Paul vio que Arthur se había echado a llorar. Se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.
– Arthur, ¿qué pasa?
– Murió hace diez días. Una mañana se fue sin más. La mataron. ¡Y no consigo superarlo, Paul, no lo consigo!
– Ya lo veo.
Lo estrechó entre sus brazos.
– Llora, amigo, llora todo lo que puedas. Dicen que eso borra las penas.
– ¡Es lo único que hago, llorar!
– Bueno, pues sigue. Está claro que aún te quedan lágrimas, que el depósito no se ha vaciado.
Paul miró el teléfono y se levantó para colgarlo.
– Te he llamado doscientas veces. ¿Qué te hubiera costado colgarlo?
– No me había dado cuenta.
– ¿No recibes ninguna llamada en diez días y no te das cuenta de que pasa algo?
– ¡A la mierda el teléfono!
– Tienes que poner freno a esto, amigo. Toda esta aventura me superaba, pero a quien ahora está superando es a ti. Has soñado, Arthur, has caído en picado en una historia demencial. Debes restablecer el contacto con la realidad, porque estás destrozando tu vida. Has dejado de trabajar, tienes cara de flipado y estás más flaco que un palillo. Hace semanas que no se te ve el pelo por el estudio; la gente se pregunta si todavía existes. Te enamoraste de una mujer en coma, te inventaste una historia alucinante, robaste su cuerpo y ahora estás llorando a un fantasma. En esta ciudad hay un psiquiatra que va a hacerse millonario y que aún no lo sabe. Necesitas tratamiento, amigo. No tienes elección; yo no puedo dejarte en este estado. Todo esto ha sido un sueño que está convirtiéndose en pesadilla.
Paul fue interrumpido por el timbre del teléfono. Tras descolgarlo y escuchar un momento, se lo tendió a Arthur.
– Es el poli, y está que trina. El también lleva diez días llamándote. Quiere hablar contigo.
– No tengo nada que decirle.
Paul había tapado el micrófono con la mano.
– O hablas con él, o te hago tragar el aparato -dijo. Le pegó el auricular a la oreja. Arthur escuchó y se levantó de un salto. Le dio las gracias a su interlocutor y se puso a buscar frenéticamente las llaves en el caos general.
– ¿Se puede saber qué pasa? -preguntó su socio.
– Ahora no puedo perder tiempo. Tengo que encontrar las llaves.
– ¿Vienen a detenerte?
– ¡No, hombre, no! Ayúdame en vez de decir tonterías.
– Está mejor…, empieza otra vez a meterse conmigo.
Arthur encontró las llaves. Dijo a su socio que en ese momento no tenía tiempo de explicarle nada, que el tiempo apremiaba, pero que lo llamaría esa misma noche. Su amigo lo miró con asombro.
– No sé adonde vas, pero si es a un lugar público te aconsejo que te laves la cara y te cambies de ropa.
Tras una breve vacilación, Arthur echó un vistazo a su reflejo en el espejo del salón y corrió al cuarto de baño. Apartó la vista del armario; hay lugares que reavivan la memoria de una forma dolorosa. Unos minutos más tarde estaba lavado, afeitado y cambiado. Salió en tromba y, sin decir adiós siquiera, bajó precipitadamente la escalera hasta el garaje.
Atravesó la ciudad en automóvil a toda velocidad hasta llegar al aparcamiento del San Francisco Memorial Hospital. Sin perder el tiempo en cerrar la puerta con llave, se dirigió corriendo a recepción. Cuando llegó, sin aliento, Pilguez ya lo esperaba sentado en un sillón de la sala de espera. El inspector se levantó y le pasó un brazo por los hombros, invitándolo a calmarse. La madre de Lauren estaba en el hospital. Dadas las circunstancias, Pilguez se lo había contado todo; bueno, casi todo. Estaba esperándolo en la quinta planta, en el pasillo.
16
La madre de Lauren estaba sentada en una silla, ante la puerta de una de las salas de reanimación. Al verlo, se levantó y se dirigió hacia él. Lo estrechó entre sus brazos y lo besó en la mejilla.
– No le conozco, sólo nos hemos visto una vez, no sé si acordará…, fue en La Marina. La perra lo reconoció. No sé por qué, no entiendo nada, pero le debo tanto que nunca sabré cómo darle las gracias.
Después le explicó la situación. Lauren había salido del coma hacía diez días, por alguna razón que nadie sabía explicarse. Una mañana, el electro encefalograma, plano desde hacía meses, había comenzado a moverse, manifestando una actividad eléctrica intensa. La enfermera de guardia había sido la primera en darse cuenta e inmediatamente había avisado al interno de servicio. Unas horas después, la habitación se había convertido en un panal de médicos al que todos acudían para dar su opinión o, simplemente, para ver a la paciente que había salido de un coma profundo. Los primeros días, Lauren había permanecido inconsciente. Luego, poco a poco, había empezado a mover los dedos y las manos. Desde el día anterior pasaba horas con los ojos abiertos, mirando todo lo que sucedía a su alrededor pero todavía incapaz de hablar o de emitir cualquier sonido. Algunos doctores pensaban que quizás hubiera que enseñarle de nuevo a hablar; otros estaban seguros de que, como en todo lo demás, llegado el momento recuperaría esa capacidad. La noche anterior había respondido a una pregunta con un parpadeo. Estaba muy débil; levantar un brazo parecía exigirle un esfuerzo considerable. Los médicos lo achacaban a una atrofia de los músculos debida a la posición horizontal y a su inercia durante tanto tiempo. Con tiempo y rehabilitación, también eso volvería a la normalidad. Los resultados de los escáneres y de las demás pruebas practicadas permitían ser optimistas. El tiempo confirmaría ese optimismo.
Arthur, sin escuchar el final del relato, entró en la habitación. El cardiógrafo emitía una señal regular y tranquilizadora. Lauren tenía los ojos cerrados; estaba dormida. Tenía la tez pálida, pero su belleza permanecía intacta. Al verla, lo embargó la emoción. Se sentó en el borde de la cama, tomó una de sus manos entre las suyas y le dio un beso en la palma. Luego se instaló en una silla y se quedó largas horas mirándola.
A primera hora de la noche, Lauren abrió los ojos, lo miró fijamente y le sonrió.
– Todo va bien, estoy aquí-le dijo él en voz baja-. No te esfuerces, muy pronto podrás hablar.
Ella frunció el entrecejo, vaciló un instante y le sonrió de nuevo. Luego volvió a dormirse.
Arthur iba todos los días al hospital. Se sentaba frente a ella y esperaba a que se despertara. Cada vez que lo hacía, le hablaba, le contaba lo que sucedía fuera.
Ella no podía hablar, pero siempre lo miraba fijamente cuando se dirigía a ella y después volvía a dormirse.
Pasaron así diez días más. La madre de Lauren y él se turnaban para acompañarla. Dos semanas más tarde, cuando Arthur llegó, la señora Kline salió al pasillo para anunciarle que la noche anterior Lauren había recuperado el uso de la palabra. Había pronunciado unas palabras muy despacio y con voz ronca. Arthur entró en la habitación y se sentó junto a ella. Estaba dormida. El le pasó una mano por el pelo y le acarició suavemente la frente.
– Echaba tanto de menos el sonido de tu voz… -dijo.
Ella abrió los ojos, le dirigió una mirada vacilante y preguntó:
– ¿Quién es usted? ¿Por qué viene todos los días?
Arthur comprendió enseguida lo que ocurría. Con el corazón encogido, le dedicó una sonrisa llena de ternura y amor y respondió:
– Lo que voy a decirle cuesta de entender y resulta imposible de admitir, pero si tiene la bondad de escuchar mi historia, si tiene la bondad de confiar en mí, entonces quizás acabe creyéndome, y es muy importante, porque usted es, sin saberlo, la única persona del mundo con quien puedo compartir este secreto.
Gracias a:
Nathalie André, Paul Boujenah, Bernard Fixot, Philippe Guez, Rébecca Hayat, Raymond Levy, Daniéle Levy, Lorraine Levy, Rémi Mangin, Coco Miller, Julie du Page, Anne-Marie Périer, Jean-Marie Périer, Manon Sbeïtla y Aline Souliers y a Bernard Barrault y Susanna Lea.