– Está guapa, ¿verdad? Yo creía que la muerte me daría miedo, pero la veo hermosa.
Tomó una mano de su madre; las venas azuladas que se dibujaban en la piel, muy suave y clara, parecían describir el curso de su vida, largo, tumultuoso, colorido. Acercó la cara a ella y se acarició lentamente la mejilla antes de depositar un beso en la palma.
¿Qué beso de hombre podría rivalizar con tanto amor?
– Te quiero -dijo-, te he querido como quiere un niño, y ahora estarás en mi corazón de hombre hasta el último día.
– ¿Arthur? -dijo Antoine.
– Sí…
– Toma, es una carta suya para ti. Ahora te dejo solo. Una vez solo, Arthur olió el sobre y aspiró el perfume que lo impregnaba. Luego lo abrió.
Querido Arthur:
Cuando leas esta carta, sé que en alguna parte, en el fondo de ti, estarás muy enfadado conmigo por haberte gastado esta jugarreta.
Arthur, ésta es mi última carta y es también mi testamento de amor.
Mi alma emprende el vuelo impulsada por toda la felicidad que me has proporcionado. La vida es maravillosa, Arthur; nos damos cuenta cuando se retira de puntillas, pero se saborea con el apetito de todos los días.
En determinados momentos nos hace dudar de todo, pero tú no te rindas nunca, mi vida. Desde el día que naciste he visto en tus ojos esa luz que te convierte en un niño muy distinto de los demás. Te he visto caer y levantarte apretando los dientes, en circunstancias en las que cualquier otro niño habría llorado. Ese valor es lo que te da fuerza, pero también es tu punto débil.
Ten cuidado; las emociones están hechas para ser compartidas, la fuerza y el valor son como dos bastones que pueden volverse contra el que los utiliza mal. Los hombres también tienen derecho a llorar, Arthur, los hombres también sufren.
A partir de ahora ya no estaré ahí para responder a tus preguntas de niño, porque ha llegado para ti el momento de convertirte en un hombrecito.
En el largo periplo que te espera, no pierdas nunca tu alma de niño, no olvides nunca tus sueños; serán el motor de tu existencia, formarán el sabor y el olor de tus mañanas. Muy pronto conocerás un amor distinto del que sientes por mí. Cuando llegue ese día, compártelo con la persona que te quiera; los sueños vividos en pareja constituyen los recuerdos más hermosos. La soledad es un jardín donde el alma se seca; las flores que crecen en él no tienen perfume.
El amor tiene un sabor maravilloso. Recuerda que, para recibir, hay que dar; recuerda que, para poder amar, hay que ser uno mismo. Confía en tu instinto, hijo, sé fiel a tu conciencia y a tus emociones, vive tu vida, sólo tienes una. Ahora eres responsable de ti mismo y de aquellos a los que quieras. Sé digno, ama, no pierdas esa mirada que tanto nos unía cuando compartíamos el amanecer. Recuerda las horas que hemos pasado juntos podando los rosales, contemplando la luna, identificando el perfume de las flores, escuchando los ruidos de la casa para comprenderlos. Son cosas muy sencillas, en ocasiones desusadas, pero no dejes que las personas amargadas o hastiadas desvirtúen esos instantes mágicos para quien sabe vivirlos. Esos momentos tienen un nombre, Arthur: fascinación. Y que tu vida sea una fascinación sólo depende de ti. Es el mayor deleite de ese largo viaje que te espera.
Hijo mío, te dejo. Aférrate a la tierra, es muy hermosa. Te quiero, has sido mi razón de vivir, y sé cuánto me quieres tú también. Me voy tranquila, estoy orgullosa de ti.
Mamá
El niño dobló la carta y se la guardó en el bolsillo. Besó la frente helada de su madre. Recorrió la biblioteca, pasando los dedos por los lomos de los libros. «La muerte de una madre es comparable al incendio de una biblioteca», decía ella. Salió de la habitación caminando con paso decidido, como ella le había enseñado: «Cuando un hombre se va, nunca debe volverse.»
Arthur salió al jardín; el rocío de la mañana dispensaba un suave frescor. El niño se acercó a los rosales y se arrodilló.
– Se ha ido, ya no vendrá a podaros las ramas. Si supierais -dijo-, si pudierais comprender… Tengo la impresión de que los brazos me pesan terriblemente.
El viento hizo responder a las flores moviendo sus pétalos; sólo entonces liberó Arthur sus lágrimas, allí, en la rosaleda. Desde la casa, de pie en el porche, Antoine contemplaba la escena.
– Lili, te has marchado demasiado pronto para él, demasiado pronto. Arthur se ha quedado solo. ¿Quién salvo tú sabía entrar en su universo? Si tienes algún poder allí donde estás ahora, ábrele las puertas de nuestro mundo.
Un cuervo graznó al fondo del jardín con todas sus ganas.
– Ah, no, Lili, eso no -dijo Antoine-. Yo no soy su padre.
Aquel día fue el más largo que vivió Arthur; muy entrada la noche, sentado en el porche, seguía respetando el silencio de aquel momento tan doloroso.
Antoine estaba sentado a su lado, pero ninguno de los dos hablaba. Ambos escuchaban los ruidos de la noche, sumergidos en la memoria de aquellas paredes. Poco a poco, las notas de una música desconocida hasta entonces comenzaron a danzar en la cabeza del pequeño: las corcheas hacían caer los sustantivos, las blancas, los adverbios, las negras, los verbos, y los silencios, todas las frases que ya no querían decir nada.
– ¿Antoine?
– Sí, Arthur…
– Me ha dado su música.
Y a continuación, el niño se durmió entre los brazos de Antoine.
Antoine permaneció inmóvil largo rato, sujetando a Arthur por debajo del brazo, por miedo a despertarlo. Cuando estuvo seguro de que dormía profundamente, lo tomó en brazos y entró en la casa. Sólo hacía unas horas que Lili se había ido y la atmósfera ya había cambiado. Una resonancia indescriptible, ciertos olores y ciertos colores parecían difuminarse para desaparecer mejor.
«Tenemos que grabar nuestros recuerdos, congelar estos instantes», murmuraba Antoine mientras subía la escalera. Al llegar al dormitorio de Arthur dejó al niño en la cama y lo tapó con una manta sin desnudarlo. Antoine acarició la cabeza del chiquillo y salió de puntillas.
Lili, antes de irse, lo había previsto todo. Unas semanas después de su muerte, Antoine cerró la gran casa y sólo dejó abiertas las dos estancias de abajo, donde se instaló para vivir el resto de sus días. Llevó a Arthur a la estación y lo acompañó hasta un tren que lo conduciría a un internado. Allí, Arthur creció solo. La vida de interno era agradable; se respetaba a los profesores, y a algunos hasta se les quería. Sin lugar a dudas, Lili había escogido el mejor sitio para él. Aparentemente, en aquel universo no había nada triste. Pero al entrar en él, Arthur se llevó los recuerdos que le había dejado su madre y llenó su cabeza con ellos hasta que ocuparon todo el espacio disponible. Aprendió a no vivir nada mal. Con los dogmas de Lili, elaboraba actitudes, gestos, razonamientos de lógica siempre implacable. Arthur era un niño tranquilo; el adolescente que le sucedió conservó la misma lógica, además de desarrollar un sentido de la observación fuera de lo común. El joven en que se convirtió parecía no tener nunca arrebatos. Fue un alumno normal, ni excelente ni malo; sus notas se situaban siempre ligeramente por encima de la media, salvo en historia, donde destacaba, y aprobó tranquilamente todos los cursos hasta acabar la enseñanza secundaria. Finalizada esta etapa, fue convocado por la directora del colegio una tarde de junio. Esta le contó que su madre, enterada de que padecía esa enfermedad que sólo te deja la duda de cuánto tiempo te concederá antes de llevársete, había ido a verla dos años antes de morir. Había pasado horas y horas disponiendo todos los detalles de su educación. Los estudios de Arthur estaban pagados hasta bien pasada la mayoría de edad. Al irse había hecho depositaria a la señora Senard, la directora, de varias cosas. Las llaves de la casa de Carmel, donde él había crecido, y las de un pequeño apartamento en la ciudad. El apartamento había estado alquilado hasta el mes anterior, pero había sido desalojado, de conformidad con las instrucciones dadas por su madre, al llegar él a la mayoría de edad. El dinero del alquiler había sido ingresado en una cuenta a su nombre, así como el resto de los ahorros que le había legado. Una bonita suma que le permitiría cursar estudios superiores e incluso mucho más.