Hacia las seis de la mañana, Lauren se incorporó de un salto y llamó a Arthur gritando. Éste se despertó sobresaltado y le sorprendió verla sentada con las piernas cruzadas, la tez pálida y cristalina.
– ¿Qué pasa? -preguntó con la voz llena de inquietud.
– Abrázame, por favor, deprisa.
El lo hizo inmediatamente y ella, antes de que le repitiera la pregunta, acercó una mano a su mejilla oscurecida por la barba incipiente y la acarició, deslizando luego los dedos hacia su barbilla y rodeándole la nuca con una ternura infinita. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Ha llegado el momento, amor mío, me llevan, estoy desapareciendo -le dijo Lauren.
– ¡No! -se rebeló él, estrechándola todavía con más fuerza.
– ¡Dios mío, no quiero dejarte! Antes de que empezara esta vida contigo, ya estaba deseando que no acabara jamás.
– ¡No puedes irte, no debes, resístete, te lo suplico!
– No digas nada y escúchame, presiento que tengo poco tiempo. Me has dado algo que yo ni sospechaba que existiera; antes de vivir a través de ti no imaginaba que el amor pudiera aportar tantas cosas sencillas. Nada de lo que viví antes de conocerte valía uno solo de los segundos que hemos pasado juntos. Quiero que siempre sepas hasta qué punto te he amado; no sé hacia qué tierras parto, pero si existe un más allá, seguiré amándote con toda esta fuerza y esta alegría con las que has llenado mi vida.
– ¡No quiero que te vayas!
– Chisss…, no digas nada, escúchame.
Y mientras hablaba, su figura adquiría transparencia. Su piel se tornaba clara como el agua. Los brazos de Arthur se cerraban sobre un vacío que poco a poco iba creándose. Le daba la sensación de que Lauren se volvía evanescente.
– Tengo el color de tus sonrisas en mis ojos -prosiguió-. Gracias por todas esas risas, por toda esa ternura. Quiero que vivas, que reanudes el curso de tu vida cuando yo ya no esté aquí.
– No podré hacerlo sin ti.
– No te guardes lo que llevas dentro, debes dárselo a otra; si no, sería un desperdicio enorme.
– No te vayas, por favor. Lucha.
– No puedo, es más fuerte que yo. No siento dolor, simplemente tengo la impresión de que te alejas, te oigo como si estuviera envuelta en algodón, empiezo a verte borroso. Tengo mucho miedo, Arthur. Sin ti, tengo mucho miedo. Retenme un poco más.
– Estoy abrazándote, ¿no lo notas?
– No muy bien, amor mío.
Así lloraban los dos, púdica y silenciosamente; comprendían todavía mejor el sentido de un segundo de vida, el valor de un instante, la importancia de una sola palabra. Se abrazaron. En unos minutos de un beso inacabado, ella desapareció del todo. Los brazos de Arthur se cerraron sobre sí mismos; se retorció de dolor y rompió a llorar a gritos.
Le temblaba todo el cuerpo. Su cabeza se balanceaba de uno a otro lado en un movimiento que escapaba a su control. Apretaba los dedos con tanta fuerza que las uñas se le clavaban en las palmas de las manos hasta hacerlas sangrar.
El «no» que profirió en un bramido animal hizo retumbar la habitación y vibrar los cristales. Intentó levantarse, pero se tambaleó y cayó al suelo; seguía teniendo los brazos cerrados alrededor del cuerpo. Estuvo inconsciente varias horas y no volvió en sí hasta mucho más tarde. Estaba pálido. Se sentía sin fuerzas. Se arrastró hasta el alféizar de la ventana, donde a ella tanto le gustaba sentarse, y se dejó caer, con la mirada perdida.
Arthur se sumergió en el mundo de la ausencia, con el singular sabor que ésta tiene cuando resuena dentro de la cabeza. La ausencia penetró sordamente en sus venas y se filtró en su corazón, que cada día palpitaba a un ritmo distinto del de la víspera.
Los primeros días le provocó cólera, dudas, celos; no de los demás, sino de los momentos robados, del tiempo que pasaba. La solapada ausencia, infiltrándose, modificaba sus emociones, las agudizaba, las afilaba, haciéndolas más cortantes. Al principio se hubiera dicho que su misión era herirlo, pero, lejos de eso, la emoción mostraba su cara más refinada para razonar mejor dentro de él.
Arthur sentía la carencia del otro, del amor, incluso en la carne, del deseo del cuerpo, de la nariz que persigue un olor, de la mano que busca el vientre para acariciarlo, del ojo que a través de las lágrimas ya sólo ve recuerdos, de la piel que busca la piel, de la otra mano que se cierra en el vacío, de cada falange replegándose metódicamente al ritmo que aquélla le impone, del pie que cae y se balancea en el vacío.
Permaneció así, postrado en su casa, días y noches interminables. Iba de la mesa de trabajo, donde le escribía cartas a un fantasma, a la cama, donde contemplaba el techo sin ni siquiera verlo. El teléfono llevaba bastante tiempo descolgado sin que él se hubiera dado cuenta. Le daba igual; no esperaba ninguna llamada. Nada tenía importancia ya.
Salió aquella noche en busca de aire, después de un día sofocante. Se puso la gabardina para protegerse de la lluvia. Sólo tuvo fuerzas para cruzar la calle hasta la acera de enfrente.
La calleja se veía en blanco y negro; Arthur se sentó sobre una tapia baja. Al final del largo pasillo que formaba aquel esbozo de calle, la casa victoriana descansaba sobre su jardincillo.
Tan sólo la ventana del salón vertía aún un rayo de luz sobre aquella noche sin luna. Aunque había cesado la lluvia, él no estaba seco. Seguía vislumbrando tras los cristales a Lauren, sus movimientos ágiles.
La joven se había retirado de puntillas.
A Arthur le parecía ver aún el delicado balanceo de su cuerpo que desaparecía en la sombra del pavimento al volver la esquina. Como de costumbre en esos momentos en que se sentía frágil, había hundido las manos en los bolsillos de la gabardina y había echado a andar, algo encorvado.
Había seguido los pasos de Lauren a lo largo de las paredes grises y blancas, con la suficiente lentitud para no darle nunca alcance. Se había detenido vacilante en la entrada de la callejuela; luego, empujado por una lluvia fina y entumecido por el frío, se había ido acercando.
Sentado sobre un parapeto, revivía cada minuto de aquella vida que había acabado demasiado bruscamente.
«Arthur, la duda y la elección que la acompaña son las dos fuerzas que hacen vibrar las cuerdas de nuestras emociones. Recuerda que sólo cuenta la armonía de esa vibración.»
La voz y el recuerdo de su madre habían surgido del fondo de él. Entonces Arthur se levantó con decisión, echó un último vistazo y regresó con la sensación culpable de haber fracasado.
El cielo, que empezaba a clarear, anunciaba el comienzo de un día sin color. Todos los amaneceres son silenciosos, pero tan sólo determinados silencios son sinónimo de ausencia, mientras que otros están cargados a veces de complicidad. En estos últimos era en los que Arthur pensaba mientras volvía.
Se había tumbado sobre la alfombra del salón, y parecía como si estuviera hablándoles a los pájaros, cuando llamaron violentamente a la puerta. No se levantó.
– ¿Arthur? ¿Estás ahí? Sé que estás ahí dentro. Ábreme, cabezota. ¡Abre! -gritaba Paul-. ¡Abre o tiro la puerta abajo!
El marco vibró al primer empellón.
– ¡Mierda, me he hecho daño! ¡Me he dislocado la clavícula! ¡Abre!
Arthur se levantó y se dirigió a la puerta; la abrió y, sin esperar un segundo, fue a tumbarse al sofá. Al entrar en el salón, Paul se quedó sorprendido por el desorden que reinaba en él. Decenas de hojas de papel, todas escritas por la mano de su amigo, alfombraban el suelo. En la cocina había latas de conserva esparcidas sobre las superficies de trabajo. El fregadero rebosaba de vajilla sucia.
– ¿Qué pasa? Ha habido aquí una guerra y tú has perdido?
Arthur no contestó.
– Vale, te han torturado, te han cortado las cuerdas vocales. Oye, pero ¿estás sordo o qué? ¡Soy yo, tu socio! ¿Estás cataléptico o has empinado tanto el codo que sigues bajo los efectos de la borrachera?