– Ahí es donde entras tú en juego, Lauren. Tú me ayudarás a conseguir esos papeles.
– ¡Pero si yo no puedo! ¿Cómo quieres que lo haga? No puedo tomar nada, desplazar nada…
– Pero ¿sabes dónde están?
– Sí, ¿y qué?
– Pues que seré yo quien los birle. ¿Conoces esos impresos?
– Sí, por supuesto, yo los firmaba todos los días, sobre todo en mi servicio.
Se los describió. Se trataba de impresos normales y corrientes, en papel blanco, rosa y azul, con el nombre y el logo de los respectivos hospitales y de la compañía de ambulancias.
– Entonces los reproduciremos -decidió Arthur-. Acompáñame.
Tomó la cazadora y las llaves. Estaba como hipnotizado, actuaba con una determinación que a Lauren apenas le dejaba la posibilidad de oponerse a aquel plan tan iluso. Subieron al coche, él accionó el mando a distancia de la puerta del garaje y se adentró en Green Street. Estaba oscuro. La ciudad estaba tranquila, pero él no, así que condujo deprisa hasta el Memorial Hospital. Fue directamente al aparcamiento del servicio de urgencias. Lauren le preguntó qué estaba haciendo.
– ¡Sígueme y no te rías! -se limitó a responder él con una sonrisilla en la comisura de los labios.
En el momento en que cruzó la primera puerta de urgencias, se dobló en dos sujetándose el vientre y se dirigió en esa postura al mostrador de admisión. La empleada de guardia le preguntó qué le pasaba. Él describió los violentos calambres que había empezado a sentir dos horas después de comer, precisó dos veces que ya lo habían operado de apendicitis y añadió que había tenido en otras ocasiones esa clase de dolores insoportables después de la operación. La auxiliar lo invitó a tenderse en una camilla en espera de que un interno lo atendiese. Lauren, sentada en uno de los brazos de una silla de ruedas, también empezaba a sonreír. Arthur interpretaba perfectamente el papel; hasta ella se había inquietado cuando él parecía a punto de desplomarse en la sala de espera.
– No sabes lo que estás haciendo -le había dicho en el mismo momento en que un médico iba a atenderlo.
El doctor Spacek se había presentado y lo había invitado a seguirlo hasta una de las salas situadas en el pasillo y separadas entre sí por una simple cortina. Le pidió que se tumbara en la cama y empezó a hacerle preguntas sobre sus dolores, al tiempo que leía la ficha donde figuraban todos los datos que habían solicitado en admisión. Excepto la edad en que se había convertido en un hombre, allí debía de constar prácticamente todo, pues aquello había sido lo más parecido a un interrogatorio policial. Afirmó que tenía unos calambres terribles.
– ¿Dónde tiene esos terribles calambres? -preguntó el doctor.
– En todo el vientre.
Le hacían un daño insoportable.
– No exageres -le susurró Lauren-, si no, te ganarás una inyección de calmantes, una noche en el hospital y, mañana por la mañana, un lavado radiobaritado seguido de una fibroscopia y una coloscopia.
– ¡Inyecciones no! -se le escapó sin querer.
– Yo no he mencionado las inyecciones -dijo Spacek levantando la cabeza de la ficha.
– Ya, pero prefiero decirlo enseguida porque no soporto las inyecciones.
El interno le preguntó si era nervioso, y Arthur hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Iba a palparlo, y él debía indicarle dónde era más vivo el dolor. Arthur asintió de nuevo con la cabeza. El médico colocó las dos manos, una sobre otra, en el vientre de Arthur y comenzó el examen.
– ¿Le duele aquí?
– Sí -contestó él, vacilante.
– ¿Y aquí?
– No, no te puede doler ahí-le susurró Lauren sonriendo.
Arthur negó de inmediato la existencia de todo dolor en el lugar donde el interno le estaba palpando.
Ella siguió guiándolo en sus respuestas durante toda la consulta. El médico dictaminó una colitis de origen nervioso. Debía tomar un antiespasmódico que le darían en la farmacia del hospital con la receta que estaba extendiéndole. Tras dos apretones de manos y tres «gracias, doctor», Arthur recorrió a paso ligero el largo pasillo que conducía a las oficinas. Llevaba en la mano tres documentos distintos, todos con el nombre y el logo del Memorial Hospital, uno azul, otro rosa y el tercero verde. El primero era una receta, el segundo, un recibo, y el último, un comprobante de salida donde había escrito en grandes caracteres: «Volante de traslado / Volante de salida», y en letra cursiva: «Tache lo que no proceda.» Exhibía una amplia sonrisa, satisfecho como estaba de sí mismo. Lauren caminaba a su lado. La tomó del brazo.
– Formamos un buen equipo, ¿eh?
De vuelta en casa, introdujo los tres documentos en el escáner conectado al ordenador y los copió. Ya disponía de una fuente inagotable de impresos de todos los colores y todas las formas, con los caracteres oficiales del Memorial.
– Se te da muy bien -dijo Lauren cuando vio salir de la impresora en color las primeras hojas con cabecera.
– Dentro de una hora llamaré a Paul -dijo él.
– Primero hablaremos un poco de tu plan.
Arthur admitió que tenía razón; debía preguntarle sobre todo lo relativo al procedimiento de un traslado. Sin embargo, de lo que ella quería hablar no era de eso.
– ¿De qué, entonces?
– Tu plan me conmueve, Arthur, pero es irrealizable, disparatado y demasiado peligroso para ti. Te meterán en la cárcel si te pillan, ¿y en nombre de qué, quieres decírmelo?
– ¿Y no es mucho más peligroso para ti si no intentamos hacer algo? ¡Sólo tenemos cuatro días, Lauren!
– No puedes hacer eso, Arthur. Perdona, pero yo no puedo permitir que lo hagas.
– Conocía a una chica que pedía perdón constantemente. Sus amigos no se atrevían ni a ofrecerle un vaso de agua por miedo a que se disculpara por tener sed.
– Arthur, no hagas el idiota. Sabes muy bien lo que quiero decir. ¡Es un plan de locos!
– La situación sí que es de locos, Lauren. No tengo alternativa.
– No dejaré que te expongas así por mí.
– Debes ayudarme, Lauren, en vez de hacerme perder el tiempo. Lo que está en juego es tu vida.
– Tiene que haber otra solución.
A Arthur sólo se le ocurría una alternativa a su plan: hablar con la madre de Lauren y disuadirla de aceptar la eutanasia. Pero esa opción era difícil de llevar a la práctica. No se habían visto nunca, y conseguir una cita era muy poco probable. No aceptaría recibir a un desconocido. Arthur podía decir que era amigo de su hija, pero Lauren creía que ella desconfiaría, pues conocía a todos sus allegados. Tal vez podría encontrarse con ella por casualidad, en un sitio a donde ella acostumbrara a ir. Había que dar con el lugar idóneo.
Lauren se quedó unos instantes pensativa y dijo:
– Va a pasear a la perra todas las mañanas a La Marina.
– Sí, pero necesitaría un perro al que pasear.
– ¿Por qué?
– Porque pasear con una correa sin perro me descalificaría en el acto.
– Puedes hacer footing.
A Lauren le pareció una buena idea. Arthur sólo tendría que caminar por La Marina a la hora del paseo de Kali, acercarse a la perra, hacerle unas carantoñas y aprovechar la ocasión para entablar conversación con su madre.
Arthur se levantó temprano, se puso unos pantalones de algodón y un polo. Antes de salir, le pidió a Lauren que lo abrazara con fuerza.
– ¿Qué te pasa? -dijo ella con timidez.
– Nada, no tengo tiempo de explicártelo; es por la perra.
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y suspiró.
– Perfecto -dijo Arthur en tono enérgico, apartándose-. Me largo, si no, no me la encontraré.
Salió del apartamento como una exhalación, sin decir adiós siquiera. Lauren se encogió de hombros, suspirando: «Me abraza por la perra.»
Cuando inició el paseo, el Golden Gate aún dormía bajo una nube acolchada. Tan sólo las puntas de los dos pilares del puente rojo sobrepasaban la bruma que los envolvía. El mar encerrado en la bahía estaba en calma, las gaviotas matinales giraban en grandes círculos en busca de peces, las zonas de césped que bordeaban los muelles todavía estaban mojadas debido a la humedad de la noche, y los barcos amarrados se balanceaban suavemente. Todo estaba tranquilo; algunos corredores mañaneros hendían el aire cargado de humedad y frescor. Unas horas más tarde, un gran sol se instalaría sobre las colinas de Sausalito y Tiburón y liberaría al puente rojo de la bruma.