Al pulsar el timbre del número 88 nos abrió la puerta una bonita doncella, vestida pulcramente. Mistress Todd salió al vestíbulo para saludarnos.
—No se vaya, Annie —exclamó—. Este caballero es detective y desea dirigir a usted algunas preguntas.
El rostro de Annie reveló la alarma y una excitación agradable.
—Gracias, madame —dijo Poirot inclinándose—. Me gustaría interrogar a su doncella ahora y sin testigos.
Nos introdujeron en un saloncito, y cuando se fue mistress Todd, a disgusto, comenzó Poirot el interrogatorio.
—Voyons, mademoiselle Annie, todo cuanto nos explique revestirá la mayor importancia. Sólo usted puede arrojar alguna luz sobre nuestro caso y sin su ayuda no haremos nada.
La alarma se desvaneció del semblante de la doncella y la agradable excitación se hizo más patente.
—Esté seguro, señor, de que diré todo lo que sé.
—Muy bien —dijo Poirot con el rostro resplandeciente—. Ante todo, ¿qué opina usted? Porque posee una inteligencia notable. ¡Se ve en seguida! ¿Cuál es su explicación de la desaparición de Elisa?
Animada de esta manera, Annie se dejó llevar de una verbosidad abundante.
—Se trata de los esclavistas blancos, señor. Lo he dicho siempre. La cocinera me ponía siempre en guardia contra ellos. «Por caballeros que te parezcan —me decía—, no olfatees ningún perfume ni comas ningún dulce de los que le ofrezcan.» Éstas fueron sus palabras. Y ahora se han apoderado de ella, estoy segura. Han debido llevársela a Turquía o a uno de esos lugares de Oriente donde, según se dice, gustan de las mujeres entradas en carnes.
—Pero en tal caso, y es admirable su idea, ¿hubiera mandado a buscar el baúl?
—Bien, no lo sé, señor. Pero supongo que aun en aquellos lugares exóticos, necesitará ropa.
—¿Quién vino a buscar el baúl? ¿Un hombre?
—Carter Peterson, señor.
—¿Lo cerró usted?
—No, señor. Ya estaba cerrado y atado.
—¡Ah! Es interesante. Eso demuestra que cuando salió el miércoles de casa estaba ya decidida a no volver a ella. ¿Se da cuenta de esto, no?
—Sí, señor. —Annie pareció sorprenderse—. No había caído en ello. Pero aun así puede tratarse de los esclavistas, ¿no cree? —agregó con tristeza.
—¡Claro! —dijo gravemente Poirot—. ¿Duermen ustedes en una misma habitación?
—No, señor. En distintas habitaciones.
—¿Le había dicho Elisa si estaba descontenta de su puesto actual? ¿Se sentían felices las dos aquí?
—La casa es buena —replicó Annie titubeando—. Ella nunca habló de que pensara dejarla.
—Hable con franqueza. No se lo diré a la señora —dijo Poirot con acento afectuoso.
—Bien, la señora es algo difícil, naturalmente. Pero la comida es buena. Y abundante. Se come caliente a la hora de la cena, hay buenos entremeses y se nos da mucha carne de cerdo. Yo estoy segura de que aunque hubiera querido cambiar de casa, Elisa no se hubiera marchado así. Hubiera dado un mes de tiempo a la señora; sobre todo porque de lo contrario no hubiera cobrado el salario.
—¿Y el trabajo es muy duro?
—Bueno, la señora es muy meticulosa y anda buscando siempre polvo por todos los rincones. Además hay que cuidar del alojado, del huésped, como a sí mismo se llama. Pero únicamente desayuna y cena en casa, como el amo. Los dos pasan el día en la City.
—¿Le es simpático el amo?
—Sí, es bueno, muy callado y algo picajoso.
—¿Recuerda, por casualidad, lo último que dijo Elisa antes de salir de casa?
—Sí, lo recuerdo. Dijo: «Esta noche cenaremos una loncha de jamón con patatas fritas. Y luego, melocotón en conserva.» Se moría por los melocotones.
—¿Salía regularmente los miércoles?
—Sí, ella los miércoles y yo los jueves.
Poirot dirigió todavía a Annie varias preguntas y luego se dio por satisfecho. Annie marchóse y entró mistress Todd con el rostro iluminado por la curiosidad. Estaba algo resentida, estoy seguro, de que la hubiéramos hecho salir de la habitación durante nuestra conversación con Annie. Poirot se cuidó, no obstante, de aplacarla con tacto.
—Es difícil —explicó— que una mujer de inteligencia tan excepcional como la suya, madame, soporte con paciencia el procedimiento que nosotros, pobres detectives, tenemos que emplear. Porque tener la paciencia con la estupidez es difícil para las personas de entendimiento vivo.
Habiendo sido disipado el resentimiento que mistress Todd pudiera albergar, hizo recaer la conversación sobre el marido y obtuvo la información de que trabajaba para una firma de la City y de que no llegaría hasta las seis a casa.
—Este asunto debe traerle preocupado e inquieto, ¿no es así?
—Oh, no se preocupa por nada —declaró mistress Todd—. «Bien, bien, toma otra, querida.» Esto es todo lo que dijo. Es tan tranquilo que en ocasiones me saca de quicio: «Es una ingrata. Vale más que nos desembaracemos de ella.»
—¿Hay otras personas en la casa, mistress Todd?
—¿Se refiere a míster Simpson, el realquilado? Pues tampoco se preocupa de nada mientras se le dé de desayunar y de cenar.
—¿Cuál es su profesión, madame?
—Trabaja en un Banco. —Mistress Todd mencionó el nombre y yo me sobresalté recordando la lectura del Daily Blare.
—¿Es joven?
—Tiene veintiocho años. Es muy simpático.
—Me gustaría poder hablar con él y también con su marido, si no tienen inconveniente. Volveré por la tarde. Entretanto, le aconsejo que descanse, madame. Parece fatigada.
Poirot murmuró unas palabras de simpatía y nos despedimos de la buena señora.
—Es una coincidencia curiosa —observé—, pero Davis, el empleado fugitivo, trabajaba en la misma casa de Banca que Simpson. ¿Qué le parece, existirá alguna relación entre las dos personas?
Poirot sonrió.
—Coloquemos en un extremo al empleado poco escrupuloso y en el otro a la cocinera desaparecida. Es difícil hallar relación entre ambas personas a menos que si Davis visitaba a Simpson se hubiera enamorado de la cocinera y la convenciera de que le acompañase en su huida.
Yo reí, pero Poirot conservó la seriedad.
—Pudo escoger peor. Recuerde, Hastings, que cuando se va camino del destierro, una buena cocinera puede proporcionar más consuelo que una cara bonita. —Hizo una pausa momentánea y luego continuó—: Éste es un caso de los más curiosos, lleno de hechos contradictorios. Me interesa, sí, me interesa extraordinariamente.
* * *
Por la tarde volvimos a la calle Prince Albert, número 88, y entrevistamos a Todd y a Simpson. Era el primero un melancólico caballero, de unos cuarenta años.
—¡Ah, sí, sí, Elisa! Era una buena cocinera, mujer muy económica. A mí me gusta la economía.
—¿Alcanza a comprender por qué les dejó a ustedes de manera tan repentina?
—Verá: los criados son así —repuso con un aire vago—. Mi mujer se disgusta por todo. Le agota la preocupación constante. Y el problema es muy sencillo en realidad. Yo le digo: «Busca otra, querida. Busca otra cocinera. ¿De qué sirve llorar por la leche derramada?»
Míster Simpson se mostró igualmente vago. Era un joven taciturno, poco llamativo, que gastaba gafas.
—Era una mujer madura. Sí, la conocía. La otra es Annie, muchacha simpática y servicial.
—¿Sabe si se llevaban bien?
Míster Simpson lo suponía. No podía asegurarlo.
—Bueno, no hemos obtenido ninguna noticia interesante, mon ami —me dijo Poirot cuando salimos de la casa después de volver a escuchar de labios de mistress Todd la explicación, ampliada, de lo ocurrido, que conocíamos desde por la mañana.
—¿Está decepcionado porque esperaba saber algo nuevo? —dije.
—Hombre, siempre existe una posibilidad, naturalmente —repuso Poirot—. Pero tampoco lo creí probable.