Paul dirigió a su amigo una mirada compasiva.
– Está bien, te llevaré a un médico.
– Nada de médicos, Paul, estoy perfectamente. -Y dirigiéndose a Lauren, añadió-: No va a ser fácil.
– ¿Qué es lo que no va a ser fácil? -preguntó Paul.
– No hablaba contigo.
– Ya, le hablabas al fantasma. ¿Está aquí, en esta habitación?
Arthur le recordó que se trataba de una mujer y le informó que estaba sentada justo a su lado, en una esquina de la mesa. Paul lo miró, pensativo, y pasó muy lentamente la palma de la mano por la mesa de su socio.
– Oye, ya sé que me he pasado muchas veces con mis bromas, pero ahora eres tú el que me asustas a mí, Arthur. Tú no te ves, pero tienes cara de estar ido.
– Estoy cansado, he dormido poco y seguramente tengo mala cara, pero por dentro estoy en plena forma. Te aseguro que no me pasa nada.
– ¿No te pasa nada por dentro? Pues por fuera estás hecho polvo. ¿Qué tal los lados?
– Paul, déjame trabajar. Eres mi amigo, no mi psiquiatra. Además, no tengo psiquiatra; no lo necesito.
Paul le pidió que no fuera a la reunión que tenían un rato más tarde para firmar un contrato. Conseguiría que lo perdieran.
– Creo que no te das cuenta de tu estado. Das miedo.
Arthur se levantó mosqueado, agarró la cartera y se dirigió hacia la puerta.
– De acuerdo, doy miedo, tengo cara de alucinado, así que me voy a mi casa. Aparta, déjame salir. ¡Vámonos, Lauren!
– Eres un genio, Arthur, tu representación es increíble.
– No estoy haciendo ninguna representación, Paul. Lo que pasa es que tú tienes una mente demasiado…, ¿cómo lo diría?…, una mente demasiado convencional para imaginar lo que estoy viviendo. No te culpo, desde luego; la verdad es que yo he evolucionado mucho en ese sentido desde anoche.
– Pero ¿te das cuenta de qué historia me has contado? ¡Es sensacional!
– Sí, tú lo has dicho. Oye, no te preocupes por nada. Me parece perfecto que vayas a la firma solo. Realmente he dormido poco, así que me voy a descansar. Te lo agradezco. Vendré mañana y todo irá mucho mejor.
Paul lo invitó a tomarse unos días libres, por lo menos hasta el fin de semana; una mudanza siempre resulta agotadora. Le ofreció sus servicios durante el fin de semana por si necesitaba algo, fuera lo que fuera. Arthur le dio las gracias con ironía, salió del estudio y bajó la escalera. Al salir del edificio, buscó a Lauren en la acera.
– ¿Está aquí?
Lauren apareció sentada sobre el capó de su coche.
– Le estoy creando un montón de problemas, lo siento muchísimo.
– No, no lo sienta. Después de todo, no hago esto desde hace la tira de tiempo.
– ¿El qué?
– Novillos. ¡Todo un día laborable sin dar golpe!
Desde la ventana, Paul, con el entrecejo fruncido, miraba a su socio hablar solo por la calle, abrir sin ninguna razón la portezuela del lado del acompañante y cerrarla de inmediato, dar la vuelta al coche y sentarse al volante. Aquello lo convenció de que su mejor amigo sufría una depresión causada por el estrés o que había tenido una conmoción cerebral.
Arthur, instalado en su asiento, apoyó las manos en el volante y suspiró. Luego miró fijamente a Lauren, sonriendo en silencio. Ella, sintiéndose violenta, le devolvió la sonrisa.
– Es irritante que lo tomen a uno por loco, ¿verdad? ¡Y gracias que a usted no lo han tratado de puta!
– ¿Por qué? ¿Ha sido confusa mi explicación?
– No, en absoluto. ¿Adonde vamos?
– A tomar un buen desayuno. Y mientras, usted me lo contará todo con detalle.
Paul seguía vigilando desde la ventana del despacho a su amigo, metido en el coche que tenía aparcado delante de la puerta del edificio. Cuando lo vio hablar solo, dirigiéndose a un personaje invisible e imaginario, decidió llamarlo al teléfono móvil.
En cuanto Arthur contestó, le pidió que no se marchara, que bajaba de inmediato, que tenía que hablar con él.
– ¿De qué? -preguntó Arthur.
– ¡Para eso voy a bajar!
Paul se precipitó escaleras abajo, cruzó el patio y, al llegar ante el automóvil, abrió la puerta del conductor y se sentó prácticamente sobre las rodillas de su mejor amigo.
– ¡Córrete!
– ¡Pero sube por el otro lado, zoquete!
– ¿Te importa que conduzca yo?
– No entiendo nada. ¿Vamos a hablar, o a ir a algún sitio?
– Las dos cosas. Venga, cambia de asiento.
Paul empujó a Arthur, se puso al volante e hizo girar la llave de contacto. El coche se alejó de la zona de aparcamiento. Al llegar al primer cruce, frenó bruscamente.
– Una cuestión previa: ¿tu fantasma va en el coche con nosotros en este momento?
– Sí. En vista de tu caballerosa forma de entrar, se ha sentado en el asiento posterior.
Paul abrió entonces la puerta de su lado, bajó del coche e inclinó el respaldo del asiento.
– Sé bueno -le dijo a Arthur-, pídele a Casper que se baje y nos deje solos. Necesito mantener una conversación contigo en privado. ¡Ya os veréis en tu casa!
Lauren apareció en la ventanilla del lado del acompañante.
– Ven a buscarme a North-Point -dijo-, voy a pasear por allí. Oye, si es muy complicado, no hace falta que le digas la verdad. No quiero ponerte en una situación comprometida.
– Es mi socio y mi amigo, no puedo mentirle.
– ¡Adelante, habla de mí con la guantera! -repuso Paul-. Anoche, sin ir más lejos, yo abrí la nevera y, al ver que había luz, entré y me pasé media hora hablando de ti con la mantequilla y una lechuga.
– ¡No estoy hablando de ti con la guantera sino con ella!
– ¡Muy bien, pues pídele a lady Casper que vaya a plancharse la sábana para que nosotros podamos hablar un poco!
Lauren desapareció.
– ¿Se ha ido ya el fantasma? -preguntó Paul, un poco nervioso.
– ¡No es «el», es «la»! Sí, se ha marchado. ¡Qué grosero eres! ¿A qué juegas?
– ¿Que a qué juego? -respondió Paul, haciendo una mueca. Volvió a arrancar-. A nada. Quería que estuviéramos solos, simplemente; tengo que hablarte de cosas personales.
– ¿De qué cosas?
– De los efectos secundarios que a veces aparecen varios meses después de haberse separado.
Paul soltó un rollo interminable: Carol-Ann no estaba hecha para él; en su opinión, esa mujer le había hecho sufrir mucho para nada y, además, no valía la pena; no era más que una desgraciada; apeló a su honradez para que reconociese que Carol-Ann no merecía que él viviera en el estado en que había vivido desde su separación; desde Karine, nunca había estado tan hundido. En el caso de Karine, lo entendía, pero en el de Carol-Ann, francamente…
Arthur le señaló que en la época de la famosa Karine tenían diecinueve años, y además él nunca había flirteado con ella. ¡Llevaba veinte años hablándole de aquella chica, simplemente porque la había visto primero! Paul negó haberla mencionado siquiera.
– ¡Como mínimo, dos o tres veces al año! -replicó Arthur-. Yo la tengo metida en el baúl de los recuerdos. ¡Ni siquiera consigo acordarme de su cara!
Paul comenzó a gesticular, súbitamente exasperado.
– Pero ¿por qué no has querido decirme nunca la verdad? Confiésalo, cabezota, reconoce que saliste con ella. ¡Puesto que hace veinte años, como bien dices, ya ha prescrito!
– ¡Me estás hartando, Paul! Supongo que no habrás bajado corriendo del despacho ni estaremos cruzando la ciudad porque de repente te han entrado ganas de hablarme de Karine Lowenski… Y por cierto, ¿adónde vamos?
– ¡No te acuerdas de su cara, pero no has olvidado su apellido!
– ¿Era ésa la cosa tan importante de la que querías hablarme?
– No, quiero hablarte de Carol-Ann.
– ¿Por qué quieres hablarme de ella? Es la tercera vez que la sacas a relucir desde esta mañana. No he vuelto a verla y no nos hemos telefoneado. Si estás preocupado por eso, no merece la pena que vayamos con mi coche hasta Los Ángeles, porque, no es por nada, pero acabamos de atravesar el puerto y estamos ya en South-Market. ¿Qué pasa? ¿Te ha invitado a cenar?