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– Estás eludiendo mi pregunta. ¿Me crees ahora que sabes que no tengo un tumor en la cabeza?

– Vete a descansar… Todo esto puede ser consecuencia del estrés.

– Paul, yo me he prestado a tu juego del chequeo, así que préstate tú también al mío.

– No creo que tu juego me vaya a parecer divertido. Hablaremos de eso más tarde. Tengo que ir directamente a la reunión; tomaré un taxi. Te llamaré más tarde.

Paul lo dejó solo en el coche. Arthur se alejó de allí en dirección a North-Point. En el fondo empezaba a gustarle aquella historia, su heroína y las situaciones que sin duda provocaría.

6

El restaurante para turistas se encontraba en lo alto del acantilado, justo delante del Pacífico. El comedor estaba casi lleno, y encima de la barra había dos televisores para que los comensales pudieran seguir sendos partidos de béisbol. Las apuestas iban que volaban. Ellos estaban sentados a una de las mesas situadas detrás del ventanal.

Arthur se disponía a pedir un cabernet-sauvignon cuando notó que ella lo acariciaba con el pie desnudo, al tiempo que le dedicaba una sonrisa de victoria y una mirada maliciosa. Repuesto del estremecimiento y respondiendo a la provocación, él la asió del tobillo y subió la mano por la pierna.

– ¡Yo también la siento!

– Quería estar segura.

– Pues puede estarlo.

La camarera que estaba tomándole nota, le preguntó haciendo una mueca de perplejidad:

– ¿Qué es lo que siente?

– Nada, no siento nada.

– Acaba de decir «yo también la siento».

– ¡Está tirado! Puedo conseguir que me encierren simplemente haciendo lo que hago -dijo Arthur dirigiéndose a Lauren, que exhibía una sonrisa radiante.

– Probablemente es lo mejor que podría hacer -repuso la camarera, encogiéndose de hombros y girando sobre sus talones.

– ¿Le importa tomarme nota? -dijo Arthur.

– Ahora le mando a Bob, para comprobar si también lo siente.

Al cabo de unos minutos se acercó Bob, casi más femenino que su compañera. Arthur pidió dos huevos revueltos con salmón y un zumo de tomate sazonado. Esta vez esperó a que el camarero se alejase para preguntarle a Lauren sobre su soledad en los últimos seis meses.

Bob, de pie en medio de la sala, lo miraba hablar solo con cara de consternación. Al poco de iniciada la conversación, Lauren interrumpió a Arthur a media frase y le preguntó si tenía un teléfono móvil. El, sin comprender la relación, asintió con la cabeza.

– Tome el aparato y haga como que está hablando con alguien; si no, van a encerrarlo de verdad.

Arthur se volvió y pudo comprobar que varios clientes lo estaban observando, algunos casi molestos por la presencia de aquel individuo que le hablaba al vacío. Sacó el móvil, simuló que marcaba un número y pronunció un «¡Oiga!» en voz bien alta. La gente siguió mirándolo unos segundos y, al ver que la situación adquiría un aire de normalidad, se puso a comer de nuevo sin prestarle atención. Arthur volvió a hacerle la pregunta a Lauren con el teléfono al oído. Los primeros días su transparencia le había resultado algo divertido. Le describió la sensación de libertad absoluta que había experimentado al principio de la aventura. Ya no tenía que pensar en cómo vestirse y peinarse, en si tenía buena o mala cara, en su figura…, nadie la miraba. Ya no tenía ni obligaciones ni jefes, no necesitaba hacer cola, pasaba delante de todo el mundo sin molestar a nadie, nadie la juzgaba por su comportamiento. Ya no hacía falta que fingiera discreción, podía escuchar las conversaciones de unos y otros, ver lo invisible, oír lo inaudible, estar donde no tenía derecho a estar…, nadie la oía.

– Podía aparecer en el despacho oval y escuchar todos los secretos de Estado, sentarme sobre las rodillas de Richard Gere o ducharme con Tom Cruise.

Todo o casi todo era posible para ella: visitar los museos cuando están cerrados, entrar en los cines sin pagar, dormir en palacios, subir a un avión de caza, asistir a las intervenciones quirúrgicas más complicadas, visitar en secreto los laboratorios de investigación, caminar sobre los pilares del Golden Gate. Arthur, con la oreja pegada al móvil, sintió curiosidad por saber si había intentado realizar alguna de esas experiencias.

– No. Tengo vértigo, me dan miedo los aviones, Washington está demasiado lejos y no sé trasladarme a tanta distancia. Ayer dormí por primera vez, así que los palacios no me sirven de nada, y en cuanto a las tiendas, ¿de qué sirven cuando no se puede tocar nada?

– ¿Y Richard Gere y Tom Cruise?

– ¡Ocurre lo mismo que con las tiendas!

Le confesó con gran sinceridad que ser un fantasma no era nada divertido. Lo encontraba más bien patético. Todo es accesible pero, al mismo tiempo, todo es imposible. Echaba de menos a la gente que quería. No podía establecer contacto con ellos.

– Ya no existo. Puedo verlos, pero me causa más dolor que placer. Quizás el purgatorio sea esto, una soledad eterna.

– ¿Cree en Dios?

– No, pero en mi situación se tiene cierta tendencia a cuestionar lo que se cree y lo que no se cree. Tampoco creía en los fantasmas.

– Yo tampoco creo -dijo Arthur.

– ¿No cree en los fantasmas?

– Usted no es un fantasma.

– ¿De verdad?

– No está muerta, Lauren. Su corazón late en un sitio y su espíritu vive en otro. Se han separado momentáneamente, eso es todo. Simplemente hay que averiguar por qué y cómo reunidos de nuevo.

– Desde ese punto de vista, se habrá percatado de que se trata de un divorcio con graves consecuencias.

Era un fenómeno que escapaba a su comprensión, pero Arthur no tenía intención de limitarse a constatar tal cosa. Sin soltar el teléfono, insistió en su voluntad de comprender; era preciso buscar y encontrar el modo de permitirle reincorporarse a su cuerpo, y era preciso también que saliera del coma, pues los dos fenómenos estaban ligados, añadió.

– Perdone, pero creo que acaba de dar un gran paso en sus investigaciones.

Él hizo caso omiso de su sarcasmo y le propuso volver a casa e iniciar una serie de búsquedas en Internet. Quería recopilar todo lo relacionado con el coma: estudios científicos, informes médicos, bibliografía, historiales y testimonios, sobre todo los que exponían casos de comas largos cuyos pacientes se habían recuperado.

– Tenemos que localizarlos e ir a hablar con ellos. Sus testimonios pueden ser muy importantes.

– ¿Por qué hace esto?

– Porque no tiene usted elección.

– Conteste a mi pregunta.¿Se da cuenta de las implicaciones personales de lo que quiere hacer, del tiempo que va a ocuparle? Usted tiene trabajo, obligaciones…

– Es usted una mujer muy contradictoria.

– No, soy lúcida. ¿No es consciente de que todo el mundo ha estado mirándolo de reojo porque se ha pasado diez minutos hablando solo? ¿Sabe que la próxima vez que venga a este restaurante le dirán que está completo porque a la gente no le gusta la diferencia, porque un tipo que habla en voz alta y gesticula mientras come solo resulta molesto?

– Hay más de mil restaurantes en la ciudad; eso deja bastante margen.

– Arthur, es usted un caballero, un auténtico caballero, pero no es realista.

– Sin ánimo de ofenderla, creo que en la situación actual usted me gana de calle en irrealidad.

– No juegue con las palabras, Arthur. No me haga promesas a la ligera. Jamás podrá resolver un enigma como éste.

– ¡Yo nunca hago promesas vanas! ¡Y no soy un caballero!

– No me haga abrigar falsas esperanzas. Porque no tendrá tiempo, simplemente.

– Me horroriza hacer esto en un restaurante, pero usted me obliga. Perdone un momento.

Arthur hizo como si colgara, la miró fijamente, descolgó de verdad y marcó el número de su socio. Le agradeció el tiempo que le había dedicado esa misma mañana y su atención. Lo tranquilizó con unas frases sensatas y dijo que, efectivamente, estaba muy estresado y que era mejor para la empresa que descansara unos días. Le dio alguna información específica sobre los proyectos en curso y le indicó que Maureen estaría a su disposición. De cualquier modo, como estaba demasiado cansado para ir a ningún sitio, se quedaría en casa, así que podrían llamarlo en caso necesario.