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– No remolonee y vaya a vestirse; todavía tendré yo la culpa de que llegue tarde…

– Pues claro que tiene usted la culpa, y si no le importa, tenga la amabilidad de salir, porque voy desnudo.

– ¿Ahora se ha vuelto púdico?

Él le rogó que le ahorrara una escena matrimonial nada más levantarse y tuvo la desafortunada ocurrencia de terminar la frase con un «porque si no…».

– ¡«Si no» son dos palabras que casi siempre están de más! -le espetó ella, antes de desearle en un tono ácido que tuviera un buen día y desaparecer súbitamente.

Arthur miró a su alrededor, dudó unos instantes y luego dijo:

– ¿Lauren?… Ya vale, sé que está aquí.

No obtuvo respuesta y se sintió decepcionado. Se duchó a toda velocidad. Al salir, repitió el ejercicio del armario y, ante la falta de reacción, se puso un traje. Tuvo que hacerse tres veces el nudo de la corbata.

– ¡Qué torpe estoy esta mañana! -masculló.

Una vez vestido, fue a la cocina y revolvió los objetos que había sobre el mostrador en busca de las llaves, pero las llevaba en un bolsillo. Salió de casa precipitadamente, se detuvo en seco, dio media vuelta y abrió la puerta de nuevo.

– Lauren, ¿todavía no ha vuelto?

Tras unos segundos de silencio, cerró con llave. Bajó directamente al aparcamiento por la escalera interior, buscó el coche, recordó que lo había dejado fuera, volvió a recorrer el pasillo corriendo y finalmente llegó a la calle. Al levantar la vista, vio a su vecino que lo miraba con perplejidad. Le dirigió una sonrisa forzada, introdujo torpemente la llave en la cerradura de la portezuela, se sentó al volante, puso el coche en marcha y salió disparado.

Cuando llegó al estudio, su socio, que estaba en el vestíbulo, meneó varias veces la cabeza al verlo e hizo una mueca.

– Creo que deberías tomarte unos días de vacaciones -dijo.

– Ocúpate de lo tuyo y no me jodas la mañana, Paul.

– ¡Vaya, qué amable!

– ¡No irás a empezar tú también!

– ¿Has visto a Carol-Ann?

– No, no he visto a Carol-Ann. He acabado con Carol-Ann, lo sabes perfectamente.

– Para que estés así, sólo hay dos explicaciones: o Carol-Ann, o una nueva.

– No, no hay ninguna nueva. Y aparta, que voy con retraso.

– No sin que sueltes prenda, sólo son las once menos cuarto. ¿Cómo se llama?

– ¿Quién?

– ¿Te has visto la cara?

– ¿Qué le pasa a mi cara?

– Has debido de pasar la noche con un carro de combate. ¡Vamos, cuéntamelo todo!

– Pero si no tengo nada que contar…

– ¿Y tu llamada de anoche con todas esas tonterías…? ¿Con quién estabas?

Arthur miró desafiante a su socio.

– Oye, anoche comí una porquería, apenas he dormido y he tenido una pesadilla. Por favor, no estoy de humor, así que déjame pasar, se me hace tarde de verdad.

Paul se apartó, pero cuando Arthur pasó por su lado le puso una mano sobre el hombro.

– Soy tu amigo, ¿verdad? -Arthur se dio la vuelta y él añadió-: Si tuvieras problemas, ¿me los contarías?

– Pero ¿se puede saber qué te ha dado? He dormido mal esta noche, eso es todo, no hagas una montaña de un grano de arena.

– Vale, vale… La reunión es a la una y hemos quedado arriba de todo del Hyatt Embarcadero. Si quieres, vamos juntos; después volveré al estudio.

– No, iré en mi coche. Después tengo una cita.

– Como quieras.

Arthur entró en su despacho, dejó la cartera y se sentó. Después llamó a su secretaria, le pidió un café, hizo girar el sillón hasta quedar frente a la ventana, se inclinó hacia atrás y se puso a pensar.

Unos instantes más tarde, Maureen entró en el despacho, con un portafirmas en una mano y un plato con un donut y una taza en el otro. Dejó el brebaje caliente en una esquina de la mesa.

– Le he puesto leche porque he pensado que es el primero de la mañana.

– Gracias. Maureen, ¿qué le pasa a mi cara?

– Parece decir: «Todavía no me he tomado el primer café de la mañana.»

– ¡Es que todavía no me he tomado el primer café de la mañana!

– Tiene algunos mensajes. Desayune tranquilamente, no hay nada urgente. Le dejo algunas cartas para firmar. ¿Se encuentra bien?

– Sí, me encuentro bien. Sólo estoy cansado.

En ese preciso instante, Lauren apareció en la estancia esquivando por los pelos la mesa y desapareciendo inmediatamente del campo de visión de Arthur al caer sobre la alfombra. Este se levantó de un salto.

– ¿Se ha hecho daño?

– No, no, estoy bien -contestó Lauren.

– ¿Por qué iba a hacerme daño? -preguntó Maureen.-No, usted no -repuso Arthur.

Maureen recorrió la estancia con la mirada.

– No somos muchos aquí.

– Pensaba en voz alta.

– ¿Pensaba en voz alta que yo me había hecho daño?

– No, estaba pensando en otra persona y me he expresado en voz alta, ¿a usted no le pasa nunca?

Lauren se había sentado con las piernas cruzadas en una esquina de la mesa y decidió increpar a Arthur.

– ¡No hace falta que me compare con una pesadilla! -le espetó.

– Pero si yo no la he llamado pesadilla…

– Sólo faltaría eso -intervino Maureen-. No encontrará pesadillas que le preparen café, puede estar seguro.

– ¡Maureen, no estoy hablando con usted!

– ¿Hay un fantasma en la habitación o padezco de ceguera parcial y estoy perdiéndome algo?

– Perdone, Maureen, esto es ridículo, yo soy ridículo… Estoy agotado y hablo en voz alta; tengo la cabeza en otra parte.

Maureen le preguntó si había oído hablar de la depresión provocada por el estrés.

– ¿Sabe que hay que reaccionar en cuanto aparecen los primeros síntomas? De lo contrario, uno puede tardar meses en recuperarse.

– Maureen, yo no tengo ninguna depresión causada por el estrés. He pasado una mala noche, eso es todo.

– ¿Lo ve? -intervino Lauren-. Mala noche, pesadilla…

– Basta, por favor, esto no puede ser, concédame un minuto.

– ¡Pero si yo no he dicho nada! -replicó Maureen.

– Maureen, déjeme solo, tengo que concentrarme. Haré un poco de relajación y ya está.

– ¿Va a hacer relajación? Me preocupa, Arthur, me preocupa mucho.

– No tiene por qué preocuparse, estoy bien.

Le rogó que lo dejara solo y que no le pasara ninguna llamada; necesitaba tranquilidad. Maureen salió del despacho a regañadientes y cerró la puerta. En el pasillo se cruzó con Paul y le dijo que le gustaría hablar con él un momento en privado.

Una vez solo en su despacho, Arthur clavó la mirada en Lauren.

– No puede aparecer así, de improviso. Va a ponerme en situaciones muy comprometidas.

– Quería disculparme por lo de esta mañana. Me he puesto insoportable.

– La culpa ha sido mía. Estaba de un humor de perros.

– No nos pasemos la mañana pidiéndonos perdón. Tenía ganas de hablar con usted.

Paul entró sin llamar.

– ¿Puedo decirte dos palabras?

– Es lo que estás haciendo.

– Acabo de hablar con Maureen. ¿Qué te pasa?

– ¿Queréis dejarme en paz de una vez? Si uno llega un día tarde y cansado no es como para que le diagnostiquen una depresión.

– Yo no he dicho que tengas una depresión.

– No, pero Maureen me lo ha dado a entender. Al parecer, esta mañana tengo una cara de alucine.

– De alucine, no, de alucinado.

– Es que estoy alucinado, chico.

– ¿Por qué? ¿Has conocido a alguien?

Arthur abrió los brazos e hizo un signo afirmativo con expresión picara.

– ¿Lo ves como no puedes ocultarme nada? Estaba seguro. ¿La conozco?

– No, es imposible.

– Bueno, cuéntame. ¿Quién es? ¿Cuándo la has conocido?

– Va a ser complicado… porque es un espectro. En mi apartamento hay una aparición, lo descubrí anoche por casualidad. Se trata de una mujer fantasma que vive en el armario de mi casa. He pasado la noche con ella, pero todo ha sido muy casto, no vayas a creer…, como fantasma es muy guapa, pero… -imitó a un monstruo-. No, en serio, es realmente una aparición bellísima… Aunque, bien pensado, no es una aparición, porque no ha llegado a irse, lo que explicaría lo del atractivo… En fin, ¿lo ves más claro ahora?