La recepcionista le había entregado los documentos y ella «había visto enseguida» que había algo sospechoso. Faltaba un impreso, y el azul no estaba bien cumplimentado.
– Me pregunto cómo es posible que esa cretina se dejara engañar.
Pilguez quiso conocer la identidad de la «cretina».
Se llamaba Emmanuelle y estaba de guardia el día anterior en admisión.
– Fue ella quien lo permitió.
George ya se había hartado de oír a la enfermera jefe, y como ella no se hallaba presente en el momento de producirse los hechos, tomó nota de los datos de todo el personal que estaba de guardia el día anterior y se despidió.
Desde el coche telefoneó a Nathalia y le pidió que invitara a todas aquellas personas a pasar por la comisaría antes de ir al trabajo.
Al final del día había escuchado a todo el mundo y sabía que, en la noche del domingo al lunes, un falso doctor con una bata robada a un médico auténtico, y muy desagradable por cierto, se había presentado en el hospital en compañía de un conductor de ambulancia y provisto de unos volantes de traslado falsificados. Los dos compinches se habían llevado sin ninguna dificultad el cuerpo de la señorita Lauren Kline, paciente en coma profundo. La declaración tardía de un externo le hizo corregir su informe: el falso doctor podía ser un verdadero médico, pues había sacado de un buen apuro al externo en cuestión al pedirle éste ayuda. Según la enfermera presente en aquel incidente imprevisto, la precisión con la que había aplicado una vía central hacía pensar en un cirujano o, al menos, en alguien que trabajaba en un servicio de urgencias. Pilguez había preguntado si un simple enfermero hubiera podido aplicar esa vía central, a lo que se le había respondido que enfermeros y enfermeras recibían ese tipo de formación, pero que, de todas formas, las decisiones tomadas, las indicaciones dadas al estudiante y la habilidad en la realización hacían pensar más bien que pertenecía al cuerpo médico.
– Bueno, ¿qué tienes de ese caso? -preguntó Nathalia, preparada para irse.
– Una historia que no acaba de convencerme. Un médico que al parecer fue al hospital a secuestrar a una mujer en coma. Un trabajo de profesional, una ambulancia fantasma, papeles administrativos falsificados…
– ¿De qué crees que se trata?
– Tal vez de tráfico de órganos. Roban el cuerpo, lo llevan a un laboratorio secreto, operan, extraen las partes que les interesan…, hígado, riñones, corazón, pulmones y demás, y lo venden por una fortuna a clínicas poco escrupulosas y necesitadas de dinero.
Le pidió que intentara obtener la lista de todos los establecimientos privados que disponían de un quirófano digno de tal nombre y que tenían dificultades económicas.
– Son las nueve, encanto, y me gustaría irme a casa. Eso puede esperar hasta mañana. No creo que las clínicas que te interesan vayan a declararse en quiebra durante la noche.
– ¿Ves como eres voluble? Esta mañana me anotabas en tu carnet de baile y esta noche ya te niegas a pasar una velada genial conmigo. Te necesito, Nathalia, échame una mano, preciosa.
– Eres un manipulador, querido George, porque por las mañanas no utilizas el mismo tono de voz.
– Sí, vale, pero ahora es de noche. ¿Qué? ¿Me ayudas? Vamos, quítate la rebeca de tu abuela y ayúdame.
– ¿Te das cuenta? Una petición hecha con tanta delicadeza es irresistible. Que pases una buena noche.
– ¿Nathalia?
– Sí, George…
– ¡Eres maravillosa!
– George, mi corazón no está disponible.
– ¡Yo no apuntaba tan alto, cielo!
– ¿Es tuyo eso?
– No.
– Ya me extrañaba.
– Bueno, vete a casa, ya me las arreglaré.
Nathalia se dirigió a la puerta, y al llegar se volvió.
– ¿Estás seguro de que podrás?
– Pues claro. ¡Vete a cuidar el gato!
– Soy alérgica a los gatos.
– Entonces, quédate a ayudarme.
– Buenas noches, George.
Nathalia bajó la escalera deslizando la mano por la barandilla.
Una vez solo en aquel piso, pues el equipo que se quedaba de guardia por la noche se instalaba en la planta baja de la comisaría, Pilguez encendió la pantalla del ordenador y se conectó con el fichero central. Después tecleó la palabra «clínica» y encendió un cigarrillo mientras esperaba que el servidor efectuara la búsqueda. Unos minutos más tarde, la impresora empezó a vomitar unas sesenta hojas de papel impreso. El inspector, ceñudo, se llevó el montón a su despacho.
– ¡Bueno, no es para tanto! Total, para averiguar cuáles podrían estar en la ruina, no hay más que ponerse en contacto con un centenar de bancos regionales y pedirles la lista de los establecimientos privados que han solicitado préstamos bancarios durante los diez últimos meses.
Había hablado en voz alta, y en la penumbra de la entrada oyó la voz de Nathalia:
– ¿Por qué los diez últimos meses?
– Porque es lo que dice el instinto policial. ¿Por qué has vuelto?
– Porque es lo que dice el instinto femenino.
– Muy amable por tu parte.
– Todo dependerá del sitio a donde me lleves a cenar después. ¿Crees que tienes una pista?
La pista en cuestión le parecía demasiado fácil. Le pidió a Nathalia que llamara a la sala de coordinación de las patrullas municipales y preguntara si por casualidad había algún rastro de un informe sobre una ambulancia que hiciera referencia a la noche del domingo.
– ¡Un golpe de suerte puede tenerlo cualquiera! -dijo.
Nathalia descolgó el teléfono. En el otro extremo de la línea, el policía de guardia efectuó una búsqueda en su terminal, pero no se había presentado ningún informe de esas características. Nathalia le pidió que ampliara la búsqueda a la región, pero también en este caso las pantallas permanecieron en blanco. El policía lo sentía mucho, pero ninguna ambulancia había cometido una infracción o había sido objeto de un control en la noche del domingo al lunes. Nathalia colgó tras pedirle que se le informara de cualquier novedad al respecto.
– Lo siento, no tienen nada.
– Bueno, entonces te llevo a cenar, porque los bancos no nos dirán nada esta noche.
Fueron al Perry's y tomaron asiento en la sala que daba a la calle.
George escuchaba a Nathalia distraído, dejando flotar la mirada a través de la cristalera.
– ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, George?
– Es una de esas preguntas que no hay que hacerse nunca, preciosa.
– ¿Porqué?
– ¡Cuando se ama no se cuenta!
– ¿Cuánto?
– Lo suficiente para que me aguantes y no lo bastante para que ya no me soportes.
– ¡No, hace mucho más tiempo!
– Lo de las clínicas no encaja. No veo claro el móvil. ¿Para qué?
– ¿Has hablado con la madre?
– No. Lo haré mañana por la mañana.
– Quizás haya sido ella porque está harta de ir al hospital.
– No digas tonterías. Una madre no lo haría, es demasiado arriesgado.
– Quiero decir que tal vez quería acabar con el asunto. Ir a ver a su hija todos los días en ese estado… A veces se debe de acabar aceptando la idea de la muerte.
– ¿Y te imaginas a una madre organizando una cosa así para matar a su propia hija?
– No, tienes razón, es demasiado retorcido.
– Sin el móvil, no lo encontraremos.
– Sigue estando tu pista de las clínicas.
– Creo que es un callejón sin salida, no la veo clara.
– ¿Por qué dices eso ahora? Querías que me quedara a trabajar contigo esta noche.
– ¡Lo que yo quería era que cenases conmigo! Porque es demasiado evidente. No podrán volver a hacerlo. Todos los hospitales del condado van a estar muy atentos, y no creo que valga la pena arriesgarse por el dinero que pueda obtenerse de un solo cuerpo. ¿Cuánto vale un riñón?
– Dos riñones, un hígado, un bazo y un corazón pueden valer fácilmente ciento cincuenta mil dólares.
– ¡Caramba, es más caro que en la carnicería!
– Eres repugnante.
– ¿Lo ves? No se sostiene. Para una clínica que estuviera en la ruina, ciento cincuenta mil dólares no cambiarían nada. No es una cuestión de dinero.