El sol baña la escena con una luz brillante y dorada, y puedo ver a kilómetros de distancia en todas direcciones. La gente cae en hordas sobre el pueblo desde todas partes. Con la excitación ardiendo en el pecho, empiezo a correr hacia los edificios, desesperado por llegar, desesperado por luchar y matar.
Bajamos corriendo por la ladera de la colina, cruzamos en diagonal un campo amplio e irregular y alcanzamos la calle mayor del pueblo. Con otros dos irrumpo en el primer edificio que vemos. Destrozamos las ventanas delanteras de la pequeña y cuadrada casa, y entramos por los huecos. Encuentro a los dos ancianos ocupantes en el piso de arriba, patéticamente escondidos en el dormitorio. Uno de ellos está bajo la cama. Lo cojo por los pies, lo arrastro fuera, lo pongo de pie y aplasto su cara contra la pared. Otro está en el armario. Intenta guardar silencio pero puedo oír su respiración irregular y sus sollozos lastimeros. Abro la puerta, lo lanzo al otro lado de la habitación y contemplo con satisfacción cómo los otros dos que están aquí conmigo le arrancan las extremidades una a una.
Cuando volvemos al exterior nuestro sangriento ataque se ha repetido en numerosas casas. Sin pararme a recuperar el aliento, sigo corriendo, desesperado por encontrar algo más que destruir.
Es un día perfecto.
Después de tanta incertidumbre, miedo y dolor, todo está claro. Finalmente todo tiene sentido. Estamos en guerra.