¿Quizá, debería tener un lío? Lo había pensado pero nunca había tenido el temple para hacerlo. Charlie probablemente ni se daría cuenta. Había un hombre en una de las clases de baile a las que asistía entre semana al que había pescado mirándola demasiadas veces para que fuera pura coincidencia. La idea de verse con alguien la tentaba, pero sabía que corría un gran riesgo si lo hacía. Le preocupaba que pudiera acabar perdiendo todo por lo que había trabajado con Charlie por una excitación y una aventura momentáneas. A ella le gustaba su gran casa y las ropas caras y todo lo que iba asociado con ello. Le gustaba el alto estatus social que le otorgaba y no quería dejar nada de eso. Pero ¿y si el hombre de la clase de baile le podía dar todo eso y también sexo…?
– ¿Una taza de té?
Así empezaba Charlie todos los días. No «buenos días» o «¿cómo te encuentras hoy?» o «te quiero» o algo parecido. Sólo una corta e impersonal pregunta medio formulada. ¿Debía responder o debía quedarse callada y fingir que seguía durmiendo?
– Sí, gracias -gruñó, aún de espaldas a su marido.
Sintió cómo él retiraba el cobertor y salía de la cama antes de volver a colocar las sábanas en su sitio como hacía siempre. Todo lo que hacía era predecible y seguro. Ella podía prever todos los movimientos que iba a hacer. Sabía que iría al baño contiguo, donde usaría el lavabo, soltaría una ventosidad, pediría disculpas como si hablara consigo mismo y después se lavaría y afeitaría tarareando la misma maldita melodía que tarareaba todas las malditas mañanas. Después se pondría el albornoz, volvería al dormitorio para ponerse las zapatillas, que estaban bajo el pie de la cama, donde las había puesto por la noche, y bajaría a la cocina. Sabía que se pararía en el quinto escalón para abrir las cortinas y quitar el polvo del trofeo de empleado del año que su empresa le otorgó hacía casi quince años…
Cerró los ojos, enterró la cara en la almohada y volvió a pensar en el hombre de la clase de baile. Se sentía vacía y deprimida, atrapada y enojada. A veces deseaba matar a su marido. Eso, decidió, sería la solución a todos sus problemas.
– Hermoso día -dijo Charlie animado al volver al dormitorio con dos tazas de té.
«Siempre es un maldito hermoso día -se gritó Susan silenciosamente a sí misma-. Incluso cuando está lloviendo y en el exterior sopla un viento de fuerza diez dice que es un maldito hermoso día».
– Aquí está tu té, querida.
Ella se encogió bajo los sábanas y se dispuso a mirarlo a la cara. Lo más triste de todo, pensó, era que él no tenía ni la más mínima idea de lo desgraciada que era. En su pequeño mundo de color de rosa todo era perfecto y hermoso. Él no sabía lo vieja e inútil que hacía que se sintiese y probablemente nunca lo sabría. Respiró hondo y se giró para quedar tumbada de espaldas antes de levantar las sábanas y coger el té que le ofrecía.
– He pasado una mala noche -se quejó al mirarlo-. He pasado frío toda la noche. No hacía más que despertarme porque no dejabas de quitarme las mantas.
– Lo siento, mi amor. No me he dado cuenta.
– Y si no me mantenía despierta el frío, lo hacían tus ronquidos.
– No puedo remediarlo. Si hubiera algo que pudiera hacer… Él dejó de hablar. En silencio, se quedó mirando a su mujer, que le devolvía la mirada.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó y dio un sorbo a la taza de té. Charlie seguía mirándola.
– Para decirlo bien claro, encuentra cualquier otra cosa a la que mirar -maldijo ella antes de tomar otro sorbo.
Con un súbito manotazo Charlie tiró la taza de las manos de su mujer, que se fue a estampar contra la pared, lanzando chorretones de té que se deslizaron por el empapelado clásico de color rosa pálido. Desconcertada, Susan contempló cómo las gotas del caliente líquido marrón se deslizaban por la pared. «¿Qué demonios le pasa?», se preguntaba. De una forma extraña, se había excitado con esa inesperada demostración de fortaleza y espontaneidad.
Detrás de ella, Charlie se sacó rápidamente el cinturón de su albornoz. Empujándola hacia delante y agarrando con fuerza su hombro con una mano, le dio dos vueltas al cinturón alrededor de su cuello y empezó a apretar. Presa del pánico, con los ojos saliéndose de las órbitas y el cuello ardiendo, Susan luchaba para respirar. Pataleaba y se retorcía bajo las sábanas e intentaba agarrar su cuello en un intento desesperado de quitarse el cinturón. Su fuerza no podía competir con la de él.
Charlie apretó el cinturón más y más, hasta que salió el último aliento del cuerpo de su mujer.
8
Otro maldito día perdido. El día ha empezado despacio. Me levanté tarde (lo que realmente ha enfadado a Lizzie porque por una vez se ha tenido que levantar y cuidar de los niños) y he hecho un esfuerzo consciente por hacer lo mínimo posible. Mañana vuelvo al trabajo y necesito relajarme. Siempre hay algo que hacer o hay alguien que te necesita. Liz me ha estado persiguiendo durante semanas para que arregle el pestillo de la puerta del baño y hoy, finalmente, lo he hecho. Era lo último que quería hacer, pero ya no soportaba más sus quejas constantes cada vez que utilizaba el maldito baño. Joder, todos los demás nos las arreglábamos sin ningún problema. ¿Por qué era tan importante para ella?
He trabajado en la puerta mientras Lizzie hacía la comida. Lo que debía ser una tarea de diez minutos se ha acabado convirtiendo en una hora y media. He tenido a los niños corriendo alrededor de mí durante todo el rato, haciendo preguntas y poniéndose en medio; después el pestillo no era del tamaño adecuado, después compré uno demasiado grande… Perdí la paciencia y casi le di una patada a la puerta, pero finalmente conseguí colocarlo. Espero que Lizzie esté satisfecha. Ahora tendrá que buscar otra razón para quejarse.
Y ahora nos estamos aproximando a la casa de Harry y el fin de semana casi ha terminado. Harry no me importa, pero parece que él tiene un gran problema conmigo. Él piensa que no soy lo suficientemente bueno para su hijita y eso, aunque nunca lo expresa con tanta claridad, está implícito en casi todo lo que me dice. Habitualmente consigo que todo eso me resbale, pero cuando el día ha sido tan frustrante como hoy y el lunes por la mañana ya se vislumbra en el horizonte, podría pasar sin ello.
Paramos junto a la casa de estrecho jardín y los niños empiezan a animarse y a excitarse. Les gusta mucho estar con el abuelo. La verdad es que toleran el tiempo que pasan con Harry, pero están muy animados porque saben que les dará caramelos o le sacarán cualquier otra cosa antes de que volvamos a casa.
– Hoy no quiero ninguna discusión -dice Liz mientras esperamos a que abra la puerta. Creía que estaba hablando con los niños pero me doy cuenta de que me está mirando.
– Yo nunca discuto con tu padre -le explico-. Él discute conmigo. Hay una diferencia, ¿sabes?
– No me interesa -contesta cuando suena el clic del pestillo-. Sólo sé simpático.