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– El mañana es un misterio para todo el mundo, y ese misterio debe provocar risa y deseo, no miedo ni rechazo.

Le besó los párpados, le tomó una mano entre las suyas, se pegó a su espalda. La noche profunda se alzó sobre ellos.

Estaba arreglando el interior del maletero del viejo Ford cuando vio levantarse polvo en la parte alta del jardín. Pilguez bajó por el camino y detuvo el vehículo delante del porche.

– Buenos días, ¿puedo hacer algo por usted? -preguntó Arthur.

– Vengo de Monterrey. La agencia inmobiliaria me dijo que esta casa estaba desocupada, y como estoy buscando algo para comprar en esta zona, he venido a ver, pero parece que he llegado demasiado tarde.

Arthur contestó que ni había sido comprada ni estaba en venta. Era la casa de su madre y acababa de abrirla de nuevo. Agobiado por el calor, le ofreció un refresco, pero el poli declinó la invitación diciendo que no quería entretenerlo. Arthur insistió y le propuso que tomara asiento en la galería; él volvería enseguida. Cerró el maletero, se metió en la casa y regresó con una bandeja en la que había dos vasos y una gran botella de limonada.

– Es una casa muy bonita -comentó Pilguez-. Supongo que no debe de haber muchas como ésta en la zona.

– No lo sé. Llevaba años sin venir.

– ¿Qué le ha hecho volver de repente?

– Creo que había llegado el momento. Me crié aquí, y después de la muerte de mi madre nunca me había sentido con fuerzas para volver, pero de pronto se convirtió en una necesidad.

– ¿Así, sin más?

Arthur empezó a encontrarse incómodo. Aquel desconocido le hacía unas preguntas demasiado personales, como si supiera algo que no quería revelar. Se sintió manipulado. No lo relacionó con Lauren, sino que pensó que se trataba de uno de esos promotores que intentan establecer vínculos con sus futuras víctimas.

– En cualquier caso -respondió-, nunca me desprenderé de ella.

– Hace bien. La casa familiar no debe venderse; a mí me parece un sacrilegio.

Arthur empezaba a sospechar algo, y Pilguez intuyó que había llegado el momento de dar marcha atrás. Iba a dejarlo para que fuera a hacer sus compras; además, él también tenía que ir al pueblo «para buscar otra casa». Le dio las gracias por el recibimiento y la bebida, se despidió efusivamente y se alejó en su coche.

– ¿Qué quería? -preguntó Lauren, que acababa de aparecer en el porche.

– Según él, comprar esta casa.

– No me gusta esto.

– A mí tampoco, pero no sé por qué.

– ¿Crees que es un poli?

– No. Me parece que estamos paranoicos, porque no sé cómo hubieran podido encontrar nuestro paradero. Me inclino más bien a pensar que es un promotor o un agente inmobiliario que quería tantear el terreno. No te preocupes, ¿te quedas o te vienes?

– Voy contigo -contestó ella.

Veinte minutos después de que se hubieran marchado, Pilguez bajó de nuevo a pie.

Una vez delante de la casa, comprobó que la puerta de entrada estaba cerrada con llave y comenzó a dar la vuelta a la edificación. Aunque no había ninguna ventana abierta, sólo estaban cerrados los postigos de un cuarto. Una sola habitación cerrada era suficiente para que el viejo policía sacara conclusiones.

No se entretuvo más tiempo allí y volvió rápidamente al coche.

Marcó el número de Nathalia en el móvil. La conversación fue larga. Pilguez le contó que seguía sin tener ni pruebas ni indicios, pero que su instinto le decía que Arthur era culpable. Nathalia no puso en duda su perspicacia; el problema era que Pilguez no disponía de una orden judicial que le permitiera hostigar a un hombre sin un móvil verosímil.

Estaba seguro de que la clave del enigma residía en el motivo. Y debía de ser muy importante para que un hombre aparentemente equilibrado, sin necesidad especial de dinero, se expusiera de esa forma. Pero Pilguez no encontraba la clave de la solución. Había considerado todos los motivos clásicos, pero ninguno de ellos se sostenía.

Entonces se le ocurrió la idea del faroclass="underline" proclamar una mentira para descubrir la verdad, pillar desprevenido al sospechoso y tratar de sorprender una reacción o una actitud que corroborara o desmintiera sus dudas. Puso el motor en marcha, entró en la propiedad y aparcó delante del porche.

Arthur y Lauren llegaron una hora más tarde. Cuando el primero salió del Ford, miró a Pilguez directamente a los ojos y éste se dirigió hacia él.

– ¡Dos cosas! -dijo Arthur-. ¡La primera, que esta casa no está ni estará en venta! ¡La segunda, que es una propiedad privada!

– Lo sé, y me da absolutamente lo mismo que esté en venta o no lo esté. Ya es hora de que me presente. -Le mostró la placa y añadió-: Tengo que hablar con usted.

– ¡Creo que eso es lo que está haciendo!

– Tranquilamente.

– Tengo tiempo.

– ¿Podemos entrar?

– ¡Sin una orden, no!

– Hace mal en adoptar esa actitud.

– Usted ha hecho mal en mentirme. Yo le he recibido en mi casa y le he invitado a beber.

– ¿Podemos al menos sentarnos en el porche?

– Podemos. Pase delante.

Se sentaron en el balancín.

Lauren, de pie ante la escalinata, estaba aterrorizada. Arthur le hizo un guiño para tranquilizarla y darle a entender que controlaba la situación y que no había que preocuparse.

– ¿Qué puedo hacer por usted? -le preguntó al policía.

– Explicarme su motivo. Ahí es donde me quedo bloqueado.

– ¿Mi motivo para qué?

– Voy a ser muy franco. Sé que es usted.

– Aún a riesgo de parecerle un poco tonto, le diré que, efectivamente, soy yo. Yo soy yo desde que nací; nunca he padecido esquizofrenia. ¿De qué demonios habla?

Quería hablarle del cuerpo de Lauren Kline, que él había robado del Memorial Hospital durante la noche del domingo al lunes con ayuda de un cómplice y utilizando una vieja ambulancia. Le informó que la ambulancia había sido encontrada en un taller de reparación de carrocerías. Siguiendo con su táctica, afirmaba estar convencido de que el cuerpo estaba allí, en aquella casa, más concretamente en la única habitación con los postigos cerrados.

– Lo que no entiendo es por qué, y no puedo parar de darle vueltas.

Le faltaba poco para jubilarse y lo que menos le apetecía era acabar su carrera con un enigma sin resolver. Quería descubrir los pormenores de aquel caso.

Lo único que le interesaba era saber por qué lo había hecho.

– Me importa un carajo meterlo entre rejas. Llevo toda la vida enchironando a la gente, total, para que salgan al cabo de unos años y vuelvan a empezar. Por un delito así le caerán cinco años como máximo, así que no voy ni a molestarme, pero quiero conocer el motivo.

Arthur fingió no comprender una sola palabra de lo que decía el policía.

– ¿Qué es toda esa historia de cuerpos y ambulancias?

– Intentaré robarle el menos tiempo posible. ¿Acepta dejarme entrar en la habitación de los postigos cerrados sin una orden de registro?

– ¡No!

– ¿Y por qué, si no tiene nada que ocultar?

– Porque esa habitación, como usted dice, era el dormitorio y el despacho de mi madre y está cerrada desde que ella murió.

»Es el único sitio donde no he tenido valor para entrar, y por eso están cerrados los postigos. Hace más de veinte años que esa estancia está cerrada, y no cruzaré el umbral de esa puerta si no estoy solo y preparado para hacerlo, ni siquiera para evitar que usted imagine una solución para su rocambolesca historia. Espero haber sido claro.

– Su explicación es lógica. En fin, me voy a marchar…

– Exacto, váyase, tengo que vaciar el maletero.

Pilguez se dirigió hacia su coche. Mientras abría la portezuela, se volvió y miró a Arthur directamente a los ojos, vaciló un instante y decidió llevar hasta el final el farol que se había marcado.