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Para explicar su punto de vista, se remitió a la respuesta de su madre a una pregunta que un día él le había hecho sobre la muerte. Arthur quería saber si las personas mayores tenían miedo de morir, y ella le había dado la siguiente respuesta, que tenía muy fresca en la memoria: «Cuando has pasado un buen día, te has levantado temprano para acompañarme a pescar, has corrido y has trabajado en los rosales con Antoine, al llegar la noche estás cansado y, aunque habitualmente no te gusta nada irte a la cama, te sientes feliz de meterte entre las sábanas para conciliar el sueño. Esas noches no tienes miedo de dormirte.

»Pues bien, la vida es en cierto modo como uno de esos días. Al principio experimentamos cierta tranquilidad diciéndonos que un día descansaremos. Quizá porque, con el tiempo, el cuerpo nos impone las cosas con menos facilidad. Todo se vuelve más difícil y fatigoso, así que la idea de dormirse para siempre ya no da miedo como antes.»

– Mamá ya estaba enferma y creo que sabía de lo que hablaba.

– ¿Qué le dijiste tú?

– Me agarré a su brazo y le pregunté si estaba «cansada». Ella sonrió. En fin, lo que quería decir con todo esto es que no creo que Antoine estuviera cansado de vivir, en el sentido depresivo; yo creo que había adquirido una forma de sabiduría.

– Como los elefantes -dijo Lauren en voz baja.

Se encaminaron hacia la casa, pero Arthur, sintiéndose preparado para entrar en la rosaleda, se desvió.

– Por aquí vamos al corazón del reino, la rosaleda…

– ¿Por qué es el corazón del reino?

¡Era el Lugar! A Lili le entusiasmaban las rosas. Era el único tema sobre el que había discutido con Antoine.

– Mamá conocía absolutamente todas las flores. No podías cortar ni una sola sin que ella se diera cuenta.

Había una cantidad inimaginable de variedades. Ella pedía esquejes por catálogo y disfrutaba cultivando especies del mundo entero, sobre todo si en la descripción se especificaba que el desarrollo de la planta requería unas condiciones climáticas muy distintas de las de allí. Era un reto desmentir a los floricultores y lograr que esos esquejes prosperaran.

– ¿Tantas había?

Él había contado hasta ciento treinta y cinco. Durante una lluvia torrencial, su madre y Antoine se habían levantado a media noche, habían ido corriendo al garaje y agarrado una lona que debía de medir diez metros de ancho por treinta de largo. Antoine había enganchado tres de las puntas de la lona en lo alto de unos palos, y la última la habían sostenido los dos con las manos, subidos uno en un taburete y el otro en una silla de árbitro de tenis. Habían pasado así parte de la noche, sacudiendo aquel paraguas gigante cuando resultaba demasiado pesado por la cantidad de agua acumulada. La tormenta había durado más de tres horas.

– Si hubiera habido un incendio dentro de la casa, estoy seguro de que no habrían estado tan excitados. Si los hubieses visto al día siguiente… Estaban destrozados.

Pero, eso sí, la rosaleda se había salvado.

– ¡Mira! -dijo Lauren al entrar en el jardín-. ¡Todavía hay muchísimas!

– Sí, son rosas silvestres. Esas no le temen ni al sol ni a la lluvia, y conviene ponerse guantes para cortarlas porque están repletas de espinas.

Pasaron buena parte del día descubriendo y redescubriendo el inmenso jardín que rodeaba la casa. Arthur le enseñó a Lauren los árboles, las inscripciones que había hecho en la corteza de algunos. Pasado un pino piñonero, le señaló el lugar donde se había roto la clavícula.

– ¿Cómo fue?

– Estaba maduro y caí del árbol.

Y el día transcurrió sin que se dieran cuenta. A la hora prevista, fueron de nuevo a la orilla del mar, se sentaron en las rocas y contemplaron ese espectáculo que gente de todo el mundo va a ver. Lauren abrió los brazos y exclamó:

– ¡Miguel Ángel está en forma esta tarde!

Arthur la miró sonriendo. La noche cayó muy deprisa. Se refugiaron en la casa. Arthur se ocupó de «los cuidados del cuerpo» de Lauren. Luego encendió la chimenea del saloncito, donde se instalaron ambos después de que él hubiera tomado una cena ligera.

– Y esa maleta negra que has mencionado antes, ¿qué es?

– ¡No se te escapa nada!

– Presto atención, simplemente.

– Es una maleta que pertenecía a mamá. Ahí guardaba todas sus cartas y todos sus recuerdos. Creo que esa maleta contiene lo esencial de su vida.

– ¿Por qué lo crees?

Esa maleta era un gran misterio. Él podía disponer de toda la casa, salvo del armario donde estaba guardada. Prohibición expresa de acercarse.

– ¡Y te aseguro que no me hubiera arriesgado a hacerlo!

– ¿Dónde está?

– Ahí al lado, en el despacho.

– ¿Y no has venido nunca para abrirla? ¡No puedo creerlo!

Debía de contener toda la vida de su madre, y no había querido precipitar ese momento; se había dicho que tenía que ser adulto y estar dispuesto de verdad a exponerse a abrirla para comprender.

– Bueno, la verdad es que siempre me ha dado mucho miedo -confesó finalmente al observar la expresión escéptica de Lauren.

– ¿Por qué?

– No sé…, miedo de que cambie la imagen que he conservado de ella, miedo de que me invada la tristeza.

– ¡Ve a buscarla!

Arthur no se movió. Ella insistió en que fuera a buscarla, diciéndole que no tenía por qué tener miedo. Si Lili había metido toda su vida en una maleta, sin duda era para que un día su hijo supiese quién había sido. Ella no lo había querido para que viviera con el recuerdo de una imagen.

– El riesgo de amar es amar tanto los defectos como las cualidades, porque son indisociables. ¿De qué tienes miedo? ¿De juzgar a tu madre? No tienes alma de juez. No puedes fingir que el contenido de la maleta no existe, estás infringiendo su ley… ¡Te lo dejó para que lo sepas todo sobre ella, para prolongar lo que el tiempo no le dejó hacer, para que la conozcas de verdad, no sólo como niño, sino con tus ojos y tu corazón de hombre!

Arthur reflexionó unos instantes en lo que Lauren acababa de decirle. Se levantó sin dejar de mirarla, fue al despacho y abrió el famoso armario. Contempló la pequeña maleta negra que había ante él, sobre un estante, la agarró de la gastada asa y arrastró todo aquel pasado hacia el presente. De vuelta en el saloncito, se sentó en el suelo junto a Lauren y los dos se miraron como dos niños que acabaran de encontrar el tesoro de Barbarroja. Tras haber recobrado el aliento, empujó los dos pestillos y la tapa se abrió. La maleta rebosaba de sobres de todos los tamaños llenos de cartas y fotos; también había pequeños objetos: un avioncito de pasta de sal que Arthur había hecho un año para el Día de la Madre, un cenicero de arcilla con motivo de una Navidad, un collar de conchas de origen desconocido, su cuchara de plata y sus zapatitos de bebé. Una auténtica cueva de Alí Baba. En el interior de la tapa había una carta doblada y cerrada con una grapa. Lili había escrito el nombre de Arthur en grandes letras. Él la abrió.

Querido Arthur:

Por fin estás en tu casa. El tiempo cura todas las heridas, aunque nos deje algunas cicatrices. En esta maleta encontrarás todos mis recuerdos, los que tengo de ti y los de antes de que nacieras, todos los que no pude contarte porque todavía eras pequeño. Descubrirás a tu madre con otra mirada, te enterarás de muchas cosas; porque, además de ser tu madre, he sido una mujer, con mis miedos, mis dudas, mis fracasos, mis pesares y mis victorias. Para darte todos los consejos que te prodigaba, fue preciso también que me equivocara, cosa que me sucedió con frecuencia. Los padres son montañas que uno se pasa la vida escalando, sin saber que un día nosotros representaremos su papel.

No hay nada más complejo que educar a un hijo. Te pasas la vida entera dando todo lo que crees que es justo y sabiendo al mismo tiempo que estás constantemente equivocándote. Pero, para la mayoría de los padres, todo es amor, aun cuando a veces no se puede evitar cierto egoísmo. La vida no es un sacerdocio. El día que cerré esta pequeña maleta, temí decepcionarte. No te dejé tiempo de emitir juicios de adolescente. No sé qué edad tendrás cuando leas esta carta. Te imagino un apuesto joven de treinta años, tal vez un poco mayor. ¡Cómo me hubiera gustado vivir todos esos años a tu lado! Si supieras lo vacía que me deja la idea de no volver a verte por la mañana cuando abras los ojos, de no volver a oír el sonido de tu voz cuando me llames… Pensarlo me hace más daño que la enfermedad que me lleva tan lejos de ti.