La multitud está inquieta. Hemos visto, incrédulos, lo que estaba pasando y ahora la gente ha empezado a reaccionar. Muchos de la primera fila están intentando abrirse paso hacia el exterior, unos pocos están jaleando la violencia e intentan acercarse coreando «Swill, Swill…», azuzándolo. Pero la mayoría, como nosotros, sigue mirando al escenario. Casi no puedo creer lo que estoy viendo. Swill está otra vez en el centro del escenario, blandiendo el pie de un micrófono. Simmonds está tendido de espaldas en lo que queda de la batería y no se mueve. McGuire se mueve por el escenario a cuatro patas, intentado llegar a él. Dos técnicos se abalanzan sobre Swill. Uno de ellos recibe un golpe del pie de micro en todo el pecho, el otro se agacha y se abraza a la cintura del músico, intentando tirarlo al suelo. No lo consigue. Swill le da patadas y puñetazos pero al final intenta escabullirse. Tropieza con los monitores y desaparece en el oscuro hueco que hay entre el escenario y las barreras de seguridad. Hay un acople que suena como un grito.
Lo he perdido.
Ya no lo puedo ver.
De repente aparece de nuevo. Se abre paso por las barreras de seguridad y corre hacia la multitud. Su camiseta, con el logo de MAG, está destrozada y cuelga de su cuello como si fuera un trapo. El público reacciona con una extraña mezcla de miedo y adulación. Algunos se alejan, otros corren hacia él.
– Vámonos -me grita Lizzie.
– ¿Qué?
– Quiero irme -repite-. Ahora mismo, Danny, por favor. Quiero irme.
Muchas personas intentan ahora alejarse del escenario. Se encienden las luces generales y todo el mundo parece correr más rápido ahora que pueden ver adónde van. Nos empujan y arrastran hacia las salidas personas aturdidas y asustadas que se cruzan en todas direcciones, intentando alejarse del jaleo antes de que vaya a peor. En medio de la sala hay una pelea, un disturbio en toda regla. No puedo ver lo que le ha pasado a Swill pero un montón de fans cabreados, colocados o a los que sencillamente les gusta una buena pelea se han lanzado en medio del caos con los puños en alto.
Ya se ha formado un embudo, la mayor parte de la multitud intenta quitarse de en medio. Agarro la mano de Lizzie y la empujo hacia la salida más cercana. Estamos rodeados de gente y sólo podemos avanzar arrastrando los pies. Una masa de enormes guardias de seguridad, con la cabeza rapada, intenta abrirse paso hacia el interior de la sala a través de una puerta que hay a nuestra izquierda. No estoy seguro de si están aquí para parar la pelea o para unirse a ella. No me voy a quedar para descubrirlo.
Atravesamos la doble puerta, bajamos por una corta y empinada escalera de piedra y finalmente salimos a la calle. Está lloviendo a cántaros y hay gente corriendo en todas direcciones.
No tengo ni idea de lo que acaba de ocurrir ahí dentro.
– ¿Estás bien? -pregunto a Lizzie. Asiente con la cabeza. Parece aturdida y asustada.
– Estoy bien -responde-. Sólo quiero irme a casa.
Le aprieto la mano con más fuerza y la arrastro a través de la desconcertada multitud. Algunas personas siguen delante de la sala pero la mayoría parece que se va. Estoy de lo más cabreado pero intento no demostrarlo. Éste es el ejemplo típico de cómo me van las cosas últimamente. ¿Por qué tiene que ser todo tan difícil? Sólo quería relajarme, desconectar y disfrutar por una vez, pero ¿qué ha pasado? Uno de mis héroes musicales de toda la vida pierde toda su credibilidad y jode mi primera salida con Liz en meses. Qué jodidamente típico. Maldito engreído.
Nos metemos en una calle lateral y volvemos corriendo al coche.
SÁBADO
5
Las seis y media y el despertador me saca del sueño con su habitual quejido estridente. Alargo el brazo y lo voy moviendo en la oscuridad para pararlo. Tengo que pensar durante un minuto para recordar qué día es. ¿Tengo que levantarme? Estoy seguro de que es sábado y de que me he olvidado de desconectar la alarma. Me quedo quieto durante un segundo e intento acordarme del día de ayer y la pasada noche. Otro aburrido día en la oficina, con Tina Murray llevándome a una de las salas de reuniones y machacándome a causa de mi actitud. Recuerdo el concierto y la pelea, y que salimos corriendo de la sala. Joder, ¿qué pasó exactamente anoche? Ahora ya no importa. Lo importante es que es sábado y no me tengo que levantar para ir al trabajo.
Me giro hacia el otro lado y paso un brazo alrededor de Lizzie. Ayer la vi como hace tiempo que no la veía: feliz. Nos fue muy bien a ambos salir y pasar un rato juntos. Lástima que acabara como acabó. Cuando volvimos al piso tuve que llevar a Harry a casa. Después abrimos un par de latas de cerveza y nos sentamos delante de la tele a ver una tonta película de acción, que adormeció nuestros cerebros.
Me arrimo un poco más a Liz y espero a que reaccione. Cuando no responde me acerco un poco más y me aprieto contra ella. Últimamente casi no tenemos intimidad. Hace mucho tiempo que desaparecieron los días en los que éramos libres y podíamos lanzarnos a la cama en cuanto sentíamos el cosquilleo. Ahora siempre hay algo que hacer antes o a alguien a quien cuidar. Tener niños lo ha cambiado todo. Ojalá hubiera podido pedir prestados durante un rato los de alguien antes de tener los nuestros. No era consciente de cómo podían los niños destrozar tu vida anterior, sencilla y sin complicaciones.
Puedo sentir la piel de Lizzie a través de la tela del pijama. La siento hermosamente suave y cálida. Si no fuera tan temprano aprovecharía la oportunidad e intentaría deslizar mi mano dentro de su blusa. A veces, si soy lo suficientemente cuidadoso y delicado, un movimiento como ése puede ser el inicio de algo. Sin embargo, en este momento del día ella está más dispuesta a darme un codazo que a acariciarme. Pero aún recuerdo hace un par de semanas, cuando estábamos los dos en la cocina. Ella se refregó contra mí mientras yo estaba lavando los platos en el fregadero. Paré y me di la vuelta y ella se me quedó mirando como hace a veces. La besé y no pude contenerme. La agarré con las manos mojadas y la empujé contra la mesa. Ella se quitó la camiseta y…
– Quiero el desayuno, papi. -Ellis ha salido de no sé dónde y está al lado de la cama. Joder, me ha dado un susto de muerte. No tenía ni idea de que estaba ahí. Mi media erección acaba rápidamente en nada.
– Es demasiado temprano -susurro-. Vuelve a la cama.
– Tengo hambre, papi -contesta sin inmutarse.
– Dentro de un ratito.
– Tengo hambre ahora. No puedo esperar.
– Más tarde.
– Ahora -exige con más insistencia, en un tono que no habría esperado nunca de una niña de cuatro años y medio. No se va a ir. Tengo que intentar un camino diferente.