– Olvida lo que acabo de decir, Lauren. No eres una aparición, eso es todo.
– ¿Qué soy, entonces?
– Una mujer, una mujer muy guapa. Y ahora voy a darme una ducha.
Salió de la estancia sin volverse. Lauren acarició de nuevo la moqueta, encantada. Media hora más tarde, Arthur salió del cuarto de baño con vaqueros y un grueso jersey de cachemira, y manifestó su deseo de ir a devorar un buen trozo de carne. Ella le indicó que todavía eran las diez de la mañana, pero él replicó de inmediato que en Nueva York era la hora de ir a comer, y en Sidney, la de ir a cenar.
– Sí, pero no estamos ni en Nueva York ni en Sidney. Estamos en San Francisco.
– Eso no cambiará en absoluto el sabor de la carne que voy a comerme.
Ella quería que volviese a su auténtica vida y se lo dijo. Afortunadamente tenía una y debía aprovecharla, no abandonarlo todo por las buenas. Él le pidió que no dramatizara; después de todo, sólo se había tomado unos días. Sin embargo, en opinión de ella estaba metiéndose en un juego peligroso y sin salida.
– ¡Es increíble oír eso de boca de un médico! -explotó él-. Yo creía que la fatalidad no existe, que mientras hay vida hay esperanza, que todo es posible. ¿Por qué soy yo quien lo cree y no tú?
Lauren le respondió que precisamente porque ella era médico, porque reivindicaba ser lúcida, porque estaba convencida de que perdían el tiempo, el tiempo de Arthur, para hablar con propiedad.
– No debes aferrarte a mí. No tengo nada que ofrecerte, nada que darte, ni siquiera puedo prepararte un café, Arthur…
– ¡Mierda! Si no puedes prepararme un café, entonces sí que no hay futuro posible. Lauren, yo no me aferro a ti; de hecho, ni a ti ni a nadie. Yo no pedí encontrarte en el armario, simplemente estabas allí; así es la vida. Nadie te oye, nadie te ve ni se comunica contigo.
Tenía razón, prosiguió, al decir que ocuparse de su problema era arriesgado para los dos; para ella, por las falsas esperanzas que eso podía alimentar, y para él, «por el tiempo que tendré que dedicar y el caos que introducirá en mi vida, pero así es la vida». No tenía alternativa. Ella estaba allí, a su alrededor, en su apartamento, «que es también tu apartamento», se hallaba en una situación delicada y él la cuidaba, «que es lo que se hace en un mundo civilizado, aunque ello comporte riesgos». En su opinión, darle un dólar a un vagabundo al salir del supermercado era algo fácil, que no tenía mérito.
– Cuando se da de lo poco que se tiene es cuando se da de verdad.
Ella no sabía gran cosa de él, pero Arthur se consideraba un hombre exigente y estaba decidido a llegar hasta el final a toda costa.
Le pidió que respetara su derecho a ayudarla, arguyendo para convencerla que lo único que le quedaba de la vida auténtica era aceptar recibir. Si pensaba que no había reflexionado antes de meterse de lleno en aquella historia, estaba en lo cierto. No había reflexionado en absoluto.
– Porque mientras se calcula, mientras se analizan los pros y los contras, la vida pasa y no ocurre nada. No sé cómo, pero te sacaremos de ahí. Si hubieras tenido que morir, ya estarías muerta; yo estoy aquí precisamente para echarte una mano.
Arthur finalizó pidiéndole que aceptara su ayuda, si no por ella, al menos por todos aquellos a los que curaría pasados unos años.
– Podrías haber sido abogado.
– Debería haber sido médico.
– ¿Por qué no lo has sido?
– Porque mi madre murió demasiado pronto.
– ¿Cuántos años tenías?
– Muy pocos, y no me apetece hablar de ese asunto.
– ¿Por qué no quieres hablar de eso?
Arthur le recordó que era interna, no psicoanalista. No quería hablar de eso porque le resultaba doloroso y le ponía triste.
– El pasado es el que es, no tiene vuelta de hoja.
Dirigía un estudio de arquitectura y se sentía satisfecho.
– Me gusta lo que hago y me gustan las personas con las que trabajo.
– ¿Es tu jardín secreto?
– No. Un jardín no tiene nada de secreto; un jardín es todo lo contrario, es un don. No insistas, es algo que me pertenece.
Había perdido a su madre de muy joven, y a su padre todavía antes. Le habían dado lo mejor de sí mismos durante el tiempo que habían podido. Su vida era así; aquello había tenido sus ventajas y sus inconvenientes.
– Sigo teniendo mucha hambre, aunque no estemos en Sidney, así que voy a prepararme unos huevos con beicon.
– ¿ Quién te crió después de que murieran tus padres?
– No eres terca, ¿verdad?
– No, en absoluto.
– Todo eso no tiene ningún interés ni viene ahora a cuento.
– A mí sí que me interesa.
– ¿Qué es lo que te interesa?
– Lo que ocurrió en tu vida para que seas capaz de esto.
– ¿Capaz de qué?
– De plantarlo todo para ocuparte de la sombra de una mujer que no conoces. Y ni siquiera es por sexo…, así que me intriga.
– No vas a psicoanalizarme porque ni tengo ganas ni lo necesito. No hay ninguna zona oscura, ¿entendido? Hay un pasado de lo más concreto y definitivo por la sencilla razón de que ha pasado.
– ¿Así que no tengo derecho a conocerte?
– Sí, claro que tienes derecho, pero lo que quieres conocer es mi pasado, no a mí.
– ¿Tan difícil es de entender?
– No, pero es algo íntimo, no es locamente divertido, es largo y no es el tema que nos ocupa.
– No se nos va a escapar ningún tren. Acabamos de empalmar dos días y dos noches estudiando el coma, así que creo que podemos tomarnos un descanso.
– ¡Deberías haber sido abogado!
– ¡Sí, pero soy médico! Contéstame.
Arthur puso como excusa el trabajo. No tenía tiempo para contestarle. Se comió los huevos sin decir palabra, dejó el plato en el fregadero y se sentó de nuevo tras la mesa de trabajo. Se volvió hacia Lauren, que estaba sentada en el sofá.
– ¿Ha habido muchas mujeres en tu vida? -preguntó ella sin levantar la cabeza…
– Cuando se quiere no se cuenta.
– Y dices que no necesitas un psicoanalista… Bueno, y de las «que se cuentan», ¿ha habido muchas?
– ¿Cuántos hombres ha habido en la tuya?
– Yo he preguntado primero.
Arthur contestó que había tenido tres amores, uno de adolescente, otro de joven, y otro de «menos joven» en proceso de convertirse en hombre pero sin serlo aún del todo, porque en tal caso aún seguirían juntos. A ella le pareció una respuesta directa, honesta, pero enseguida quiso saber por qué aquello no había funcionado. Arthur pensaba que no había funcionado porque él era demasiado exigente.
– ¿Posesivo? -preguntó Lauren.
Él insistió en la palabra «exigente».
– Mi madre me atiborró de historias de amor ideal, y tener ideales es un gran inconveniente.
– ¿Por qué?
– Porque pone el listón muy alto.
– ¿Para el otro?
– No, para uno mismo.
A Lauren le hubiera gustado que desarrollara más la idea, pero Arthur prefirió no hacerlo por miedo a «parecer chapado a la antigua y resultar ridículo». Ella lo invitó a intentarlo. Consciente de que no tenía ninguna posibilidad de convencerla de que cambiaran de tema, hizo el primer intento:
– Identificar la felicidad cuando está a los pies de uno, tener el valor y la determinación de agacharse para tomarla entre los brazos… y conservarla. Eso es la inteligencia del corazón. La inteligencia a secas, prescindiendo de la del corazón, no es más que lógica, y eso no es gran cosa.
– ¡Entonces fue ella quien te dejó!
Arthur no respondió.
– Y aún no te has repuesto.
– Oh, sí, me he repuesto. Pero no estaba enfermo.
– ¿No supiste amarla?
– Nadie es propietario de la felicidad. A veces se tiene la suerte de ser inquilino, pero hay que ser muy cumplidor en el pago del alquiler, porque de lo contrario te desalojan enseguida.