– Ha aguantando bien -comentó Lauren.
– Antoine era un maniático del mantenimiento. Jardinero, maestro del bricolaje, pescador, niñera, guarda de la casa… Era un escritor que había venido a parar aquí y al que mamá había dado albergue. Vivía en el pequeño anexo. Antes de que papá sufriera el accidente de avión, era amigo de mis padres. Yo creo que siempre estuvo enamorado de mamá, incluso cuando papá aún estaba aquí. Y sospecho que acabaron por ser amantes, pero mucho más tarde. Los dos hablaban poco, al menos mientras yo estaba despierto, pero entre ellos había una gran complicidad. Se comprendían con la mirada. Curaron en sus silencios comunes toda la violencia de sus respectivas vidas. Reinaba entre ellos un sosiego que resultaba desconcertante, como si se hubieran impuesto el deber de no experimentar nunca más rabia o rebeldía.
– ¿Qué ha sido de él?
Refugiado en el despacho, la estancia donde habían instalado el cuerpo de Lauren, había sobrevivido diez años a Lili. Antoine se había pasado el final de su vida manteniendo la casa. Lili le había dejado dinero; su estilo era preverlo todo, incluso lo imprevisible. Antoine se le parecía en eso. Murió en el hospital a principios de un invierno. Una mañana soleada y fresca, se había despertado cansado. Mientras engrasaba los goznes de la puerta de entrada, había sentido un dolor sordo en el pecho. Había avanzado entre los árboles buscando el aire que le faltaba. El viejo pino bajo en el que dormía la siesta en primavera y verano lo había acogido bajo sus ramas cuando, incapaz de sostenerse, acabó por caer. Atenazado por el dolor, se había arrastrado hasta la casa y había pedido auxilio a unos vecinos. Había sido trasladado al hospital de Monterrey, donde falleció el lunes siguiente. Se hubiera dicho que había preparado su partida. Tras su muerte, el notario se había puesto en contacto con Arthur para preguntarle qué había que hacer con la casa.
– Me dijo que se había quedado de piedra cuando vino aquí. Antoine lo había dejado todo en orden, como si fuera a irse de viaje el día que se encontró mal.
– Tal vez pensaba hacerlo.
– ¿Antoine, irse de viaje? No, qué va… Si para conseguir que fuera a Carmel de compras había que empezar a negociar con él varios días antes… No, yo creo que tuvo el instinto de los elefantes viejos, que presintió que le llegaba la hora; o quizá ya había tenido bastante y se abandonó.
Para explicar su punto de vista, se remitió a la respuesta de su madre a una pregunta que un día él le había hecho sobre la muerte. Arthur quería saber si las personas mayores tenían miedo de morir, y ella le había dado la siguiente respuesta, que tenía muy fresca en la memoria: «Cuando has pasado un buen día, te has levantado temprano para acompañarme a pescar, has corrido y has trabajado en los rosales con Antoine, al llegar la noche estás cansado y, aunque habitualmente no te gusta nada irte a la cama, te sientes feliz de meterte entre las sábanas para conciliar el sueño. Esas noches no tienes miedo de dormirte.
»Pues bien, la vida es en cierto modo como uno de esos días. Al principio experimentamos cierta tranquilidad diciéndonos que un día descansaremos. Quizá porque, con el tiempo, el cuerpo nos impone las cosas con menos facilidad. Todo se vuelve más difícil y fatigoso, así que la idea de dormirse para siempre ya no da miedo como antes.»
– Mamá ya estaba enferma y creo que sabía de lo que hablaba.
– ¿Qué le dijiste tú?
– Me agarré a su brazo y le pregunté si estaba «cansada». Ella sonrió. En fin, lo que quería decir con todo esto es que no creo que Antoine estuviera cansado de vivir, en el sentido depresivo; yo creo que había adquirido una forma de sabiduría.
– Como los elefantes -dijo Lauren en voz baja.
Se encaminaron hacia la casa, pero Arthur, sintiéndose preparado para entrar en la rosaleda, se desvió.
– Por aquí vamos al corazón del reino, la rosaleda…
– ¿Por qué es el corazón del reino?
¡Era el Lugar! A Lili le entusiasmaban las rosas. Era el único tema sobre el que había discutido con Antoine.
– Mamá conocía absolutamente todas las flores. No podías cortar ni una sola sin que ella se diera cuenta.
Había una cantidad inimaginable de variedades. Ella pedía esquejes por catálogo y disfrutaba cultivando especies del mundo entero, sobre todo si en la descripción se especificaba que el desarrollo de la planta requería unas condiciones climáticas muy distintas de las de allí. Era un reto desmentir a los floricultores y lograr que esos esquejes prosperaran.
– ¿Tantas había?
Él había contado hasta ciento treinta y cinco. Durante una lluvia torrencial, su madre y Antoine se habían levantado a media noche, habían ido corriendo al garaje y agarrado una lona que debía de medir diez metros de ancho por treinta de largo. Antoine había enganchado tres de las puntas de la lona en lo alto de unos palos, y la última la habían sostenido los dos con las manos, subidos uno en un taburete y el otro en una silla de árbitro de tenis. Habían pasado así parte de la noche, sacudiendo aquel paraguas gigante cuando resultaba demasiado pesado por la cantidad de agua acumulada. La tormenta había durado más de tres horas.
– Si hubiera habido un incendio dentro de la casa, estoy seguro de que no habrían estado tan excitados. Si los hubieses visto al día siguiente… Estaban destrozados.
Pero, eso sí, la rosaleda se había salvado.
– ¡Mira! -dijo Lauren al entrar en el jardín-. ¡Todavía hay muchísimas!
– Sí, son rosas silvestres. Esas no le temen ni al sol ni a la lluvia, y conviene ponerse guantes para cortarlas porque están repletas de espinas.
Pasaron buena parte del día descubriendo y redescubriendo el inmenso jardín que rodeaba la casa. Arthur le enseñó a Lauren los árboles, las inscripciones que había hecho en la corteza de algunos. Pasado un pino piñonero, le señaló el lugar donde se había roto la clavícula.
– ¿Cómo fue?
– Estaba maduro y caí del árbol.
Y el día transcurrió sin que se dieran cuenta. A la hora prevista, fueron de nuevo a la orilla del mar, se sentaron en las rocas y contemplaron ese espectáculo que gente de todo el mundo va a ver. Lauren abrió los brazos y exclamó:
– ¡Miguel Ángel está en forma esta tarde!
Arthur la miró sonriendo. La noche cayó muy deprisa. Se refugiaron en la casa. Arthur se ocupó de «los cuidados del cuerpo» de Lauren. Luego encendió la chimenea del saloncito, donde se instalaron ambos después de que él hubiera tomado una cena ligera.
– Y esa maleta negra que has mencionado antes, ¿qué es?
– ¡No se te escapa nada!
– Presto atención, simplemente.
– Es una maleta que pertenecía a mamá. Ahí guardaba todas sus cartas y todos sus recuerdos. Creo que esa maleta contiene lo esencial de su vida.
– ¿Por qué lo crees?
Esa maleta era un gran misterio. Él podía disponer de toda la casa, salvo del armario donde estaba guardada. Prohibición expresa de acercarse.
– ¡Y te aseguro que no me hubiera arriesgado a hacerlo!
– ¿Dónde está?
– Ahí al lado, en el despacho.
– ¿Y no has venido nunca para abrirla? ¡No puedo creerlo!
Debía de contener toda la vida de su madre, y no había querido precipitar ese momento; se había dicho que tenía que ser adulto y estar dispuesto de verdad a exponerse a abrirla para comprender.
– Bueno, la verdad es que siempre me ha dado mucho miedo -confesó finalmente al observar la expresión escéptica de Lauren.
– ¿Por qué?
– No sé…, miedo de que cambie la imagen que he conservado de ella, miedo de que me invada la tristeza.
– ¡Ve a buscarla!
Arthur no se movió. Ella insistió en que fuera a buscarla, diciéndole que no tenía por qué tener miedo. Si Lili había metido toda su vida en una maleta, sin duda era para que un día su hijo supiese quién había sido. Ella no lo había querido para que viviera con el recuerdo de una imagen.
– El riesgo de amar es amar tanto los defectos como las cualidades, porque son indisociables. ¿De qué tienes miedo? ¿De juzgar a tu madre? No tienes alma de juez. No puedes fingir que el contenido de la maleta no existe, estás infringiendo su ley… ¡Te lo dejó para que lo sepas todo sobre ella, para prolongar lo que el tiempo no le dejó hacer, para que la conozcas de verdad, no sólo como niño, sino con tus ojos y tu corazón de hombre!