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Arthur tomó el manojo de llaves que la señora Senard había dejado sobre la mesa. El llavero era una bolita de plata con una ranura en medio y un minúsculo cierre. Arthur lo levantó y la bola se abrió, mostrando una pequeñísima foto en cada lado. Una era de él cuando tenía siete años; la otra, de Lili. Arthur cerró con delicadeza el llavero.

– ¿Qué estudios superiores piensas cursar? -le preguntó la directora.

– Arquitectura. Quiero ser arquitecto.

– ¿No irás a Carmel, a esa casa?

– No, todavía no, más adelante.

– ¿Porqué?

– Ella sabe por qué. Es un secreto.

La directora se levantó y él hizo lo propio. Cuando llegaron a la puerta del despacho, lo abrazó con fuerza. Entonces puso en la mano de Arthur un sobre y cerró sus dedos sobre él.

– Es de ella -le susurró al oído-. Es para ti. Me pidió que te la entregara justo en este momento.

En cuanto la señora Senard abrió los dos batientes de la puerta, Arthur se adentró en el pasillo sin volverse, con las largas y pesadas llaves en una mano y la carta en la otra. Dobló al llegar a la gran escalera, y entonces ella cerró las dos grandes puertas de su despacho.

11

El coche recorría los últimos minutos de aquella larga noche; los faros iluminaban las franjas naranja y blanco que alternaban entre cada curva trazada al borde de los acantilados y cada línea recta enmarcada por un pantano y una playa desierta. Lauren se había adormilado; Paul conducía en silencio, concentrado en la carretera y sumido en sus pensamientos. Arthur aprovechó ese momento para sacar discretamente del bolsillo la carta que había guardado allí cuando tomó el manojo de largas y grandes llaves del secreter de su casa.

Cuando abrió el sobre, un olor cargado de recuerdos salió de su interior, mezcla de dos esencias que su madre preparaba en una gran botella de cristal amarillo con el tapón de plata mate. El aroma escapado de su envoltorio liberó el recuerdo que Arthur tenía de ella. Sacó la carta del sobre y la desdobló con cuidado.

Querido Arthur:

Si lees esta carta es porque al final te has decidido a emprender el camino hacia Carmel.

Me encantaría saber qué edad tienes ahora.

Tienes en las manos las llaves de la casa donde pasamos juntos unos años preciosos. Sabía que no volverías enseguida, que esperarías hasta sentirte preparado para despertarla.

Querido Arthur, dentro de nada cruzarás esa puerta cuyo ruido me es muy familiar. Recorrerás las habitaciones impregnadas de cierta nostalgia. Abrirás poco a poco los postigos para dejar entrar la luz del sol, que tanto voy a echar de menos. Volverás a la rosaleda y poco a poco te irás acercando a las rosas. Durante todo este tiempo, forzosamente se habrán vuelto salvajes.

También entrarás en mi despacho y te instalarás en él. En el armario encontrarás una pequeña maleta negra; ábrela si tienes ganas y fuerzas. Contiene cuadernos llenos de páginas que te escribí todos los días a lo largo de tu infancia.

Tienes la vida ante ti; tú eres su único dueño. Sé digno «de todo lo que yo he amado».

Te quiero desde allí arriba y velo por ti.

Tu madre, Lili

Cuando llegaron a la bahía de Monterrey despuntaba el día. El cielo estaba cubierto de una seda rosa claro, trenzada en largas cintas ondulantes que en algunos puntos parecían unirse con el mar en el horizonte. Arthur indicó el camino. Habían pasado años. El nunca había recorrido aquella carretera sentado delante, pero cada kilómetro le resultaba familiar, cada cercado y cada puerta que dejaban atrás surgían de su memoria infantil. Hizo una señal con la mano cuando hubo que dejar la carretera principal. Después de la siguiente curva, se vislumbrarían los límites de la finca. Paul siguió sus indicaciones; llegaron a un camino de tierra azotada por las lluvias invernales y secada por los calores del estío. Al doblar una curva, la puerta de hierro forjado verde se alzó ante ellos.

– Ya hemos llegado -dijo Arthur.

– ¿Tienes las llaves?

– Sí, voy a abrir. -Bajó del coche-. Tú ve hasta la casa y espérame allí; yo iré a pie.

– ¿Va contigo ella o se queda en el coche?

Arthur se inclinó hasta la altura de la ventanilla y le dijo a su amigo:

– Pregúntaselo tú directamente.

– No, prefiero no hacerlo.

– Te dejo solo. Creo que de momento es mejor así -intervino Lauren, dirigiéndose a Arthur.

– ¡Vaya suerte! ¡Se queda contigo! -le dijo Arthur a Paul, sonriendo.

El coche se alejó, levantando a su paso una nube de polvo. Al quedarse solo, Arthur contempló el paisaje que lo rodeaba. Anchas franjas de tierra ocre, con algunos pinos piñoneros y albares, secuoyas, granados y algarrobos, parecían extenderse hasta el mar. El suelo estaba sembrado de agujas enrojecidas por el sol. Tomó la pequeña escalera de piedra que bordeaba el camino. Hacia la mitad del recorrido, vislumbró los restos de la rosaleda a su derecha. El jardín estaba abandonado; una multitud de perfumes entremezclados provocaban a cada paso una danza incontrolable de recuerdos olfativos.

A su paso, las cigarras callaron un instante antes de reanudar su canto con ímpetu renovado. Los altos árboles se inclinaban, mecidos por el ligero viento de la mañana. Algunas olas rompían contra las rocas. Frente a él, vio la casa dormida, tal como la había dejado en sus sueños. Le parecía más pequeña; la fachada había sufrido algunos desperfectos, pero el tejado se hallaba intacto. Los postigos estaban cerrados. Paul había aparcado ante el porche y lo esperaba fuera del vehículo.

– ¡Has tardado mucho en llegar!

– ¡Más de veinte años!

– ¿Qué hacemos?

Instalarían el cuerpo de Lauren en el despacho, en la planta baja. Arthur introdujo la llave en la cerradura y, sin vacilar, la hizo girar al revés, exactamente como debía hacerlo para abrir. La memoria contiene fragmentos de recuerdos que puede sacar a flote en cualquier momento sin que sepamos por qué. Hasta el ruido del pestillo le pareció inmediato. Entró en el pasillo, abrió la puerta del despacho, a la izquierda de la entrada, cruzó la estancia y abrió los postigos. Deliberadamente, no prestó ninguna atención a lo que le rodeaba; el momento de redescubrir aquel lugar vendría más tarde, y había decidido vivir plenamente esos instantes. Con gran rapidez descargaron las cajas, instalaron el cuerpo en la cama-sofá y aplicaron de nuevo la perfusión. Arthur entornó los postigos y pasó la falleba. Después tomó un paquete marrón e invitó a Paul a que lo acompañara a la cocina.

– Voy a hacer café. Abre el paquete.

Del armario que quedaba encima del fregadero sacó un objeto metálico de forma singular, compuesto de dos piezas simétricas y opuestas. Comenzó a separarlas haciendo girar cada una de las mitades en sentido inverso.

– ¿Qué es eso? -preguntó Paul.

– Es una cafetera italiana.

– ¿Una cafetera italiana?

Arthur le explicó cómo funcionaba. Lo más interesante era que no requería filtro de papel, y así el aroma se conservaba mucho mejor. Se ponían dos o tres cucharadas colmadas de café en un pequeño depósito que se colocaba entre la parte de abajo, después de llenarla de agua, y la de arriba. Se enroscaban entre sí las dos piezas y se ponía el artilugio sobre el fuego. Al hervir, el agua subía, atravesaba el café almacenado en el pequeño depósito agujereado y llegaba a la parte superior, filtrada simplemente por una fina rejilla metálica. El único truco consistía en retirar a tiempo la cafetera del fuego para que el agua no hirviera en la parte de arriba, pues ya no era agua sino café, y el café hervido es una bazofia. Cuando hubo acabado la explicación, Paul comentó:

– Oye, ¿se tiene que ser ingeniero bilingüe para hacer café en esta casa?

– ¡Lo que hace falta es talento, porque es todo un ceremonial!