– Sobre esto, sobre el pasado -contestó ella.
Paul esperaba que Arthur se dignara dirigirse finalmente a él, pero éste parecía seguir conversando con su invisible compañera, así que se decidió a interrumpirlos.
– Bueno, ¿me necesitas todavía? Porque, si no, me vuelvo a San Francisco. Hay trabajo en el despacho, y además tus conversaciones con Fantomas me ponen nervioso.
– Podrías tener una mente menos cerrada, ¿no?
– ¿Cómo dices? Creo que no he oído bien. ¿Acabas de decirle al tipo que te ha ayudado a mangar un cuerpo de un hospital un domingo por la noche, con una ambulancia robada, y que se toma un café italiano a cuatro horas de distancia de su casa sin haber dormido en toda la noche, que podría tener una mente menos cerrada? ¡Tú estás pirado!
– No quería decir eso.
Paul no sabía qué había querido decir, pero prefería irse antes de que tuvieran una enganchada.
– Porque podría ocurrir, ¿sabes?, y sería una lástima, teniendo en cuenta todos los esfuerzos hechos hasta ahora.
Arthur, preocupado, le preguntó a su amigo si no estaba demasiado cansado para emprender el camino de vuelta. Éste lo tranquilizó. Con el «café italiano» (insistió irónicamente en el término) que acababa de tomarse, disponía al menos de veinticuatro horas de autonomía antes de que el cansancio se atreviera a posarse sobre sus párpados. Arthur no hizo caso del sarcasmo. A Paul, por su parte, le preocupaba dejar a su amigo sin coche en aquella casa abandonada.
– Está el viejo Ford en el garaje.
– ¿Cuándo circuló por última vez ese cacharro?
– ¡Hace mucho!
– ¿Y arrancará?
– Seguramente. Cargaré la batería y arrancará.
– ¡Seguramente! Además, después de todo, si te quedas en la estacada aquí ya espabilarás. Yo ya he hecho bastante por esta noche.
Arthur acompañó a Paul hasta el coche.
– No te preocupes más por mí, ya has hecho mucho.
– Pues claro que me preocupo por ti. En circunstancias normales te dejaría solo en esta casa, angustiado con la idea de que podría haber fantasmas. ¡Pero es que tú te traes el tuyo!
– ¡Lárgate!
Paul puso el motor en marcha. Antes de irse, bajó el cristal de la ventanilla.
– ¿Estás seguro de que todo va a ir bien?
– Sin duda.
– Bueno, pues entonces me voy.
– Paul…
– ¿Qué?
– Gracias por todo lo que has hecho.
– No ha sido nada.
– Sí, ha sido mucho. Te has arriesgado por mí sin entender nada, simplemente por lealtad y amistad. Eso es mucho, y yo lo sé.
– Ya sé que lo sabes. Bueno, me voy, si no, todavía soltaremos una lagrimita. Cuídate y llámame al despacho para contarme cómo va todo.
Arthur se lo prometió y el automóvil se perdió rápidamente detrás de la colina. Lauren apareció en la escalera de la entrada.
– Bien -dijo-, ¿me enseñas la propiedad?
– ¿Por dónde empezamos, por dentro o por fuera?
– Antes de nada, ¿dónde estamos?
– Estás en la casa de Lili.
– ¿Quién es Lili?
– Lili era mi madre. Aquí es donde yo pasé la mitad de mi infancia.
– ¿Hace mucho que murió?
– Sí, mucho.
– ¿Y no habías vuelto nunca aquí?
– Nunca.
– ¿Porqué?
– Entra. Hablaremos de eso más tarde, después de la visita.
– ¿Por qué? -insistió Lauren.
– Había olvidado que eres la reencarnación de una mula. ¿Por qué esto, por qué lo otro?…
– ¿He sido yo quien te ha hecho venir?
– Tú no eres el único fantasma de mi vida -dijo Arthur en voz baja.
– Se te hace difícil estar aquí.
– Difícil no es la palabra. Digamos más bien que es importante para mí.
– ¿Y lo has hecho por mí?
– Lo he hecho porque había llegado el momento de intentarlo.
– ¿De intentar qué?
– Abrir la maleta negra.
– ¿Te importa decirme qué hay en esa maleta negra?
– Recuerdos.
– ¿Tienes muchos aquí?
– Casi todos. Era mi casa.
– ¿Y después de aquí?
– Después me las arreglé para que el tiempo pasara muy deprisa. Crecí completamente solo.
– ¿Tu madre murió de repente?
– No, murió de cáncer. Ella lo sabía, pero para mí sí que fue muy repentino. Acompáñame, voy a enseñarte el jardín.
Salieron los dos y Arthur llevó a Lauren hasta el mar, que bordeaba el jardín. Se sentaron al borde de las rocas.
– Si supieras cuántas horas he pasado sentado aquí con ella… Contaba las crestas de las olas, haciendo apuestas. Veníamos con frecuencia a ver la puesta de sol. Mucha gente de por aquí se pasa una media hora en la playa para presenciar el espectáculo. Cada día es distinto. Debido a la temperatura del mar, al aire, a montones de cosas, los colores del cielo nunca son iguales. De la misma forma que en las ciudades la gente vuelve a casa a una hora determinada para ver el telenoticias, aquí la gente sale para ver la puesta de sol. Es un ritual.
– ¿Viviste mucho tiempo aquí?
– Cuando ella murió era un niño, sólo tenía diez años.
– ¡Esta tarde me traerás a ver la puesta de sol!
– Aquí es obligatorio -dijo él sonriendo.
Detrás de ellos, la casa comenzaba a brillar, iluminada por la claridad de la mañana. La fachada que daba al mar estaba deteriorada, pero la construcción en su conjunto había resistido bien el paso de los años. Desde el exterior, nadie hubiera creído que llevaba tanto tiempo durmiendo.
– Ha aguantando bien -comentó Lauren.
– Antoine era un maniático del mantenimiento. Jardinero, maestro del bricolaje, pescador, niñera, guarda de la casa… Era un escritor que había venido a parar aquí y al que mamá había dado albergue. Vivía en el pequeño anexo. Antes de que papá sufriera el accidente de avión, era amigo de mis padres. Yo creo que siempre estuvo enamorado de mamá, incluso cuando papá aún estaba aquí. Y sospecho que acabaron por ser amantes, pero mucho más tarde. Los dos hablaban poco, al menos mientras yo estaba despierto, pero entre ellos había una gran complicidad. Se comprendían con la mirada. Curaron en sus silencios comunes toda la violencia de sus respectivas vidas. Reinaba entre ellos un sosiego que resultaba desconcertante, como si se hubieran impuesto el deber de no experimentar nunca más rabia o rebeldía.
– ¿Qué ha sido de él?
Refugiado en el despacho, la estancia donde habían instalado el cuerpo de Lauren, había sobrevivido diez años a Lili. Antoine se había pasado el final de su vida manteniendo la casa. Lili le había dejado dinero; su estilo era preverlo todo, incluso lo imprevisible. Antoine se le parecía en eso. Murió en el hospital a principios de un invierno. Una mañana soleada y fresca, se había despertado cansado. Mientras engrasaba los goznes de la puerta de entrada, había sentido un dolor sordo en el pecho. Había avanzado entre los árboles buscando el aire que le faltaba. El viejo pino bajo en el que dormía la siesta en primavera y verano lo había acogido bajo sus ramas cuando, incapaz de sostenerse, acabó por caer. Atenazado por el dolor, se había arrastrado hasta la casa y había pedido auxilio a unos vecinos. Había sido trasladado al hospital de Monterrey, donde falleció el lunes siguiente. Se hubiera dicho que había preparado su partida. Tras su muerte, el notario se había puesto en contacto con Arthur para preguntarle qué había que hacer con la casa.
– Me dijo que se había quedado de piedra cuando vino aquí. Antoine lo había dejado todo en orden, como si fuera a irse de viaje el día que se encontró mal.
– Tal vez pensaba hacerlo.
– ¿Antoine, irse de viaje? No, qué va… Si para conseguir que fuera a Carmel de compras había que empezar a negociar con él varios días antes… No, yo creo que tuvo el instinto de los elefantes viejos, que presintió que le llegaba la hora; o quizá ya había tenido bastante y se abandonó.