Poirot miraba pensativo la alfombra.
—¿Se da cuenta de lo que afirma, mister Astwell, y de la importancia de su declaración?
—Sí, supongo que sí. ¿Por qué? ¿Qué importancia le atribuye?
—Fíjese en que acaba de decir que, entre el portazo de la puerta de la calle y la aparición en la escalera de mister Leverson, transcurrieron diez minutos. Su sobrino asegura, si mal no recuerdo, que tan pronto entró en la casa se fue a dormir. Pero aún hay más. Admito que la acusación de lady Astwell es fantástica aun cuando hasta ahora no se haya demostrado su inverosimilitud. Pero la declaración de usted implica una coartada.
—¿Cómo es eso?
—Lady Astwell dice que dejó a su marido a las doce menos cuarto y que el secretario se fue a dormir a las once. De manera que únicamente pudo cometerse el crimen entre las doce y cuarto y el regreso de Carlos Leverson. Ahora bien: si como asegura usted estuvo sentado y con la puerta abierta, Trefusis no pudo bajar de su habitación sin que usted lo viera.
—Justamente —dijo el otro.
—¿Existe por allí alguna otra escalera?
—No, para bajar a la habitación de la Torre hubiera tenido que pasar por delante de mi puerta y no pasó, estoy bien seguro. Además, lo repito, monsieur Poirot, ese joven es tan inofensivo como un cordero, se lo aseguro.
—Sí, sí, lo creo —Poirot hizo una pausa—. ¿Querrá explicarme ahora el motivo de su discusión con sir Ruben?
El otro se puso colorado.
—¡No me sacará ni una sola palabra!
Poirot fijó la vista en el techo.
—Cuando se trata de una señora —manifestó— suelo ser muy discreto.
Víctor se levantó de un salto.
—¡Maldito sea! ¿Qué quiere decir? ¿Cómo sabe usted? —exclamó.
—Me refiero a miss Lily Murgrave —explicó Poirot.
Víctor Astwell titubeó un instante; de su rostro desapareció el rubor, y volvió a sentarse.
—Es usted demasiado listo para mí, Poirot —confesó—. Sí, reñimos por causa de Lily. Ruben había descubierto algo acerca de ella que le disgustaba. Me habló de unas referencias falsas..., pero ¡ni creí ni creo una sola palabra!
»Mi hermano llegó más allá. Me aseguró que salía de casa de noche para verse con alguien, con un hombre tal vez. ¡Dios mío! Lo que respondí. Le dije, entre otras cosas, que a mejores hombres que él habían matado por decir menos que eso. Y entonces calló. Cuando me disparaba así Ruben me tenía miedo.
—No me extraña —murmuró Poirot.
—Yo tengo una bonísima opinión de Lily Murgrave —observó Víctor en un tono distinto—. Es una muchacha excelente.
Poirot no contestó. Parecía sumido en sus pensamientos y tenía la mirada fija en el vacío. Por fin, de repente, salió de su admiración.
—Voy a pasearme un poco, lo necesito —comunicó a Víctor—. Por ahí hay un hotel, ¿no es cierto?
—Dos —repuso Astwell—. El Golf Hotel, junto al campo de tenis, y el Mitre Hotel, en el camino de la estación.
—Gracias —dijo Poirot—. Sí, voy a darme un pequeño paseo.
El Golf Hotel se hallaba, como indica su nombre, en los campos de golf, casi al lado del edificio del club. Y a él se encaminó Poirot en el curso del «paseo» de que habló a Víctor Astwell. El hombrecillo tenía su manera característica de hacer las cosas. Tres minutos después celebraba una entrevista particular con miss Langdon, la gerente.
—Perdone la molestia, mademoiselle —dijo—, pero soy detective.
Era partidario de la sencillez. Y el procedimiento resultaba eficaz en más de una ocasión.
—¡Un detective! —exclamó miss Langdon mirándole con recelo.
—Sí, aun cuando no pertenezco a Scotland Yard. Pero supongo que ya se habrá dado cuenta. No soy inglés y hago indagaciones particulares sobre la muerte de sir Ruben Astwell.
—¡Muy bien!
Miss Langdon le miró con simpatía.
—Precisamente —el rostro de Poirot se iluminó—, sólo a persona tan discreta revelaría yo mi identidad. Creo, mademoiselle, que usted puede ayudarme. ¿Sabría decirme si un caballero de los que se hospedan en este hotel se ausentó para volver a él entre doce y doce y media de la noche?
Miss Langdon abrió unos ojos tamaños.
—¿No creerá que...? —balbució.
—¿Que estuviera aquí el asesino? No, tranquilícese. Pero me asisten buenas razones para creer que uno de sus huéspedes se llegó entonces a Mon Repos y, si así fuera, pudo ver algo que me interesaría conocer.
La gerente movió la cabeza como quien conoce a fondo los caminos de la ley detectivesca.
Comprendo perfectamente —dijo—. Veamos ahora a quién teníamos
aquí...
Frunció el ceño mientras repasaba mentalmente sus nombres y se ayudaba de cuando en cuando contándolos con los dedos.
—El capitán Swan..., mister Elkins..., el mayor Blunt..., el viejo mister Benson... No, caballero. Ninguno de ellos salió después de cenar.
—Y si hubiera salido lo sabría usted, ¿no es cierto?
—Oh, sí, señor. Porque sería en contra de lo acostumbrado. Muchos caballeros salen antes de cenar, después, no, porque no tienen dónde ir, ¿entiende?
Las atracciones de Abbott Cross eran el golf y nada más que el golf.
—Eso es, ¿de modo, mademoiselle, que nadie salió de aquí después de la hora de la cena?
—Únicamente el capitán England y su mujer.
Poirot movió la cabeza.
—No me interesan. Voy a dirigirme al hotel... Mitre, creo que así se llama, ¿no es eso?
—¡Oh, el Mitre! —exclamó miss Langdon—. Naturalmente que cualquiera pudo salir de allí para dirigirse a Mon Repos.
Y su intención, aunque vaga, era tan evidente, que Poirot verificó una prudente retirada.
Cinco minutos después se repetía la escena, esta vez con miss Cole, la brusca gerente del Mitre, hotel menos pretencioso, de precios más reducidos, que se hallaba cerca de la estación.
—En efecto, aquella noche salió de aquí un huésped y si mal no recuerdo regresó a las doce y media. Tenía por costumbre darse un paseo a esas horas. Lo había hecho ya una o dos veces. Veamos, ¿cómo se llamaba? No puedo recordarlo. ¡Un momento!
Cogió el libro de registro y comenzó a volver las páginas.
—Diecinueve, veinte, veintiuno, veintidós, ¡ah, ya lo tengo! Capitán Humphrey Naylor.
—¿De modo que se había hospedado antes aquí? ¿Le conoce bien?
—Sí, hace quince días —dijo miss Colé—. Recuerdo que, en efecto, salió la noche que dice usted.
—Fue a jugar al golf, ¿no le parece?
—Así lo creo. Por lo menos es lo que hacen todos los caballeros.
—Es muy cierto. Bien, mademoiselle, le doy infinitas gracias y le deseo muy buenos días.
Poirot regresó pensativo a Mon Repos. Una o dos veces sacó un objeto del bolsillo y lo miró.
—Tengo que hacerlo —murmuró— y pronto. En cuanto se me presente una ocasión.
Lo primero que hizo al entrar en casa fue preguntar a Parsons dónde podría hallar a miss Murgrave. Esta señorita estaba, según el mayordomo, en el estudio, despachando la correspondencia de lady Astwell y el informe pareció satisfacer en extremo a Poirot.
Encontró sin dificultad el pequeño estudio. Lily Murgrave estaba sentada ante la mesa instalada frente a la ventana y escribía. No había nadie más a su lado. Poirot cerró la puerta y se acercó a la muchacha.
—¿Sería tan amable, mademoiselle, que pudiera dedicarme parte de su tiempo?
—Ciertamente.
Lily Murgrave dejó a un lado los papeles y se volvió a él.
—Volvamos a la noche de la tragedia, mademoiselle. ¿Es verdad que al separarse de lady Astwell y mientras ella iba a dar las buenas noches a su marido se fue usted directamente a su habitación?