que no va a poder poner en obra tan fantástico programa. Ya suena el timbre.
—Pues si no se trata de un caso excepcional —repuso Poirot con visible dignidad— que no piense ni por asomo que voy a encargarme de él.
Poco después irrumpió en nuestro santasanctórum una señora robusta, de rostro colorado, que jadeaba a causa de su rápida ascensión de la escalera.
—¿Es usted Hércules Poirot? —preguntó dejándose caer en una silla.
—Sí, madame. Soy Hércules Poirot.
—¡Hum! Qué poco se parece usted al retrato que me habían hecho... —repuso la recién llegada mirándole con cierto desdén—. ¿Ha pagado el artículo encomiástico en que se habla de su talento, o lo escribió el periodista por su cuenta y riesgo?
—¡Madame! —dijo incorporándose a medias mi amigo.
—Usted perdone, pero ya sabe lo que son los periódicos de hoy día. Comienza usted a leer un bello artículo titulado: «Lo que dice la novia a la amiga fea», y al final descubre que se trata del anuncio de una perfumería que desea despachar determinada marca de champú. Todo es bluf. Pero no se ofenda, ¿eh?, que voy al grano. Deseo que busque a mi cocinera, que ha desaparecido.
Poirot tenía la lengua expedita, mas en esta ocasión no acertó a hacer uso de ella y miraba a la visitante, desconcertado. Yo me volví para disimular una sonrisa.
—No sé por qué se entretiene hoy la gente en meter ideas extravagantes en la cabeza de los sirvientes —siguió diciendo la señora—. Les ilusionan con el señuelo de la mecanografía y qué sé yo más. Pero como digo: basta de estratagemas. Me gustaría saber de qué pueden quejarse mis criados que no sólo tienen permiso para salir entre semana, sino también los domingos alternos y festivos, que no tienen que lavar ni tomar margarina porque no la hay en casa. Yo uso siempre mantequilla superior.
—Temo que comete una equivocación, madame. Yo no dirijo ninguna investigación encaminada a averiguar las condiciones actuales del servicio doméstico. Soy detective particular.
—Ya lo sé —repuso nuestra visitante—. Ya he dicho que deseo que busque a mi cocinera, que salió de casa el miércoles pasado, sin decir una palabra, y que no ha regresado.
—Lo siento, madame, pero yo no trato de esta clase de asuntos. Le deseo muy buenos días.
La visitante lanzó un resoplido de indignación.
—¿Sí, buen amigo? ¿Conque es orgulloso, verdad? ¿Conque sólo trata de secretos de Estado y de las joyas de las condesas? Pues permítame que le diga que una sirvienta tiene tanta importancia como una tiara para una mujer de mi posición. No todas podemos ser señoras elegantes, de coche, cargadas de brillantes y perlas. Una buena cocinera os una buena cocinera, pero cuando se la pierde representa tanto para una como las perlas para cualquier dama de la aristocracia.
La dignidad de Poirot libró batalla con su sentido del humor; finalmente volvió a sentarse y se echó a reír.
—Tiene razón, madame; era yo el equivocado: sus observaciones son justas e inteligentes. Este caso constituirá para mí una novedad, porque aún no había andado a la caza de una doméstica desaparecida. Éste es, precisamente, el problema de importancia nacional que yo le pedía a la suerte cuando llegó usted. En avant! Dice usted que la cocinera salió el miércoles de su casa y que todavía no ha vuelto a ella. Y el miércoles fue anteayer...
—Sí, era su día de salida.
—Pues probablemente, madame, habrá sufrido un accidente. ¿Ha preguntado ya en los hospitales?
—Pensaba hacerlo ayer, pero esta mañana me ha mandado a pedir el baúl, ¡sin ponerme cuatro líneas siquiera! Si hubiera estado yo en la casa le aseguro que no la hubiera dejado marchar así. Pero había ido a la carnicería.
—¿Quiere darme sus señas?
—Se llama Elisa Dunn y es de edad madura, gruesa, de cabello negro canoso y de aspecto respetable.
—¿Habían reñido ustedes antes?
—No, señor. Y esto es lo raro del caso.
—¿Cuántos criados tiene, madame?
—Dos. Annie, la doncella, es una buena muchacha. Es olvidadiza y tiene la cabeza algo a pájaros, pero es buena sirvienta siempre que se esté encima de ella.
—¿Se avenían ella y la cocinera?
—En general sí, aunque tenían sus altercados de vez en cuando.
—¿Y la doncella no puede arrojar alguna luz sobre el misterio?
—Dice que no, pero ya conoce usted a los sirvientes, se tapan unos a otros.
—Bien, bien, ya veremos esto. ¿Dónde reside, madame?
—En Clapham; Albert Road, número 88.
—Bien, madame, le deseo muy buenos días y cuente con verme en su residencia en el curso del día.
Luego mistress Todd, que así se llamaba la nueva clienta, se despidió de nosotros.
Poirot me miró con cierta rudeza.
—Bien, bien. Hastings, éste es un caso nuevo. ¡La desaparición de una cocinera! ¡Seguramente que el inspector Japp no habrá oído jamás cosa parecida!
A continuación calentó una plancha y con ella quitó, con ayuda de un trozo de papel de estraza, la mancha de grasa del nuevo traje gris. Dejando con sentimiento para otro día el arreglo de los bigotes, marchamos en dirección a Clapham.
Prince Albert Road demostró ser una calle de pocas casas, todas exactamente iguales, con ventanas ornadas de cortinas de encajes y llamadores de brillante latón en las puertas.