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Le pidió que respetara su derecho a ayudarla, arguyendo para convencerla que lo único que le quedaba de la vida auténtica era aceptar recibir. Si pensaba que no había reflexionado antes de meterse de lleno en aquella historia, estaba en lo cierto. No había reflexionado en absoluto.

– Porque mientras se calcula, mientras se analizan los pros y los contras, la vida pasa y no ocurre nada. No sé cómo, pero te sacaremos de ahí. Si hubieras tenido que morir, ya estarías muerta; yo estoy aquí precisamente para echarte una mano.

Arthur finalizó pidiéndole que aceptara su ayuda, si no por ella, al menos por todos aquellos a los que curaría pasados unos años.

– Podrías haber sido abogado.

– Debería haber sido médico.

– ¿Por qué no lo has sido?

– Porque mi madre murió demasiado pronto.

– ¿Cuántos años tenías?

– Muy pocos, y no me apetece hablar de ese asunto.

– ¿Por qué no quieres hablar de eso?

Arthur le recordó que era interna, no psicoanalista. No quería hablar de eso porque le resultaba doloroso y le ponía triste.

– El pasado es el que es, no tiene vuelta de hoja.

Dirigía un estudio de arquitectura y se sentía satisfecho.

– Me gusta lo que hago y me gustan las personas con las que trabajo.

– ¿Es tu jardín secreto?

– No. Un jardín no tiene nada de secreto; un jardín es todo lo contrario, es un don. No insistas, es algo que me pertenece.

Había perdido a su madre de muy joven, y a su padre todavía antes. Le habían dado lo mejor de sí mismos durante el tiempo que habían podido. Su vida era así; aquello había tenido sus ventajas y sus inconvenientes.

– Sigo teniendo mucha hambre, aunque no estemos en Sidney, así que voy a prepararme unos huevos con beicon.

– ¿ Quién te crió después de que murieran tus padres?

– No eres terca, ¿verdad?

– No, en absoluto.

– Todo eso no tiene ningún interés ni viene ahora a cuento.

– A mí sí que me interesa.

– ¿Qué es lo que te interesa?

– Lo que ocurrió en tu vida para que seas capaz de esto.

– ¿Capaz de qué?

– De plantarlo todo para ocuparte de la sombra de una mujer que no conoces. Y ni siquiera es por sexo…, así que me intriga.

– No vas a psicoanalizarme porque ni tengo ganas ni lo necesito. No hay ninguna zona oscura, ¿entendido? Hay un pasado de lo más concreto y definitivo por la sencilla razón de que ha pasado.

– ¿Así que no tengo derecho a conocerte?

– Sí, claro que tienes derecho, pero lo que quieres conocer es mi pasado, no a mí.

– ¿Tan difícil es de entender?

– No, pero es algo íntimo, no es locamente divertido, es largo y no es el tema que nos ocupa.

– No se nos va a escapar ningún tren. Acabamos de empalmar dos días y dos noches estudiando el coma, así que creo que podemos tomarnos un descanso.

– ¡Deberías haber sido abogado!

– ¡Sí, pero soy médico! Contéstame.

Arthur puso como excusa el trabajo. No tenía tiempo para contestarle. Se comió los huevos sin decir palabra, dejó el plato en el fregadero y se sentó de nuevo tras la mesa de trabajo. Se volvió hacia Lauren, que estaba sentada en el sofá.

– ¿Ha habido muchas mujeres en tu vida? -preguntó ella sin levantar la cabeza…

– Cuando se quiere no se cuenta.

– Y dices que no necesitas un psicoanalista… Bueno, y de las «que se cuentan», ¿ha habido muchas?

– ¿Cuántos hombres ha habido en la tuya?

– Yo he preguntado primero.

Arthur contestó que había tenido tres amores, uno de adolescente, otro de joven, y otro de «menos joven» en proceso de convertirse en hombre pero sin serlo aún del todo, porque en tal caso aún seguirían juntos. A ella le pareció una respuesta directa, honesta, pero enseguida quiso saber por qué aquello no había funcionado. Arthur pensaba que no había funcionado porque él era demasiado exigente.

– ¿Posesivo? -preguntó Lauren.

Él insistió en la palabra «exigente».

– Mi madre me atiborró de historias de amor ideal, y tener ideales es un gran inconveniente.

– ¿Por qué?

– Porque pone el listón muy alto.

– ¿Para el otro?

– No, para uno mismo.

A Lauren le hubiera gustado que desarrollara más la idea, pero Arthur prefirió no hacerlo por miedo a «parecer chapado a la antigua y resultar ridículo». Ella lo invitó a intentarlo. Consciente de que no tenía ninguna posibilidad de convencerla de que cambiaran de tema, hizo el primer intento:

– Identificar la felicidad cuando está a los pies de uno, tener el valor y la determinación de agacharse para tomarla entre los brazos… y conservarla. Eso es la inteligencia del corazón. La inteligencia a secas, prescindiendo de la del corazón, no es más que lógica, y eso no es gran cosa.

– ¡Entonces fue ella quien te dejó!

Arthur no respondió.

– Y aún no te has repuesto.

– Oh, sí, me he repuesto. Pero no estaba enfermo.

– ¿No supiste amarla?

– Nadie es propietario de la felicidad. A veces se tiene la suerte de ser inquilino, pero hay que ser muy cumplidor en el pago del alquiler, porque de lo contrario te desalojan enseguida.

– Lo que dices es tranquilizador.

– A todo el mundo le da miedo lo cotidiano, como si se tratara de una fatalidad que desarrolla el aburrimiento, la costumbre. Yo no creo en esa fatalidad…

– ¿En qué crees?

– Creo que lo cotidiano es la fuente de la complicidad. En la cotidianidad, al contrario que en la costumbre, se puede inventar «lo lujoso y lo banal», lo desmesurado y lo corriente.

Le habló de los frutos que no se toman, los que se dejan pudrir en el suelo.

– Son un néctar de felicidad que nunca se saboreará, por negligencia, por costumbre, por certeza y presunción.

– ¿Has pasado por esa experiencia?

– No del todo. He intentado llevar la teoría a la práctica. Yo creo en la pasión que se desarrolla.

Para Arthur no había nada más completo que una pareja que perdura a través del tiempo, que acepta que la ternura invada la pasión, pero ¿cómo vivir eso cuando se tiende a lo absoluto? Para él no era un error conservar dentro de sí una parte de infancia, una parte de sueño.

– Acabamos por ser distintos, pero todos hemos sido primero niños. ¿Y tú? -preguntó-. ¿Has amado?

– ¿A cuántos conoces que no hayan amado? ¿Quieres saber si amo? No. Sí y no.

– ¿Has sufrido muchos golpes?

– En proporción a mi edad, sí, bastantes.

– No eres muy locuaz. ¿Quién era?

– No está muerto. Treinta y ocho años, cineasta, buen chico, poco disponible, un punto egoísta…, el tipo ideal.

– ¿Entonces?

– Entonces a miles de años luz de lo que tú describes del amor.

– ¡Cada cual tiene su mundo! La cuestión está en hundir las raíces en la tierra que nos es favorable.

– ¿Siempre haces metáforas?

– Con frecuencia. Así me resulta más fácil decir las cosas. Bueno, estoy esperando oír tu historia.

Lauren había compartido cuatro años de su vida con el cineasta en cuestión, cuatro años de una historia descosida y vuelta a coser en la que los actores se desgarran y se reconstruyen una y otra vez, como si la dramaturgia añadiera otra dimensión a la existencia. Calificó aquella relación de egotista y sin interés, mantenida por la pasión de los cuerpos.

– ¿Eres muy física? -preguntó Arthur.

A ella le pareció una pregunta impúdica.

– No estás obligada a contestar.

– ¡No pienso hacerlo! En fin, él rompió dos meses antes del accidente. Mejor para él; al menos ahora no es responsable de nada.

– ¿Lo echas de menos?

– No. Lo eché de menos en el momento de la ruptura, pero ahora pienso que una de las cualidades fundamentales para vivir en pareja es la generosidad.

Estaba harta de historias que siempre se acaban por las mismas razones. Hay quien pierde los ideales con la edad, pero a Lauren le pasaba lo contrario. Cuanto mayor se hacía, más idealista se volvía.