Siempre he estado enamorada de Antoine, pero no he vivido ese amor por miedo. Miedo de tu padre, miedo de hacerle daño, miedo de destruir lo que había construido, miedo de confesarme que me había equivocado. Tuve miedo del orden establecido, miedo de volver a empezar, miedo de que no funcionara, miedo de que todo fuese un sueño. No vivirlo fue una pesadilla. Pensaba en él día y noche, y me lo prohibía.
Tras la muerte de tu padre, el miedo continuó: miedo de traicionar, miedo por ti. Todo aquello fue una inmensa mentira. Antoine me ha amado como toda mujer desearía ser amada al menos una vez en la vida. Y yo no he sabido corresponderle por culpa de una increíble cobardía. Yo disculpaba mis debilidades, me complacía en ese melodrama barato, y me negaba a ver que mi vida pasaba a toda velocidad y que yo pasaba por su lado. Tu padre era un hombre admirable, pero Antoine era para mí un hombre único; nadie me miraba como él, nadie me hablaba como él. A su lado, nada podía pasarme, me sentía protegida de todo. Él comprendía todos mis deseos y no cejaba hasta satisfacerlos. Toda su vida estaba basada en la armonía, la delicadeza, el saber dar, mientras que yo buscaba batallas como razón de existir y lo ignoraba todo del saber recibir. Estaba aterrorizada, me obligaba a creer que esa felicidad era imposible, que la vida no podía ser tan agradable. Una noche, cuando tú tenías cinco años, hicimos el amor. Concebí un hijo y no lo conservé. Nunca se lo dije, pero estoy segura de que lo supo. Lo adivinaba todo de mí.
Quizás haya sido mejor así debido a lo que ahora me pasa, pero también creo que tal vez esta enfermedad no se habría desarrollado si hubiese estado en paz conmigo misma. Hemos vivido todos estos años a la sombra de mis mentiras, he sido hipócrita con la vida y ella no me lo ha perdonado. Ya sabes más cosas de tu madre. He dudado en contarte todo esto, he tenido miedo una vez más de que me juzgaras, pero ¿no te he enseñado que la peor mentira es mentirse a uno mismo? Hay muchas cosas que hubiera querido compartir contigo, pero no hemos tenido tiempo. Antoine no te ha criado por mi culpa, por culpa de mi ignorancia. Cuando supe que estaba enferma, ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Encontrarás muchas cosas en este batiburrillo que te dejo: fotos tuyas, mías, de Antoine, sus cartas… No las leas, me pertenecen; están aquí porque nunca he sido capaz de deshacerme de ellas. Te preguntarás por qué no hay fotos de tu padre. Las rompí todas una noche que me dejé llevar por la cólera y la frustración. Estaba furiosa conmigo misma.
He hecho las cosas lo mejor que he podido, cariño, lo mejor que ha podido esta mujer, con sus cualidades y sus defectos, pero debes saber que tú has sido toda mi vida, toda mi razón de vivir, lo más hernioso y lo más extraordinario que me ha sucedido. Rezo para que experimentes un día la sensación única de tener un hijo, porque entonces comprenderás muchas cosas.
Mi mayor orgullo es ser tu madre y seguir siéndolo siempre.
Te quiero.
Lili
Arthur dobló la carta y volvió a dejarla en la maleta. Lauren lo vio llorar, se acercó a él y enjugó sus lágrimas con el reverso del índice. El alzó los ojos, sorprendido, y toda su pena quedó borrada por la ternura de la mirada de ella, cuyo dedo comenzó a deslizarse hacia la barbilla con un movimiento oscilante. Arthur posó una mano en su mejilla, después alrededor de su nuca, y acercó la cara a la suya. Cuando sus labios se rozaron, ella retrocedió.
– ¿Por qué haces esto por mí, Arthur?
– Porque te quiero, y eso es cosa mía.
La tomó de la mano y la condujo al exterior de la casa.
– ¿Adonde vamos? -preguntó Lauren.
– Al mar.
– No, aquí, ahora -dijo ella, situándose frente a él y desabrochándole la camisa.
– Pero ¿cómo lo haces? Si no podías…
– No hagas preguntas. No lo sé.
Le quitó la camisa y le pasó las manos por la espalda. Arthur se sintió desconcertado. ¿Cómo se desnudaba a un fantasma? Ella sonrió, cerró los ojos y se quedó instantáneamente desnuda.
– Basta que piense en una prenda de vestir para que aparezca sobre mi cuerpo inmediatamente. Si supieras cómo he aprovechado esa capacidad…
Allí mismo, en el porche de la casa, enlazó a Arthur y lo besó.
El alma de Lauren fue penetrada por su cuerpo de hombre y entró a su vez en el cuerpo de Arthur, invadiéndolo mientras duró el abrazo, como en la magia de un eclipse… La maleta estaba abierta.
12
El inspector Pilguez se presentó en el hospital a las once. La enfermera jefe de guardia había llamado a la comisaría nada más empezar su turno, a las seis de la mañana. Una paciente en coma había desaparecido del hospital; se trataba de un secuestro.
Pilguez había encontrado la nota sobre su mesa al llegar y se había encogido de hombros, preguntándose por qué siempre le tocaban a él esa clase de asuntos. Había despotricado ante Nathalia, la encargada de repartir los casos en la Central.
– Oye, guapa, ¿te he hecho yo algo para que me asignes semejantes casos un lunes por la mañana?
– Habrías podido afeitarte mejor para empezar la semana -había contestado ella con una amplia sonrisa culpable.
– Una respuesta interesante. ¡Espero que le tengas cariño a tu silla giratoria, porque presiento que va a pasar mucho tiempo antes de que la dejes!
– ¡Eres un monumento a la amabilidad, George!
– ¡Sí, exacto, y eso me da derecho a elegir los palomos que me van a cagar encima!
Y había dado media vuelta. Empezaba una mala semana; aunque, para ser exactos, empalmaba con otra mala semana que había acabado dos días antes.
Para Pilguez, una buena semana estaría compuesta de días en los que sólo llamaran a los polis para resolver problemas de vecindad o de respeto al Código Civil. La existencia de la Brigada Criminal era un despropósito, pues significaba que en aquella ciudad había bastantes perturbados para matar, violar, robar y, ahora, secuestrar a personas en coma que estaban en el hospital. A veces pensaba que después de treinta años de profesión debería haberlo visto todo, pero cada semana ampliaba los límites de la demencia humana.
– ¡Nathalia! -gritó desde su despacho.
– ¿Sí, George? -dijo la encargada del reparto-. ¿No ha ido bien el fin de semana?
– ¿Podrías bajar a buscarme unos donuts?
Ella, con los ojos clavados en la barandilla de la comisaría mientras mordisqueaba el bolígrafo, hizo un gesto negativo con la cabeza.
– ¡Nathalia! -volvió a gritar el inspector.
Ella estaba copiando las referencias de los informes de la noche en el espacio reservado a tal efecto. En parte porque las casillas eran demasiado pequeñas y en parte porque el jefe del distrito séptimo, su superior, como ella lo llamaba irónicamente, era un maniático, se esforzaba en hacer una letra minúscula para no salirse de los recuadros.
– Sí, George, dime que te jubilas esta noche -contestó sin levantar siquiera la cabeza.
Pilguez se levantó de un salto y se plantó delante de ella.
– ¡Eso es una crueldad!
– ¿Por qué no te compras algo con lo que desahogarte?
– Porque para desahogarme te tengo a ti. Eso justifica el cincuenta por ciento de tu sueldo.