– Me digo que, para aspirar a compartir una etapa de vida en pareja, hay que dejar de creer y de hacer creer que se empieza una relación que importa si no se está realmente dispuesto a dar. A la felicidad no se accede con la yema de los dedos. O eres donante o eres receptor. Yo doy antes de recibir, pero he tachado definitivamente a los egoístas, los enrevesados y los que son demasiado tacaños de corazón para proporcionarse los medios que exigen sus deseos y sus esperanzas.
Lauren había acabado por admitir que llega un momento en que es preciso confesarse las propias verdades e identificar lo que se espera de la vida. Arthur encontró sus palabras vehementes.
– Lo que ocurre es que durante demasiado tiempo me he sentido atraída por lo contrario de mis sueños, por lo que estaba en las antípodas de lo que podía realizarme.
Dijo que tenía ganas de ir a tomar el aire y salieron los dos. Arthur se puso al volante y fueron a Ocean Drive.
– Me gusta venir a la orilla del mar -dijo Arthur para romper un largo silencio.
Lauren no contestó enseguida. Mirando el horizonte, asió a Arthur del brazo.
– ¿Qué te ha sucedido en la vida? -preguntó.
– ¿Por qué me haces esa pregunta?
– Porque no eres como los demás.
– ¿Te molestan mis dos narices?
– No me molesta nada. Eres diferente.
– ¿Diferente? Nunca me he sentido diferente. Además, ¿de qué?, ¿de quién?
– Eres sereno.
– ¿Es un defecto?
– No, en absoluto, pero resulta muy desconcertante. Da la impresión de que no te preocupan los problemas.
– Porque me gusta buscar soluciones, por eso no me asustan los problemas.
– No, hay algo más.
– Ya está aquí otra vez mi PPP.
– ¿ Qué es eso?
– Mi Psiquiatra Personal Portátil.
– Estás en tu derecho de no contestar. Pero yo estoy en mi derecho de percibir las cosas, y no por eso soy una inquisidora.
– Esto parece una conversación de pareja ya veterana. No tengo nada que ocultar, Lauren, no hay ninguna zona oscura, ningún jardín secreto ni ningún trauma. Soy como soy, con un montón de defectos.
No se gustaba especialmente, pero tampoco se detestaba; apreciaba su manera de ser, libre e independiente de las modas establecidas. Quizás era eso lo que ella percibía.
– No pertenezco a un sistema, siempre he luchado contra eso. Veo a las personas que me gustan, voy a donde quiero ir, leo un libro porque me atrae y no porque sea «imprescindible haberlo leído», y toda mi vida es así.
Hacía lo que tenía ganas de hacer sin formularse mil preguntas acerca del porqué y el cómo de las cosas, «y no me lío con lo demás».
– Yo no quería liarte.
Reanudaron la conversación un poco más tarde, estimulados por la calidez de la cafetería de un hotel. Arthur estaba tomándose un capuchino acompañado de unas pastas.
– Me encanta este sitio -dijo-. Es familiar, y me gusta observar a las familias.
En un sofá había un niño de apenas ocho años en brazos de su madre. Ella tenía en las manos un gran libro abierto y le describía las imágenes que miraban juntos, mientras con el índice de la mano izquierda le acariciaba la mejilla con un movimiento lento y rebosante de ternura. En las mejillas del niño relucían dos hoyuelos como dos minúsculos soles. Arthur estuvo un buen rato mirándolos.
– ¿Qué miras? -preguntó Lauren.
– Un auténtico momento de felicidad.
– ¿Dónde?
– Aquel niño…, allí. Mira su cara. Está en el corazón del mundo, de su mundo propio.
– ¿Te trae recuerdos?
El, por toda respuesta, se limitó a sonreír. Lauren quiso saber si se llevaba bien con su madre.
– Mamá murió ayer; quiero decir que ayer fue el aniversario de su muerte. ¿Sabes una cosa? Lo que más me sorprendió al día siguiente de su partida fue que los edificios seguían tal cual, bordeando las calles llenas de coches que continuaban circulando y de peatones que seguían caminando, aparentemente ajenos por completo al hecho de que mi mundo acababa de desaparecer. Yo lo sabía por aquel vacío que se instalaba en mi vida como en una película cuyos rollos están desordenados. Porque de repente la ciudad había dejado de hacer ruido, como si en un minuto todas las estrellas se hubieran hecho añicos o se hubieran apagado. El día de su muerte, y te juro que es verdad, las abejas del jardín no salieron del panal, ni una sola libaba en la rosaleda, como si ellas también lo supieran. Me gustaría ser, sólo cinco minutos, aquel niño escondido de los demás entre sus brazos, acunado por el sonido de su voz. Sentir de nuevo aquellos estremecimientos que me recorrían la espalda cuando me hacía pasar de los despertares a los sueños de mi infancia, pasándome un dedo por debajo de la barbilla. Entonces ya no podía afectarme nada, ni las persecuciones del grandullón Steve Hacchenbach en el colegio, ni los gritos del señor Morton porque no me sabía la lección, ni los olores acres del comedor escolar. Te diré por qué soy «sereno», como tú dices. Porque no se puede vivir todo, así que lo importante es vivir lo esencial, y cada uno considera «esencial» una cosa.
– Desearía que el cielo te escuchase en lo que a mí respecta, porque lo que yo considero «esencial» todavía está por venir.
– Por eso es «esencial» que no abandonemos. Vamos a volver y a seguir trabajando.
Arthur abonó la cuenta y se dirigieron al aparcamiento. Antes de que se metiera en el coche, Lauren le dio un beso en la mejilla.
– Gracias por todo -dijo.
Arthur sonrió, y abrió la portezuela sin decir nada.
8
Arthur se pasó casi tres semanas yendo a la biblioteca municipal, un imponente edificio de estilo neoclásico, construido a principios del siglo XX, en cuyas decenas de salas de bóvedas majestuosas reina una atmósfera muy distinta de la de muchos otros sitios similares. En las reservadas a los archivos de la ciudad, es frecuente ver a miembros de la alta sociedad de San Francisco codeándose con antiguos hippies artríticos, contándose unos a otros anécdotas e historias de la ciudad desde puntos de vista coincidentes y divergentes. En la número 27 -la que alberga las obras de medicina-, fila 48 -la correspondiente a las obras de neurología-, devoró en unos días miles de páginas sobre el coma, la inconsciencia y la traumatología craneal.
Pero aunque sus lecturas lo ilustraban sobre la condición de Lauren, ninguna lo acercaba a una solución del problema que se le planteaba. Cada vez que cerraba un libro, esperaba encontrar una idea en el siguiente. Acudía todas las mañanas a primera hora, tomaba asiento junto a montones de manuales y se concentraba en sus «deberes». A veces se levantaba para acercarse a una consola informática y enviar mensajes repletos de preguntas a eminentes profesores de medicina. Algunos le contestaban, en ocasiones intrigados por la finalidad de sus investigaciones. Después volvía a su sitio y reanudaba el curso de sus lecturas.
Hacía un descanso para comer en la cafetería, adonde se llevaba revistas que trataban de los mismos temas, y acababa sus jornadas de estudio hacia las diez, la hora de cierre de la biblioteca.
Por la noche se encontraba con Lauren y, mientras cenaban, la ponía al corriente de sus investigaciones del día. Entonces se enzarzaban en auténticas discusiones, en las que ella acababa olvidando que Arthur no era estudiante de medicina. La confundía por la rapidez con la que había memorizado la terminología médica, A menudo se sucedían argumentos y réplicas hasta la madrugada y hasta el agotamiento. Por la mañana temprano, mientras desayunaba, Arthur le exponía el camino que seguiría durante su jornada de trabajo. Se negaba a que lo acompañara, alegando que su presencia le impediría concentrarse. Aunque Arthur no se desanimaba nunca delante de ella, y aunque sus palabras estaban siempre llenas de optimismo, cada silencio les hacía tomar conciencia de que no llegaban a ninguna parte.
El viernes que ponía fin a su tercera semana de estudio, se marchó de la biblioteca más pronto. En el coche puso al máximo el volumen de la radio mientras sonaba un tema de Barry White. Una sonrisa se dibujó en sus labios; giró bruscamente en California Street y se detuvo para hacer unas compras. No había descubierto nada de particular, pero de pronto le entraron ganas de preparar una cena especial. Estaba decidido a poner la mesa sin descuidar ni un solo detalle, a iluminarla con velas y a inundar el apartamento de música. Invitaría a Lauren a bailar y proscribiría toda conversación médica. Mientras una espléndida luz crepuscular iluminaba la bahía, aparcó ante la puerta de la pequeña casa victoriana de Green Street. Subió la escalera acompasadamente, hizo algunas acrobacias para introducir la llave en la cerradura y entró cargado de paquetes. Empujó la puerta con un pie y dejó todas las bolsas sobre el mostrador de la cocina.