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– No, lo que pasa es que ella se encuentra a tu lado y estabas a punto de decir algo que iba a resultarle hiriente.

Lauren apoyó una mano en su hombro.

– No discutáis. Los dos habéis tenido un día duro -dijo en un tono apaciguador.

– Tienes razón. Continuemos.

– ¿Tengo razón cuando no digo nada? -masculló Paul.

– Ve al garaje de tu padre -prosiguió Arthur-. Yo pasaré a buscarte dentro de diez minutos. Voy a subir a buscar el resto de las cosas.

Paul subió en la ambulancia y salió sin decir nada. Esta vez, la puerta del garaje se había abierto a la primera. En el cruce de Union Street estaba el coche de policía ocupado por los agentes que se habían dirigido antes a él, pero Paul no lo vio.

– Deja pasar un coche y síguelo -dijo uno de ellos.

La ambulancia giró en Van Ness, seguida de cerca por el vehículo 627 de la policía municipal. Cuando diez minutos más tarde entró en el garaje, los policías aminoraron la marcha y reanudaron su ronda normal. Paul no supo nunca que lo habían seguido.

Arthur llegó un cuarto de hora más tarde. Paul salió a la calle y subió al coche.

– ¿Has hecho una visita turística por San Francisco?

– He conducido despacio por ella.

– ¿Has planeado llegar al amanecer?

– Exacto, y ahora relájate, Paul. Casi lo hemos logrado. Acabas de hacerme un favor inestimable, lo sé; lo que no sé es cómo decírtelo. Y te has arriesgado, también lo sé.

– Venga, conduce. No soporto los agradecimientos.

El coche salió de la ciudad por la carretera 280 sur. Enseguida se desviaron hacia Pacifica, antes de adentrarse en la carretera número 1, la que bordea los acantilados, la que conduce a la bahía de Monterrey, a Carmel, la que debería haber tomado Lauren una mañana de principios del verano anterior, al volante de su viejo Triumph.

El paisaje era espectacular. Los acantilados parecían recortarse en la oscuridad como un encaje negro. Una luna inacabada dibujaba los contornos de la carretera. Circulaban a los sones del concierto para violín de Samuel Barber.

Arthur había dejado a Paul al volante y miraba por la ventanilla. Al final de aquel viaje le esperaba otro despertar. El de muchos recuerdos dormidos durante mucho tiempo.

10

Arthur había estudiado arquitectura en la universidad de San Francisco. A los veinticinco años había vendido el pequeño apartamento que había heredado de su madre y se había marchado a Europa, a París, para realizar dos cursos en la escuela Camando. Se había instalado en un pequeño estudio de la calle Mazarine y había vivido dos años apasionantes. Después había hecho un curso de un año en Florencia antes de regresar a su California natal.

Cargado de diplomas, entró en el estudio de Miller, arquitecto diseñador muy famoso en la ciudad, donde realizó los dos años de prácticas mientras trabajaba a tiempo parcial en el Museo de Arte Moderno. Allí fue donde conoció a Paul, su futuro socio, con el que dos años más tarde montó un estudio de arquitectura. Gracias al desarrollo económico de la región, el estudio fue adquiriendo poco a poco notoriedad y llegó a emplear a cerca de veinte personas. Paul hacía «negocios» y Arthur dibujaba: muebles, inmuebles, casas y objetos. Jamás hubo ninguna sombra entre esos dos amigos a los que nada ni nadie mantenía alejados uno de otro más de unas horas.

Tenían muchos puntos en común que los unían. Un sentido de la amistad similar, el placer de vivir y una infancia cargada de emociones comparables. Las carencias también eran idénticas.

Al igual que Paul, Arthur había sido criado por su madre. El padre de Paul había abandonado a su familia cuando el niño tenía cinco años y no había vuelto a aparecer; Arthur tenía tres años cuando su padre se marchó a Europa. «Su avión subió tan arriba que se quedó enganchado en las estrellas.»

Los dos habían crecido en el campo. Los dos habían estado internos. Se habían hecho hombres solos.

Lilian había esperado mucho tiempo y finalmente le había dicho adiós a su marido, al menos aparentemente. Los diez primeros años de su vida, Arthur los había pasado fuera de la ciudad, a orillas del mar, cerca del delicioso pueblo de Carmel, donde Lili -así era como él llamaba a su madre- tenía una gran casa. Estaba construida en madera blanca y rodeada de un vasto jardín que descendía hasta la playa. Antoine, un viejo amigo de Lili, vivía en un pequeño anexo de la propiedad. Se trataba de un artista que había ido a parar allí y a quien Lili había acogido, o «recogido», como decían los vecinos. Mantenía con ella el jardín, las cercas y las fachadas de madera, que pintaban casi todos los años, así como largas conversaciones por la noche. Amigo y cómplice, para Arthur era la presencia masculina que había desaparecido unos años antes de su vida. Arthur empezó a ir al colegio municipal de Monterrey. Por la mañana lo llevaba Antoine, y por la tarde, hacia las cuatro, iba a buscarlo su madre. Aquellos años de su vida fueron preciosos. Su madre era además su mejor amiga. Lili le enseñó todo lo que un corazón puede amar. A veces lo despertaba temprano, simplemente para enseñarle a contemplar la salida del sol, a escuchar los ruidos del día que nace. Le enseñó a distinguir los perfumes de las flores. Por el simple borde de una hoja le hacía reconocer el árbol al que pertenecía. Lo llevaba al gran jardín que rodeaba la casa de Carmel y que descendía hasta el mar, para descubrir todos los detalles de una naturaleza que ella «civilizaba» en algunas zonas, mientras que otras las dejaba deliberadamente silvestres. En las dos estaciones marcadas por el verde y el ámbar, le hacía recitar el nombre de los pájaros que hacían un alto en las copas de las secuoyas en un paréntesis de su largo viaje.

En el huerto que Antoine cultivaba con veneración, le hacía recolectar las verduras que crecían como por arte de magia, «sólo las que estaban a punto». A orillas del mar, le hacía contar las olas que algunos días iban a acariciar las rocas, como para tratar de que se les perdonara su violencia de otras estaciones, «para captar la respiración del mar, su tensión, su estado de ánimo». «El mar sostiene la mirada; la tierra, nuestros pies», decía. Por la intensidad del vínculo que une las nubes a los vientos, le enseñaba cómo adivinar el tiempo que haría sin lugar a dudas, y raras eran las veces que se equivocaba. Arthur conocía el jardín como la palma de su mano, podía desplazarse por él con los ojos cerrados, incluso andando hacia atrás. Ningún rincón le resultaba desconocido. Cada madriguera tenía un nombre, y todo animal que decidía dormirse allí para siempre, su sepultura. Pero, por encima de todo, le había enseñado a amar y a podar las rosas. La rosaleda era un lugar como impregnado de magia, donde se mezclaban cientos de perfumes. Lili lo llevaba para contarle cuentos en los que los niños sueñan con hacerse adultos y los adultos con volver a ser niños. De todas las flores, las rosas eran sus preferidas.

Una mañana de principios de verano entró en su habitación al despuntar el día, se sentó en la cama, junto a su cabeza, y empezó a acariciarle el pelo.

– Levántate, Arthur, vas a venir conmigo.

El niño asió los dedos de su madre, los apretó con su manita y se volvió, con la mejilla contra la palma de su mano. Una sonrisa que expresaba perfectamente la ternura del momento iluminó su cara. La mano de Lili tenía un olor que no se borraría nunca de la memoria olfativa de Arthur. Una mezcla de varías esencias de perfume que ella preparaba sentada ante su tocador y que todas las mañanas se aplicaba en el cuello. Uno de esos recuerdos que van unidos a la memoria de las fragancias.

– Venga, cariño, que tenemos que hacer una carrera con el sol. Te espero en la cocina dentro de cinco minutos.

El niño se puso unos pantalones viejos de algodón y un grueso jersey y se desperezó bostezando. Se había vestido en silencio -ella le había enseñado a respetar la quietud del alba- y se había calzado las botas de goma, pues sabía perfectamente adonde irían después de desayunar. Una vez a punto, fue a la gran cocina.

– No hagas ruido. Antoine todavía está durmiendo.

Ella le había enseñado a apreciar el sabor del café, pero sobre todo su aroma.