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– Todo está todo lo a punto que puede estar -dijo Arthur.

– Te lo preguntaré una vez más: ¿por qué haces esto?

– ¿Qué más da? ¿Por qué necesitas saberlo todo?

– Por nada.

Arthur entró en el cuarto de baño. Mientras escuchaba el ruido de la ducha, Lauren acarició suavemente la moqueta. Al pasar la mano, las fibras se irguieron por efecto de la electricidad estática. Arthur salió arropado con un albornoz.

– Ahora tengo que acostarme para estar en forma mañana.

Lauren se acercó a él y le dio un beso en la frente.

– Buenas noches. Hasta mañana-dijo antes de salir de la habitación.

El día siguiente transcurrió al ritmo de los minutos que se desgranan atrapados en la pereza de los domingos. El sol jugaba al escondite con los chaparrones. Hablaron poco. De vez en cuando, ella lo miraba fijamente y le preguntaba si estaba seguro de querer seguir adelante. El ya no respondía a su pregunta. Hacia la mitad del día, fueron a pasear por la orilla del mar. Arthur le rodeó los hombros con un brazo.

– Ven, vayamos junto al agua, me gustaría decirte una cosa.

Se acercaron todo lo posible a la orilla, donde las olas rompen contra la arena.

– Mira bien todo lo que hay a nuestro alrededor: agua embravecida, tierra indiferente a esa furia, montañas dominantes, árboles, luz que juega a cambiar de intensidad y de color cada minuto del día, pájaros que revolotean sobre nuestras cabezas, peces que intentan no ser atrapados por las gaviotas mientras ellos devoran a otros peces. Hay una armonía de ruidos: el de las olas, el del viento, el de la arena. Y en medio de todo ese concierto increíble de vidas y materias estamos tú, yo y todos los seres humanos que nos rodean. ¿Cuántos de ellos verán todo lo que acabo de describirte? ¿Cuántos son conscientes del privilegio que supone despertar todas las mañanas y ver, oler, tocar, oír y degustar? ¿Cuántos de nosotros somos capaces de olvidar por un instante nuestras preocupaciones para maravillarnos ante este prodigioso espectáculo? Resulta evidente que la mayor inconsciencia del hombre es la de su propia vida. Tú has tomado conciencia de ello porque estás en peligro, y eso te convierte en un ser único; eso y lo que necesitas para vivir: a los demás. Contestando a la pregunta con la que me martilleas desde hace días, te diré que si no me arriesgo, toda esta belleza, toda esta energía, toda esta materia viva será definitivamente inaccesible para ti. Por eso hago esto; conseguir devolverte al mundo da sentido a mi vida. ¿Cuántas veces me brindará la vida la posibilidad de hacer algo esencial?

Lauren no pronunció ni una palabra y acabó por bajar los ojos, clavando la mirada en la arena. Anduvieron uno junto a otro hasta el coche.

9

A las diez, Paul metió la ambulancia en el garaje de Arthur y llamó a la puerta.

– Estoy preparado -dijo.

– Ponte esta bata y estas gafas. Son cristales neutros.

– ¿No tienes barbas postizas?

– Te lo explicaré todo por el camino. Venga, tenemos que estar allí a la hora del relevo, a las once en punto. Lauren, ven con nosotros, te necesitaremos.

– ¿Hablas con el fantasma? -preguntó Paul.

– Con alguien que está con nosotros pero a quien tú no ves.

– Arthur, ¿todo esto es una broma, o realmente estás volviéndote majara?

– Ni una cosa ni la otra. Es imposible entenderlo, así que no vale la pena explicarlo.

– Lo mejor sería que me transformara en pastilla de chocolate, así el tiempo pasaría más deprisa y yo no me preocuparía tanto envuelto en papel de aluminio.

– Es una opción, desde luego. Venga, date prisa.

Disfrazados de médico y camillero respectivamente, se dirigieron al garaje.

– ¿Esta ambulancia ha estado en la guerra?

– He pillado lo que he podido, ¿comprendes? ¡Menuda bronca! En fin, lo único que falta es que me hables con subtítulos en alemán. Me parece que estoy soñando.

– Era broma, hombre, nos irá de coña.

Paul se puso al volante, Arthur se sentó a su lado y Lauren entre los dos.

– ¿Quiere que conecte el faro giratorio y la sirena, doctor?

– ¿Y tú quieres tomarte esto en serio?

– Ah, no, amigo mío, eso sí que no. Si intento considerar en serio que estoy en una ambulancia que me he agenciado para ir con mi socio a robar un cadáver a un hospital, me expongo a despertar y entonces tu plan se iría al garete. De modo que voy a hacer lo que sea por tomármelo lo menos en serio posible; así seguiré creyendo que estoy en un sueño… o en una pesadilla. El lado bueno es que las noches de los domingos siempre me han parecido tristes, y quieras que no esto da un poco de vidilla.

Lauren se echó a reír.

– ¿A ti te hace gracia? -preguntó Arthur.

– ¿Quieres dejar de hablar solo de una vez?

– No hablo solo.

– De acuerdo, hay un fantasma ahí detrás. Pero deja de hacer apartes con él, me pone nervioso.

– Es ella.

– ¿Quién?

– Es una mujer, y oye todo lo que dices.

– Quiero los mismos cigarrillos que fumas tú.

– ¡Conduce!

– ¿Estáis siempre así? -preguntó Lauren.

– Muchas veces.

– Muchas veces ¿qué? -preguntó Paul.

– No hablaba contigo.

Paul frenó en seco.

– ¿Qué te pasa? -preguntó Arthur.

– ¡Para ya! ¡Te juro que me pones negro!

– Pero ¿qué te pasa?

– ¿Que qué me pasa? ¡Pues que estoy hasta las narices de tu absurdo empeño en hablar solo!

– No hablo solo, Paul, hablo con Lauren. Por favor, confía en mí.

– Arthur, estás como un cencerro. Hay que acabar inmediatamente con esta historia; necesitas ayuda.

– ¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, joder? -repuso Arthur levantando la voz-. Lo único que te pido es que confíes en mí!

– ¡Pues si quieres que confíe en ti, cuéntamelo todo! -gritó Paul-. Porque pareces un demente, haces cosas disparatadas, hablas solo, crees en historias de fantasmas de pacotilla y me embarcas en una aventura ridícula!

– Conduce, por favor. Yo intentaré contártelo y tú harás todo lo posible por entenderlo, ¿vale?

Y mientras la ambulancia atravesaba la ciudad, Arthur le contó a su cómplice de siempre lo increíble. Se lo contó todo desde el principio, desde la aparición en el armario hasta esa noche.

Olvidando por un instante la presencia de Lauren, le habló de ella, de sus miradas, de su vida, de sus dudas, de su fuerza, de sus conversaciones, de la placidez de los ratos compartidos, de sus discusiones.

– Si está realmente aquí -lo interrumpió Paul-, la has pringado, amigo.

– ¿Porqué?

– Porque lo que acabas de decir es una declaración en toda regla. -Paul volvió la cabeza y miró a su amigo-.

En cualquier caso -añadió, con una sonrisa de satisfacción-, está claro que te crees la historia.

– ¡Pues claro que me la creo! ¿Por qué lo dices?

– Porque te has puesto colorado. Nunca te había visto sonrojarte, y mira por dónde… -Y sin solución de continuidad, añadió-: Señorita cuyo cuerpo vamos a secuestrar, si está realmente aquí, le aseguro que mi colega está muy colgado de usted. ¡Yo nunca lo había visto así!

– Cállate y conduce.

– Voy a creerme la historia porque eres mi amigo y no me dejas elección. Si la amistad no es compartir todos los delirios, entonces, ¿qué es? Mira, aquí está el hospital.