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– Lo siento.

– No importa.

La misma basura de siempre en la tele. Cojo el mando a distancia y voy cambiando de canal. Esta noche las comedias no tienen gracia y los dramas son demasiado dramáticos. Nada se ajusta a nuestro estado de ánimo. Busco las noticias. Quiero saber más sobre lo que está pasando. Excepto por los pocos retazos de información en el trabajo es la primera oportunidad que tengo en todo el día para informarme. Lo que vemos es más de lo mismo de ayer: más problemas y más violencia. Lo que no recibimos es ninguna explicación. Cada reportaje parece seguir el mismo guión: uno o más incidentes tienen lugar en un lugar de una zona concreta e informan de cómo ha reaccionado la gente ante el suceso. Esto es una locura. Sigo escuchando frases como «violencia de imitación» y «ataques de venganza» que se difunden por todas partes. ¿La gente es realmente tan estúpida como sugería Harry ayer? ¿Realmente alguien la lía sólo porque ha visto que otros lo están haciendo?

– Mira eso -dice Lizzie cuando estamos viendo juntos los titulares-, ahora incluso le están dando un nombre. ¿En qué va a ayudar eso?

Tiene razón. He oído hace unos minutos esa palabra pero no he pensado en ello. La minoría que está causando los problemas recibe el nombre de «Hostiles». El nombre procede del titular de un tabloide publicado esta mañana y ha calado enseguida. Parece apropiado porque sigue sin haber ninguna referencia a que esa gente luche por alguna causa o razón. El odio parece ser lo único que los mueve.

– Les han dado un nombre -murmuro-. Les resulta más fácil hablar de ellos si les dan un nombre. Lizzie mueve incrédula la cabeza.

– No entiendo nada.

– Ni yo.

– Hablan de esto como si fuera una epidemia. ¿Cómo es posible? No es una enfermedad, por el amor de Dios.

– Quizá lo sea.

– Lo dudo. Pero tiene que haber una razón para todo esto, ¿no crees?

Tiene razón pero, como el resto del mundo, no tengo ni idea de cuál puede ser la razón, de manera que no me molesto en responder. Ver las noticias me hace sentir cada vez más incómodo. Me hace sentir como si tuviera que cerrar la puerta de la calle y no volverla a abrir hasta que todos estos trastornos y violencias súbitas hubieran parado. Instintivamente intento encontrar una explicación, al menos para que pueda sentirme mejor.

– Quizá no esté tan mal como nos lo hacen ver -sugiero.

– ¿Qué?

– En la tele siempre exageran las cosas, ¿o no? Acaban de decir algo sobre el aumento del número de incidentes violentos denunciados, pero eso no significa necesariamente que haya aumentado el número de incidentes que están teniendo lugar, ¿o no?

– No necesariamente -responde, insegura.

– Puede que haya habido el mismo número de peleas que la semana pasada, pero entonces no eran noticia. El problema surge cuando algo hace que los chicos de los titulares salten en sus sillas.

– ¿Qué estás diciendo?

– Quizá toda esta situación sea algo que han creado la tele y los diarios -respondo. Lo voy inventando a medida que voy hablando.

– No puede ser. Está ocurriendo algo de verdad. Son demasiadas coincidencias para…

– De acuerdo -interrumpo-, pero si no han creado el problema lo están empeorando, sin lugar a dudas.

– ¿Qué me dices de lo que ocurrió el viernes en el concierto? ¿Y en el pub? Y lo que fuera que pasó con aquel coche la pasada noche y lo que ha ocurrido en la escuela esta mañana… ¿me estás diciendo que todos estos incidentes habrían ocurrido de todas formas? ¿Crees que estamos agrandando las cosas y sus consecuencias por lo que hemos visto en la tele?

– No lo sé. No hay forma de saberlo, ¿no crees? Todo lo que digo es que hemos visto con anterioridad cómo cosas como éstas se escapaban de las manos.

– ¿De verdad?

– Por supuesto que sí. Ocurre continuamente. Alguien en algún lugar difunde una historia, entonces una parte descerebrada de la audiencia la copia para que los saquen televisión o en las portadas de los diarios.

Creo que ahora la he perdido definitivamente. Puedo decir por la expresión de su rostro que no comprende nada. Eso o no me cree. Ni yo mismo estoy totalmente seguro.

– No lo pillo.

– ¿Recuerdos los perros peligrosos? -pregunto. Niega con la cabeza y frunce de nuevo la cara-. Hace unos años una chica del barrio fue atacada por el rottweiler de un vecino, ¿recuerdas? Le destrozó la cara y necesitó cirugía, creo. Sacrificaron al perro.

– ¿Y? ¿Qué tiene eso que ver con lo que está ocurriendo ahora?

– Pues hasta que saltó esa historia nadie había oído hablar de perros que atacaban a los niños, ¿o no? Pero tan pronto llego a los diarios, de repente aparecieron historias sobre incidentes similares que ocurrían por todas partes. Ahora sólo vuelves a oír que ocurre algo así de higos a brevas.

– ¿Dónde quieres ir a parar? ¿Estás diciendo que no atacaron a esos niños?

– No, nada de eso. Lo que intento decir es que cosas como ésas deben ocurrir continuamente pero nadie les presta atención. Sin embargo, en cuanto llega a las noticias empiezan a informar de ello y antes de que te des cuenta hay perros mordiendo a niños en cada esquina.

– No estoy segura de que esté de acuerdo contigo -dice en voz baja-. Ni siquiera estoy segura de qué estás hablando. No ha habido nada de esta escala antes…

– Creo que esos idiotas -explico, señalando a la tele- están haciendo más mal que bien. Al darle a esa gente un nombre y minutos de emisión están glorificando sea lo que sea que esté ocurriendo y haciendo que supere cualquier proporción. La gente está viendo la violencia, la rebelión y la notoriedad en la tele y están pensando: yo también quiero un poco de eso.

– Tonterías. Empiezas a parecerte a papá.

– No son tonterías. ¿Recuerdas los disturbios del pasado verano? -pregunto, con la fortuna de haber recordado otro ejemplo para fortalecer mi débil argumento. Hace unos ocho meses hubo una oleada de disturbios raciales en algunas de las grandes ciudades, la nuestra incluida. Lizzie asiente con la cabeza.

– ¿Qué pasa con ellos?

– Otra vez lo mismo. Alguien empezó un incidente menor en alguna callejuela de cualquier sitio. Los medios se hicieron eco y el problema pareció cien veces peor de lo que era. Fue la forma en que dieron la información lo que hizo que se extendiera y quizás eso es lo que está ocurriendo ahora. En algún sitio existe una problema real que llega a las noticias y antes de que te des cuenta hay bandas en todas las ciudades creando problemas, utilizando como excusa lo que causó el primer conflicto.

– ¿Y realmente te crees eso?

Sigo callado. Honestamente no sé lo que creo.

– Creo que estás diciendo sandeces -añade con brusquedad-. Nada de lo que has dicho explica por qué he visto como un chico de once años, perfectamente sano y normal, le ha dado esta mañana una paliza a la directora, ¿o si lo explica?

Aún sigo callado. Me siento aliviado cuando, después de mucho tiempo, dan algo nuevo en el canal de noticias. Los presentadores habituales, sentados detrás de la mesa que parece muy cara, han desaparecido y ahora vemos una mesa redonda entre cuatro personas que son probablemente políticos o expertos en un campo o en otro. Ya llevan hablando unos cuantos minutos, de manera que nos hemos perdido las presentaciones.

– ¿Qué serán capaces de decirnos? -gruño-. ¿Cómo puede ser esa gente expertos si nadie sabe aún lo que está ocurriendo?

– Cállate para que podamos escuchar -suspira Lizzie.

No puedo evitar ser escéptico. Toda la puesta en escena me recuerda el inicio de esa película, Amanecer de los muertos, donde los puntos de vista de un llamado experto son destrozados por un presentador de televisión que no cree en ellos. Sé que no se trata de un apocalipsis zombi pero la forma en la que esas personas están hablando entre sí hace que parezca inquietantemente similar. Ninguno de ellos está respaldando lo que dice con hechos. Nadie tiene nada que ofrecer más que teorías e ideas a medio elaborar. Nadie parece creer en lo que están diciendo los demás.