Lo dejó entrar en el pabellón, invitándolo a acompañarla. Se dirigieron a los ascensores y subieron directamente a la quinta planta.
– Le llevaré a la habitación, haré la ronda y pasaré a buscarlo. No toque nada.
Empujó la puerta de la 505. La habitación estaba sumida en la penumbra. Tendida en la cama, iluminada por una tenue luz, había una mujer que parecía profundamente dormida. Desde la entrada, Arthur no podía distinguir sus rasgos.
– Dejo abierto -dijo la enfermera en voz baja-. Entre, no se despertará, pero lleve cuidado con lo que dice cerca de ella. Con los pacientes que están en coma, nunca se sabe. En cualquier caso, eso es lo que dicen los médicos. Lo que yo digo es otra cosa.
Arthur entró sigilosamente. Lauren estaba de pie junto a la ventana y le pidió que se acercara.
– Venga, hombre, no voy a morderle.
El no paraba de preguntarse qué hacía allí. Se acercó a la cama y bajó la mirada. El parecido era sorprendente. La mujer inerte estaba más pálida que su doble, que le sonreía, pero aparte de ese detalle sus rasgos eran idénticos.
– Es imposible. ¿Son hermanas gemelas? -preguntó Arthur, dando un paso atrás.
– ¡Es usted desesperante! No tengo ninguna hermana. Soy yo, tendida ahí, soy yo misma. Ayúdeme e intente admitir lo inadmisible. No hay ningún truco y no está usted dormido. Arthur, sólo le tengo a usted, ha de creerme, no puede darme la espalda. Necesito su ayuda, es usted la única persona del mundo con quien puedo hablar desde hace meses, el único ser humano que percibe mi presencia y me oye.
– ¿Por qué yo?
– No tengo ni la más remota idea. En todo esto no hay nada coherente.
– «Todo esto» es bastante espeluznante.
– ¿Cree que yo no tengo miedo?
Sí, tenía miedo para dar y vender. Era su propio cuerpo el que veía marchitarse un poco más cada día, como un vegetal, tendido con una sonda urinaria y una perfusión para ser alimentado. No tenía ninguna respuesta para las preguntas que él hacía y que ella se hacía también todos los días desde el accidente.
– Tengo interrogantes que usted ni imagina.
Con mirada triste, le hizo partícipe de sus dudas y sus miedos.
¿Cuánto tiempo duraría ese enigma? ¿Podría volver a llevar la vida de una mujer normal aunque sólo fuera unos días, caminar, estrechar entre sus brazos a las personas que quería? ¿Para qué servía haber dedicado tantos años a estudiar medicina si iba a acabar así? ¿Cuántos días le quedaban antes de que le fallara el corazón? Se veía morir, y tenía un miedo cerval.
– Soy un fantasma humano, Arthur.
Él bajó la mirada, evitando la suya.
– Para morir hay que irse, y usted sigue aquí. Venga, volvamos a casa, estoy cansado y usted también.
Le pasó un brazo por los hombros y la estrechó contra sí, como para consolarla. Al volverse, se encontró cara a cara con la enfermera, que lo miraba extrañada.
– ¿Le ha dado un calambre?
– No. ¿Por qué?
– Como tiene el brazo levantado y la mano cerrada… ¿No es un calambre?
Arthur soltó de golpe a Lauren y dejó caer el brazo a lo largo del cuerpo.
– No la ve, ¿eh? -le dijo a la enfermera.
– ¿Que no veo a quién?
– ¡No, a nadie!
– ¿Quiere descansar un poco antes de irse? Lo noto un poco raro.
La enfermera quiso animarlo: aquello siempre impresionaba, era normal, ya se le pasaría. Arthur contestó hablando muy lentamente, como si hubiera perdido las palabras y estuviera buscándolas.
– No, estoy bien, me voy.
Ella le preguntó, preocupada, si encontraría el camino. El se rehizo y la tranquilizó: la salida estaba al final del pasillo.
– Entonces le dejo aquí, todavía tengo trabajo en la habitación de al lado. Hay que cambiar las sábanas…, un pequeño accidente.
Arthur se despidió y se alejó por el pasillo. La enfermera lo vio levantar de nuevo el brazo hasta ponerlo en horizontal y mascullar:
– La creo, Lauren, la creo.
Frunció el entrecejo y entró en la habitación contigua. «Está claro que a algunos esto les afecta mucho.» Arthur y Lauren montaron en el ascensor. Él tenía la mirada gacha y no decía nada; ella tampoco. Salieron del hospital. En la bahía soplaba un viento del norte que había llevado consigo una lluvia fina y penetrante. Hacía un tiempo de perros. El se levantó el cuello del abrigo para protegerse del frío y le abrió la portezuela a Lauren.
– Vamos a olvidarnos de los efectos atraviesaparedes y a poner las cosas en su sitio, por favor.
Lauren entró normalmente en el coche y le sonrió.
Regresaron sin pronunciar palabra. Arthur iba concentrado en la conducción; Lauren miraba las nubes por la ventanilla. Cuando llegaron a la puerta de casa, ella se puso a hablar de miedo sin apartar la vista del cielo.
– Me gustaba mucho la noche por sus silencios, sus siluetas sin sombra, las miradas que no se ven durante el día. Como si dos mundos compartieran la ciudad sin conocerse, sin imaginar la reciprocidad de la existencia del otro. Montones de seres humanos aparecen al ponerse el sol y desaparecen al amanecer. No se sabe adonde van. Los del hospital éramos los únicos que podíamos conocerlos.
– Es una historia de locos, reconózcalo. Resulta difícil de admitir.
– Sí, pero no por eso vamos a quedarnos aquí y a pasarnos el resto de la noche repitiéndonoslo.
– Pues para lo que queda de noche…
– Aparque. Yo le esperaré arriba.
Arthur dejó el coche en la calle para no despertar a los vecinos con el ruido de la puerta del garaje. Subió la escalera y entró. Lauren estaba sentada en medio del salón, con las piernas cruzadas.
– ¿Quería ir al sofá? -le preguntó él, divertido.
– No, quería ir a la alfombra y estoy justo encima.
– Mentirosa. Estoy seguro de que apuntaba al sofá.
– ¡Le digo que quería sentarme en la alfombra!
– Es mala perdedora.
– Quería prepararle un té, pero… Debería acostarse, le quedan pocas horas de sueño.
Él le preguntó sobre las circunstancias del accidente. Ella le habló de los caprichos del «viejo inglés», el Triumph al que le tenía tanto apego, del fin de semana en Carmel a principios del verano anterior que había acabado en Union Square. No sabía qué había ocurrido.
– ¿Y su novio?
– ¿Mi novio?
– ¿Iba a verlo?
– Cambie la pregunta-dijo Lauren sonriendo-. Lo que debe preguntar es: «¿Tiene novio?»
– ¿Tenía novio? -repitió Arthur.
– Gracias por el imperfecto. Antes o después tenía que pasar.
– No me ha contestado.
– ¿De verdad le importa?
– No, lo cierto es que no sé por qué me meto en eso.
Arthur giró sobre sus talones y se dirigió al dormitorio. Invitó de nuevo a Lauren a descansar en la cama; él se instalaría en el salón. Ella le agradeció de nuevo su galantería, pero dijo que estaría perfectamente en el sofá. Él fue a acostarse. Estaba demasiado cansado para pensar en todo lo que implicaba esa noche; ya hablarían al día siguiente. Antes de cerrar la puerta le deseó buenas noches. Entonces ella le pidió un último favor.
– ¿Le importaría darme un beso en la mejilla?
Arthur inclinó la cabeza, desconcertado.
– Parece un niño de diez años con esa cara que pone. Sólo le he pedido que me dé un beso en la mejilla. Hace seis meses que nadie me ha tomado entre sus brazos.
El volvió sobre sus pasos, se acercó a Lauren, la asió por los hombros y la besó en las mejillas. Ella apoyó la cabeza en su pecho. Arthur se sintió confuso y patoso. Pasó torpemente los brazos alrededor de sus finas caderas y Lauren deslizó la mejilla por su hombro.
– Gracias, Arthur, gracias por todo. Váyase a dormir, debe de estar agotado. Le despertaré dentro de un rato.
El se fue al dormitorio, se quitó el jersey y la camisa, dejó los vaqueros en una silla y se metió bajo el edredón. El sueño lo invadió a los pocos minutos. Cuando estuvo profundamente dormido, Lauren, que se había quedado en el salón, cerró los ojos, se concentró y aterrizó en equilibrio precario sobre un brazo del sillón, enfrente de la cama. Miró cómo dormía. El rostro de Arthur estaba sereno, con una sonrisa en el nacimiento de los labios. Pasó largos minutos observándolo, hasta que también a ella la invadió el sueño. Era la primera vez que dormía desde el accidente.