– ¿Por qué no te metes un rato en la cama con mami y conmigo, corazoncito? -sugiero esperanzado, abandonado ya cualquier pensamiento sexual-. Me levantaré y te haré el desayuno en unos minutos. -Una hora con Ellis en la cama parece mucho mejor opción que levantarse ahora. Espero un poco de resistencia pero, para mi sorpresa, acepta. Se sube a la cama, pasa por encima de mi cabeza y se acomoda entre Lizzie y yo. Coño, tiene los pies helados. Lizzie murmura enfadada algo ininteligible cuando la toca.
Treinta segundos de silencio y empieza de nuevo.
– Por favor, quiero tostadas, papi -dice. Tengo que reconocer que puede ser irritante, pero al menos es educada.
– En un minuto -bostezo. Me vuelvo de lado, me tapo con el edredón y encojo el cuerpo para evitar el contacto con sus pies helados-. Deja que sigamos en la cama un poquito más.
Ella está de acuerdo pero no deja de hablar. Y hablar. Y sigue hablando. Cierro los ojos con fuerza y me cubro la cabeza con el edredón.
Al menos consigo permanecer veinte minutos más con Ellis en la cama antes de reconocer mi derrota y levantarme. Ahora estoy en la cocina, esperando a que el agua de la tetera hierva. Ambos estamos vestidos y Ellis ya tiene su desayuno, pero sigue hablando sin parar sobre nada en particular. Lizzie sigue en la cama. Ella puede seguir durmiendo pase lo que pase. Ya me gustaría poder hacer lo mismo.
Hace un frío terrible. Es imposible calentar este piso. Creo que es tan frío porque el resto del edificio está prácticamente vacío. Nosotros estamos en el lado izquierdo de la planta baja y todo el calor que genera nuestro anticuado sistema de calefacción simplemente sube y se pierde en los pisos vacíos que hay por encima del nuestro. Incluso he pensado en mudarnos a un piso de arriba para ver si hay alguna diferencia.
Cojo mi bebida y un cuenco de cereales, y me siento delante de la tele. No dan nada que valga la pena; sólo unos dibujos animados infames, programas de cocina y de temas domésticos, y espectáculos infantiles gritones que son un insulto a la inteligencia de los niños. Acabo en las noticias pero esta mañana incluso los titulares son aburridos (un estallido de violencia en la capital, un escándalo sexual en el que están implicado un político y su sobrino, más advertencias sobre el cambio climático y la muerte de un famoso). Esperaré a los deportes. Normalmente los dan justo antes de la hora en punto.
Joder, ahora ya se han levantado todos los niños. ¿Por qué se tienen que levantar tan temprano? En los días que tienen que ir a la escuela hay que sacarlos de la cama. Sólo llevan levantados un par de minutos y ya oigo que Ed y Josh se están peleando. Cierro los ojos y espero a que se ensañen conmigo. Sólo es cuestión de tiempo.
– Quiero ver el Canal 22 -dice Ed entrando en estampida. ¿Es que toda su vida gira alrededor de la tele?
– Yo estoy viendo esto -contesto con rapidez, enfadado porque me han molestado.
– ¿Con los ojos cerrados? -pregunta desdeñoso, con un tono tan irritante que hace que me den ganas de abofetearlo.
– Sí, con los ojos cerrados -contesto en el mismo tono-. Estoy esperando para ver una cosa.
– Pero es que yo necesito ver el Canal 22, papá -lloriquea.
– Míralo en tu habitación -le sugiero con sensatez. Las últimas navidades le compramos a Ed una tele y casi no utiliza el maldito aparato.
– Allí no puedo sintonizar el Canal 22.
– Lo siento, hijo, pero estoy viendo esto. Puedes volver cuando haya acabado.
– Eso no es justo -me grita-, nunca puedo ver mis programas.
Y una mierda. Pero si se pasa la mayor parte del tiempo frente a la caja tonta. ¿Cuántas veces lo hago yo? Ésta es mi tele y puedo ver lo que quiera, cuando quiera. No sé por qué pero me encuentro justificándome por ver cinco minutos de tele ante mi hijo de ocho años.
– Siempre estás viendo la tele. Es lo único que haces.
– No lo es. No es justo, nunca me dejas ver lo que quiero.
Empieza a sonar la sintonía de la información deportiva. Abro los ojos. Ed está justo delante de la tele.
– Mira, esto sólo dura cinco minutos. Deja que lo vea y después puedes cambiar el canal.
– Ahora es mi turno -salta Ellis. Ni siquiera me había dado cuenta de que estaba aquí. Ésta es la segunda vez que me lo hace en lo que va de día.
– No es tu turno -grita Ed-. Me toca a mí.
– Pero tú tienes tu propia tele. Yo no la tengo. Eso no es justo, ¿verdad, papi?
– Sí que es justo porque yo he preguntado primero.
– Yo le pregunté a mami anoche. Me dijo que esta mañana podría ver lo que quisiera. Me dijo que…
– ¡Queréis callaros los dos! -grito con la suficiente fuerza para que me oigan hasta en el último piso. Desesperado, dejo caer la cabeza entre las manos. A través de las ranuras entre mis dedos puedo ver la pantalla de la tele. La presentadora de deportes ya está en pantalla pero yo no puedo oír ni una maldita palabra de lo que está diciendo.
– Díselo, papá -ladra Ed de nuevo, no es capaz de dejarlo correr-. Dile que luego yo voy a ver mi programa.
– No, no podrás. Mami dijo que yo podría…
– No me importa. Papá ha dicho que…
– ¡Callaos! -corto-. Queréis cerrar los dos la boca.
– Empezó ella -lloriquea Ed.
– No, empezó él -contesta Ellis también con lágrimas en los ojos, y así continúan…
Ya está. Se ha acabado la información deportiva. Vaya maldita pérdida de tiempo. Menos de cinco minutos, eso es todo lo que quería. ¿Era pedir demasiado? Me levanto, apago la televisión y por un brevísimo instante el piso se queda completamente en silencio.
– Si yo no la puedo ver, no la verá nadie -les digo a los dos.
Durante otro segundo me miran fijamente en un sorprendido silencio. Entonces vuelven a empezar.
– Eso no es justo -chilla Ed con la cara roja de ira-. No puedes hacer eso.
– Acabo de hacerlo y ahora cállate.
De repente hay más ruido porque los dos empiezan a protestar al mismo tiempo. Gritan lo suficientemente alto para que Josh entre balanceándose y empiece también a gritar. Los ignoro a todos. Paso a su lado y me voy rápidamente al baño. Me siento en el sanitario. El pestillo de la puerta está roto y tengo que apoyar el pie contra ella para mantenerla cerrada y dejar a los niños fuera.
– Papá, ¿se lo dirás? -grita Ed desde el otro lado de la puerta del baño. Joder, ¿es que no hay escapatoria? ¿Qué tengo que hacer para tener un poco de calma y tranquilidad?-. Papá, Josh está jugando con el mando a distancia.
Me veo incapaz de darle una respuesta. Él sabe que estoy aquí pero no consigo hablarle. Apoyo el pie con un poco más de fuerza contra la puerta cuando Ed intenta abrirla y entrar.
– Papá… papá, sé que estás ahí.
Dejo que mi cabeza caiga hacia atrás y miro al techo. Por el rabillo del ojo puedo ver la ventana. Es bastante pequeña pero estamos en la planta baja y calculo que me podría deslizar por ella si lo intentase.
Joder, ¿en qué estoy pensando?
¿Estoy valorando realmente la posibilidad de huir de mi propia casa a través de la ventana del baño? Maldita sea, la vida tiene que ser algo más que esto.
III
Chris Spencer había estado pavimentando la entrada de Beechwood Avenue durante casi un día y medio y el trabajo no estaba ni mucho menos acabado. Era una chapucilla para Jackie, la amiga de una amiga de su novia. Había empezado ayer por la mañana y ahora, sábado al mediodía, había colocado las dos terceras partes del pavimento. Era un trabajo duro, físico, y hoy estaba solo porque su hermano lo había dejado tirado, que era el que lo ayudaba en este tipo de trabajos. El día era frío pero también seco. Había estado lloviendo a primera hora y se había estado preguntando si renunciar a su habitual sueñecito del sábado por la mañana valía el fajo de billetes que esperaba meterse en el bolsillo.