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– Venga -dijo Arthur dirigiéndose a Pilguez-, vamos al salón. Voy a contárselo todo.

Los dos hombres se sentaron en el gran sofá y Arthur contó toda la historia, desde aquella primera noche en su apartamento, cuando una desconocida que estaba escondida en el armario le había dicho: «Lo que voy a decirle cuesta de entender y resulta imposible de admitir, pero si tiene la bondad de escuchar mi historia, si tiene la bondad de confiar en mí, entonces quizás acabe creyéndome, y es muy importante, porque usted es, sin saberlo, la única persona del mundo con quien puedo compartir este secreto.»

Pilguez lo escuchó sin interrumpirlo ni una sola vez. Mucho más tarde, cuando hubo acabado su relato, Arthur se levantó del sillón y observó a su interlocutor.

– Ya ve, inspector, con semejante historia va a tener que añadir otro loco a su colección.

– ¿Está aquí, con nosotros? -preguntó Pilguez.

– Sentada en el sillón que se encuentra frente a usted, y está mirándolo.

Pilguez se frotó la corta barba meneando la cabeza.

– Claro -dijo-, claro.

– ¿Qué va a hacer ahora? -preguntó Arthur.

¡Iba a creerlo! Y si Arthur se preguntaba por qué, la respuesta era muy simple. Porque para inventarse semejante historia y correr los riesgos que él había corrido, no había que estar chiflado, había que estar completamente demente. Y el hombre que le había hablado en la mesa de la historia de la ciudad a la que él servía desde hacía más de treinta años no tenía nada de demente.

– Su historia tiene que ser cierta de cabo a rabo para que haya montado todo esto. Yo no creo mucho en Dios, pero sí creo en el alma humana; además, estoy al final de mi carrera y sobre todo tengo ganas de creerle.

– Entonces, ¿qué va a hacer?

– ¿Puedo llevarla al hospital en mi coche sin que corra ningún peligro?

– Sí-dijo Arthur con voz angustiada.

Entonces, tal como le había prometido, lo sacaría de aquel apuro.

– ¡Pero yo no quiero separarme de ella! ¡No quiero que le apliquen la eutanasia!

Esa era otra batalla.

– Yo no puedo hacerlo todo, amigo.

Ya iba a exponerse devolviendo el cuerpo, y sólo tenía la noche y tres horas de carretera para que se le ocurriese una razón convincente que explicara el hecho de haber encontrado a la víctima sin haber identificado al secuestrador. Como la chica estaba con vida y no había sufrido ninguna sevicia, creía que podría arreglárselas para que el expediente fuera a parar al cajón de los casos archivados. Era lo único que podía hacer.

– Pero ya es mucho, ¿no?

– Sí, lo sé -dijo Arthur, agradecido.

– Les dejaré la noche para los dos y pasaré mañana por la mañana, hacia las ocho. Prepárelo todo para el viaje.

– ¿Por qué hace esto?

– Ya se lo he dicho: porque usted me cae bien. Nunca sabré si su historia es real o si la ha soñado. Pero, en cualquier caso, siguiendo la lógica de su razonamiento, ha actuado en interés de ella. Casi podría afirmarse que era legítima defensa, aunque otros lo llamarían asistencia a persona en peligro; a mí me da igual. El valor es patrimonio de quienes actúan bien o lo mejor posible en el momento en que hay que actuar, sin calcular las consecuencias que de ello se puedan derivar. Bueno, ya está bien de charla, aproveche el tiempo que le queda.

El policía se levantó, y Arthur y Lauren lo siguieron. Un violento vendaval los acogió cuando abrieron la puerta de la casa.

– Hasta mañana -dijo Pilguez.

– Hasta mañana -contestó Arthur con las manos en los bolsillos.

El inspector desapareció en la tormenta.

Arthur no durmió, y al amanecer fue al despacho. Preparó el cuerpo de Lauren, luego subió a su habitación a hacer la maleta, cerró los postigos de toda la casa y la bombona de gas y cortó la electricidad. Tenían que volver al apartamento de San Francisco. Lauren no podía permanecer lejos de su cuerpo mucho tiempo sin sentir un gran cansancio. Habían hablado del asunto durante la noche y estaban convencidos de que sería así. Cuando Pilguez se hubiera llevado el cuerpo, emprendería también el regreso.

Pilguez se presentó a la hora acordada. En un cuarto de hora, Lauren fue envuelta en mantas e instalada en el asiento trasero del coche del policía. A las nueve, la casa estaba cerrada, sin ningún ocupante, y los dos vehículos iban camino de la ciudad. El inspector llegó al hospital hacia mediodía; Arthur y Lauren entraron en el apartamento más o menos a la misma hora.

15

Pilguez cumplió su promesa. Dejó a su pasajera inerte en el servicio de urgencias. Menos de una hora más tarde, el cuerpo de Lauren se hallaba instalado en la habitación de donde había sido secuestrado. El inspector fue a la comisaría y se dirigió directamente al despacho del director. Nadie supo jamás el contenido de la conversación que mantuvieron los dos hombres, que duró dos largas horas, pero al salir de la estancia, el inspector fue a ver a Nathalia con un grueso expediente bajo el brazo, dejó caer la carpeta sobre su mesa y, mirándola fijamente a los ojos, le ordenó que guardase inmediatamente aquellos documentos en el cajón de los «casos dormidos».

Arthur y Lauren se instalaron en el apartamento de Green Street. Pasaron la tarde en La Marina, paseando por la orilla del mar. El hecho de que nada indicara que el procedimiento de eutanasia seguiría su curso les hizo concebir cierta esperanza. Después de todos aquellos acontecimientos, quizá la madre de Lauren se replanteara su decisión. Cenaron en el Perry's y regresaron hacia las diez para ver una película en la tele.

La vida recuperó su normalidad, y a medida que pasaban los días, cada vez recordaban con menos frecuencia la situación que tanto les preocupaba.

Arthur aparecía de vez en cuando por su despacho para firmar papeles. El resto del día lo pasaban juntos, yendo al cine, paseando durante horas por las alamedas del Golden Gate Park. Un fin de semana fueron a Tiburón, a la casa que un amigo de Arthur le prestaba cuando se iba a Asia. La primera parte de otra semana la dedicaron a hacer vela en la bahía, navegando de una cala a otra.

Asistían a multitud de espectáculos en la ciudad: music-hall, ballets, conciertos y teatro. Las horas transcurrían como en unas largas vacaciones en las que todos los caprichos están permitidos. Vivir el instante presente, al menos por una vez sin planear, ocultando el mañana. Sin pensar en nada más que en lo que sucede. La teoría de los segundos, como ellos decían. La gente tomaba a Arthur por loco al verlo hablar solo o caminar con un brazo levantado en horizontal. En los restaurantes que frecuentaban, los camareros estaban acostumbrados a la presencia de aquel hombre que, sentado solo a la mesa, de pronto hacía el gesto de asir una mano invisible para todos y besarla, hablaba solo en voz baja y se hacía a un lado en el umbral de la puerta para dejar paso a una persona inexistente. Unos pensaban que había perdido la razón; otros, que imaginaba estar con su esposa fallecida. Arthur ya no intentaba disimular; saboreaba cada uno de esos instantes que tejían la red de su amor. En el espacio de unas semanas se habían convertido en cómplices y amantes y compartían su vida. Paul ya no se preocupaba; había aceptado que su amigo estaba atravesando una crisis. Tranquilizado por el hecho de que el secuestro no hubiera tenido consecuencias, se ocupaba de la gestión del estudio convencido de que antes o después su socio se recuperaría y las aguas volverían a su cauce. No tenía prisa. Lo importante era que aquel a quien llamaba hermano mejorara o se restableciera por completo, cualquiera que fuese el mundo en el que vivía.

Transcurrieron así tres meses sin que nada fuera a turbar su intimidad. Aquello sucedió un martes por la noche. Se habían acostado tras pasar una velada apacible en casa. Después de los abrazos cómplices, habían compartido las últimas líneas de una novela que leían juntos, pues él tenía que pasarle las páginas. Se habían dormido tarde, uno en brazos de otro.