Lauren estaba sentada en el alféizar de la ventana, contemplando la vista, y ni siquiera se volvió.
Arthur la llamó en un tono más bien irónico, pero era evidente que estaba de mal humor y desapareció de golpe. Desde el dormitorio, Arthur la oyó mascullar:
– ¡Y ni siquiera puedo dar un portazo!
– ¿Tienes algún problema? -preguntó.
– ¡Déjame en paz!
Arthur se quitó el abrigo y se dirigió apresuradamente hacia ella. Cuando abrió la puerta, la vio de pie, pegada al cristal, con la cabeza entre las manos.
– ¿Estás llorando?
– No tengo lágrimas, ¿cómo quieres que llore?
– ¡Estás llorando! ¿Qué pasa?
– Nada, no pasa nada de nada.
El buscó su mirada, pero ella le dijo que la dejara. Fue acercándose poco a poco, la rodeó con los brazos y la obligó a volverse para verle la cara.
Lauren agachó la cabeza. El se la levantó, empujándole la barbilla con la punta de un dedo.
– ¿Qué ocurre?
– Van a ponerle fin a esto.
– ¿Quién va a ponerle fin a qué?
– Esta mañana he ido al hospital. Mamá estaba allí y la han convencido para que los autorice a practicar la eutanasia.
– ¿De qué estás hablando? ¿Quién ha convencido a quién de hacer qué?
La madre de Lauren había ido, como todas las mañanas, al Memorial Hospital. En la habitación la esperaban tres médicos. Cuando entró, uno de los doctores, una mujer madura, se dirigió hacia ella y le preguntó si podían hablar en privado. La psicóloga delegada tomó a la señora Kline del brazo y la invitó a sentarse.
Comenzó entonces un largo discurso en el que fueron expuestos todos los argumentos para convencerla de que aceptara lo imposible. Lauren no era más que un cuerpo sin alma que su familia mantenía con un coste exorbitante para la sociedad. Resultaba más fácil mantener artificialmente con vida a un ser querido que aceptar su muerte, pero ¿a qué precio? Había que admitir lo inadmisible y decidirse por esta segunda opción sin sentirse culpable. Se había intentado todo. No era en absoluto un signo de cobardía. Era preciso tener el valor de admitirlo. El doctor Clomb insistía en la dependencia que ella mantenía en relación con el cuerpo de su hija.
La señora Kline se desasió violentamente y meneó la cabeza para expresar una negativa tajante. Ni podía ni quería hacer eso. Pero los argumentos de la psicóloga, de probada eficacia, erosionaban de minuto en minuto la emoción en beneficio de una decisión razonable y humana, demostrando con una retórica sutil que la negativa sería injusta y cruel tanto para ella como para los suyos, egoísta, nociva. La duda acabó por instalarse. Con gran delicadeza y serenidad, se pronunciaron argumentos más poderosos aún, palabras más sutiles, más culpabilizadoras. El sitio que ocupaba su hija en el servicio de reanimación impedía que otro paciente sobreviviera, que otra familia tuviese esperanzas fundadas. Una culpabilidad era sustituida por otra, y la duda iba ganando terreno. Lauren asistía a aquel espectáculo aterrorizada, veía cómo poco a poco decaía la determinación de su madre. Tras cuatro horas de conversación, la resistencia de la señora Kline se resquebrajó; admitió entre lágrimas que lo que decía el cuerpo médico era razonable. Aceptaba tomar en consideración que se le practicara la eutanasia a su hija. La única condición que ponía, lo único que pedía era que esperasen cuatro días, «para estar segura». Era jueves, de modo que no se debía hacer nada antes del lunes. Necesitaba prepararse y preparar a sus familiares. Los médicos asintieron compasivos, expresando su total comprensión y disimulando su profunda complacencia por haber encontrado en una madre la solución a un problema que toda su ciencia no podía resolver: ¿qué hacer con un ser humano que no está ni muerto ni vivo?
Hipócrates no había pensado que la medicina engendraría un día ese tipo de dramas. Los médicos salieron de la habitación, dejándola sola con su hija. Ella le asió una mano, apoyó la cabeza en su vientre y, llorando, le pidió perdón.
– No puedo más, cariño. Quisiera estar en tu puesto.
Lauren la contemplaba desde el otro extremo de la estancia con una mezcla de miedo, tristeza y horror. Se acercó a su vez a su madre y le rodeó los hombros con los brazos, pero ella no notó nada. En el ascensor, el doctor Clomb, dirigiéndose a sus colegas, se felicitó.
– ¿No temes que cambie de opinión? -preguntó Fernstein.
– No, no lo creo. Además, si es necesario volveremos a hablar con ella.
Lauren se apartó de su madre y de su propio cuerpo. Decir que vagó como un fantasma no es un pleonasmo. Regresó directamente al alféizar de la ventana, decidida a impregnarse de todas las luces, de todas las vistas, de todos los olores y estremecimientos de la ciudad. Arthur la rodeó con los brazos, envolviéndola en toda su ternura.
– Hasta cuando lloras estás guapa. Vamos, sécate las lágrimas. Impediré que lo hagan.
– ¿Cómo? -preguntó ella.
– Concédeme unas horas para pensarlo.
Lauren regresó a la ventana.
– ¿Para qué? -dijo, mirando fijamente una farola de la calle-. Quizá sea mejor así, quizá tengan razón.
¿Qué significaba eso de que quizás era mejor así? La pregunta, formulada en un tono agresivo, no obtuvo respuesta. Lauren, tan fuerte habitualmente, estaba resignada. Para ser honrada consigo misma, sólo tenía media vida, estaba destrozando la de su madre y, según ella, «nadie la esperaba a la salida del túnel».
– Suponiendo que haya un despertar…, y no hay nada menos seguro que eso.
– Pero ¿tú crees por un solo instante que tu madre se sentirá aliviada si mueres para siempre…?
– Eres encantador-dijo ella, interrumpiéndolo.
– ¿Qué he dicho?
– No, nada. Es lo de «morir para siempre» lo que me parece encantador, sobre todo en la situación actual.
– ¿Crees que llenará el vacío que vas a dejar? ¿Crees que lo mejor para ella es que tú renuncies? ¿Y yo?
Lauren le dirigió una mirada inquisitiva.
– ¿ Qué pasa contigo?
– Yo estaré esperándote cuando despiertes; puede que seas invisible para los demás, pero no para mí.
– ¿Es una declaración? -preguntó con tono sarcástico.
– No seas pretenciosa -repuso él con sequedad.
– ¿Por qué haces todo esto? -replicó ella, a punto de perder los estribos.
– ¿Por qué te pones provocadora y agresiva?
– ¿Por qué estás aquí, dando vueltas a mi alrededor, luchando por mí? ¿Qué es lo que no carbura en tu cabeza? ¿Cuál es tu motivación? -gritó Lauren.
– ¡Eres cruel!
– ¡Pues contesta! ¡Contesta honradamente!
– Siéntate a mi lado y cálmate. Voy a contarte una historia real y lo entenderás. Un día hubo una cena en casa, cerca de Carmel. Yo tendría como mucho siete años…
Arthur le contó un episodio narrado por un viejo amigo de sus padres durante una cena a la que éstos le habían invitado. El doctor Miller era un gran cirujano oftalmólogo. Aquella noche estaba raro, como confuso o intimidado, cosa nada propia de él, y la madre de Arthur, preocupada, le preguntó qué le ocurría. Entonces él contó la historia siguiente. Quince días antes había operado a una niña, ciega de nacimiento. La niña no sabía cuál era su aspecto, no comprendía lo que era el cielo, no conocía los colores y ni siquiera sabía cómo era el rostro de su propia madre. El mundo exterior le era desconocido; ninguna imagen había impregnado jamás su cerebro. Durante toda su vida había palpado formas y contornos, pero sin poder asociar alguna imagen a lo que le contaban sus manos.