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—Calle Prince Albert, número 88, Clapham.

—Conque, ¿nos dirigimos allí?

—Mais oui. Aunque si he de serle franco temo que lleguemos tarde. Nuestro pájaro habrá volado, Hastings.

—¿Quién es nuestro pájaro?

—El desvaído míster Simpson —replicó Poirot, sonriendo.

—¡Qué! —exclamé.

—Vamos, Hastings, ¡no diga que no lo ve claro ahora!

—Supongo que se ha tratado de alejar a la cocinera —observé, algo picado—. Pero ¿por qué? ¿Por qué deseaba Simpson alejarla de la casa? ¿Es que sabía algo?

—Nada.

—¿Entonces...?

—Deseaba algo que tenía ella.

—¿Dinero? ¿El legado de Australia?

—No, amigo mío. Algo totalmente distinto. —Poirot hizo una pausa y dijo gravemente—: Un baulito deteriorado.

Yo le miré de soslayo. La respuesta me pareció tan absurda que sospeché por un momento que trataba de burlarse de mí. Pero estaba perfectamente grave y serio.

—Pero digo yo —exclamé— que, de querer uno, podía adquirirlo.

—No necesitaba uno nuevo. Deseaba uno usado y viejo.

—Poirot, esto pasa de raya —exclamé—. ¡No me tome el pelo!

El detective me miró.

—Hastings, usted carece de la inteligencia y de la habilidad de míster Simpson —repuso—. Vea cómo se desarrollaron los acontecimientos el miércoles por la tarde. Simpson aleja, sirviéndose de una estratagema, de casa a la cocinera. Lo mismo una tarjeta impresa que el papel timbrado son fáciles de adquirir y además se desprende con gusto de ciento cincuenta libras, así como de un año de alquiler de la finca de Cumberland, para asegurar el éxito de sus planes. Miss Dunn no le reconoce: el sombrero, la barba, el leve acento extranjero, la confunden y desorientan por completo. Y así se da fin al miércoles... si pasamos por alto el hecho trivial, en apariencia: el de haberse apoderado Simpson de cincuenta mil libras en acciones.

— ¡Simpson! ¡Pero si fue Davis!

—Déjeme proseguir, Hastings. Simpson sabe que el robo se descubriría el jueves por la tarde y no va el jueves al Banco, se queda en la calle a esperar a Davis, que debe salir a la hora de comer. Es posible que se hable del robo que ha cometido y que prometa a Davis la devolución de las acciones. Sea como quiera, logra que el muchacho le acompañe a Clapham. La casa está vacía porque la doncella ha salido, ya que es su día, y mistress Todd está en la subasta. De modo que cuando, más adelante, se descubra el robo y se eche a Davis de menos, ¡se le acusará de haber sustraído las acciones! Míster Simpson se sentirá para entonces seguro y podrá volver al trabajo a la mañana siguiente como empleado fiel a quien todos conocen.

—Pero ¿y Davis?

Poirot hizo un gesto expresivo y meneó la cabeza.

—Así, a sangre fría, parece increíble. Sin embargo, no le encuentro al hecho otra explicación, mon ami. La única dificultad con que se tropieza siempre el criminal es la de desembarazarse de su víctima. Pero Simpson lo ha planeado de antemano. A mí me llamó la atención el hecho siguiente: ya recordará que Elisa pensaba volver, cuando salió de casa, a ella por la noche, de aquí su observación acerca de los melocotones en conserva. Sin embargo, su baúl estaba cerrado y atado cuando fueron a buscarlo. Simpson fue quien pidió a Carter Peterson que pasara el viernes, de modo que fue Simpson quien ató el baúl el jueves por la tarde. ¿Quién iba a sospechar de un hecho tan natural y corriente? Una sirvienta que se sale de la casa en que sirve manda a por su baúl, que ya está cerrado, y con una etiqueta que lleva probablemente las señas de una estación cercana. El sábado por la tarde, Simpson, con su disfraz de colono australiano, reclama el baúl, le pone un nuevo rótulo y lo manda a un sitio «donde permanecerá hasta que manden por él». Así cuando las autoridades, recelosas, ordenen que sea abierto, ¿a quién se culpará del crimen cometido? A un colonial barbudo que lo facturó desde una estación vecina a la de Londres y por consiguiente que no tendrá la menor relación con el número 88 de la calle Prince Albert de Clapham.

Los pronósticos de Poirot resultaron ciertos, Simpson había salido de la casa de los Todd dos días antes, pero no escaparía a las consecuencias de su crimen. Con la ayuda de la telegrafía sin hilos fue descubierto, camino de América, en el Olimpia.

Un baúl de metal que ostentaba el nombre de míster Henry Wintergreen atrajo la atención de los empleados de la estación de Glasgow y al ser abierto se halló en su interior el cadáver del infortunado Davis.

El talón de una guinea que mistress Todd regaló a Poirot no se cobró jamás. Poirot le puso un marco y lo colgó de la pared de nuestro salón.

—Me servirá de recuerdo, Hastings —dijo—. No desprecie nunca lo trivial, lo menos digno. Repare que en un extremo está una doméstica desaparecida... y en el otro un criminal de sangre fría. ¡Para mí, éste ha sido el más interesante de los casos en que he intervenido!

Notas

[1] Royal Navy. De la Marina Real.

[2] El conejo tiene una cara agradable —su vida privada es una desgracia—. En verdad que no sabría decir a ustedes las cosas terribles que hacen los conejos.

Table of Contents

Ocho casos de Poirot

El inferior

El expreso de Plymouth

El caso del Baile de la Victoria

El misterio de Market Basing

El misterio de Cornualles

El rey de trébol

El robo de los planos del submarino

La aventura de la cocinera

Notas