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– ¿Y saben por qué la practico yo? -preguntó.

Porque ningún estudiante de quinto curso aceptaría reducir una fractura en el cuerpo de una persona cerebralmente muerta desde hacía más de dos horas. De modo que les rogaba que no hicieran preguntas y les agradecía que se prestaran al juego; tardarían quince minutos como máximo. Pero Lauren era una de sus alumnas y todo el personal médico presente en la sala comprendía al cirujano y lo apoyaba. Entró un radiólogo y pidió que le pasaran unas placas de escáner. Los negativos mostraban un hematoma a la altura del lóbulo occipital. Se decidió efectuar una punción para liberar la compresión. Se practicó un orificio en la parte posterior de la cabeza; controlando la trayectoria a través de una pantalla, el cirujano atravesó las meninges con una fina aguja y dirigió ésta hasta el lugar donde se hallaba el hematoma. El cerebro no parecía afectado. El flujo sanguíneo corrió por la sonda. La presión intracraneal descendió casi al instante. El anestesista aumentó de inmediato el caudal de oxígeno enviado al cerebro mediante la intubación de las vías respiratorias. Las células, liberadas de la presión, recobraron un metabolismo normal, eliminando poco a poco las toxinas acumuladas. La perspectiva de la intervención cambiaba de minuto en minuto. Todo el equipo olvidaba de forma progresiva que estaba operando a un ser humano clínicamente muerto. Cada uno se metió en su papel, y se fueron encadenando los movimientos diestros. Se hicieron radiografías de la pared costal, se repararon las fracturas de las costillas y se practicó una punción en la pleura. La intervención fue metódica y precisa. Cinco horas más tarde, el profesor Fernstein se quitaba los guantes. Pidió que cerraran las heridas y que después trasladaran a la paciente a la sala de reanimación. A continuación ordenó que, una vez pasados los efectos de la anestesia, desconectaran toda clase de asistencia respiratoria.

Dio las gracias de nuevo a su equipo por su presencia y su futura discreción. Antes de abandonar la sala, le pidió a Betty, una de las enfermeras, que lo avisara cuando hubieran desconectado a Lauren. Salió del quirófano y se dirigió a paso rápido a los ascensores, Al pasar por delante del mostrador, le preguntó a la recepcionista si el doctor Stern todavía se encontraba en el recinto del hospital. La joven le contestó que no y el médico se alejó abatido, no sin antes darle las gracias e indicarle que estaría en su despacho por si alguien preguntaba por él.

Desde el quirófano, Lauren fue conducida a la sala de reanimación. Betty conectó el monitoring cardíaco, el electroencefalógrafo y la cánula de intubación al respirador artificial. Con todo aquello, la joven parecía un cosmonauta. La enfermera tomó una muestra de sangre y salió de la habitación. La paciente dormía plácidamente, sus párpados parecían dibujar los contornos de un universo de sueño sereno y profundo.

Media hora más tarde, Betty telefoneó al profesor Fernstein y le dijo que Lauren ya no estaba bajo los efectos de la anestesia. El le preguntó cuáles eran sus constantes vitales. La enfermera le confirmó lo que se esperaba, que seguían estables, e insistió para que le repitiera lo que debía hacer.

– Desconecte el respirador -dijo el médico-. Yo bajaré enseguida -añadió antes de colgar.

Betty entró en la sala y separó la sonda de la cánula, dejando que la paciente intentara respirar por sí misma. Unos instantes después retiró la cánula, liberando de este modo la tráquea.

Apartó un mechón de pelo de la cara de Lauren, la miró con ternura y salió, apagando la luz. La habitación quedó bañada por la luz verde del aparato de encefalografía, cuyo trazado seguía siendo plano. Eran casi las nueve y media de la noche y todo estaba en silencio.

Al cabo de una hora, la señal del osciloscopio comenzó a temblar, al principio muy levemente. De pronto, el punto que marcaba el extremo de la línea se elevó considerablemente, para descender de forma vertiginosa y volver a la horizontal.

Nadie fue testigo de esta anomalía. El azar es así. Betty entró de nuevo en la estancia una hora más tarde. Tomó las constantes de Lauren, desenrolló unos centímetros de la tira de papel que expulsaba la máquina, vio la punta anormal, frunció el entrecejo y siguió revisando unos centímetros más. Al constatar que seguía habiendo una línea recta, tiró el papel sin darle más vueltas al asunto. Descolgó el teléfono mural y llamó a Fernstein.

– Soy yo. Tenemos un coma profundo con constantes estables. ¿Qué hago?

– Busque una cama en la quinta planta. Gracias, Betty.

Fernstein colgó.

4

Invierno de 1996

Arthur pulsó el mando a distancia de la puerta del garaje y aparcó el coche. Subió por la escalera interior y entró en su nuevo apartamento. Cerró la puerta, empujándola con un pie, dejó la cartera, se quitó el abrigo y se arrellanó en el sofá. Una veintena de cajas esparcidas en medio del salón le recordó sus obligaciones. Se quitó el traje, se puso unos vaqueros y comenzó a vaciar las cajas, colocando en las estanterías los libros que contenían. El parqué crujía bajo sus pies. Unas horas más tarde, cuando hubo acabado, dobló las cajas de cartón, pasó el aspirador y acabó de arreglar la cocina. Entonces contempló su nuevo nido. «Debo de estar volviéndome un poco maniático», se dijo mientras se dirigía al cuarto de baño. Una vez allí, dudó entre darse una ducha o un baño. Al fin se decidió por el baño, abrió el grifo, conectó la pequeña radio que estaba sobre el radiador, junto a los armarios roperos de madera, se desnudó y se metió en la bañera exhalando un suspiro de alivio.

Mientras Peggy Lee cantaba Fever en el 101.3 de la FM, Arthur sumergió la cabeza varias veces en el agua. Primero le llamó la atención la calidad sonora de la canción que estaba escuchando, y después el sorprendente realismo de la estereofonía, sobre todo tratándose de un aparato que se suponía que era monofónico. De hecho, prestando mucha atención, parecía que el chasquido de dedos que acompañaba la melodía procediera del interior del armario. Intrigado, salió del agua y se acercó sigilosamente para oír mejor. El sonido era cada vez más preciso. Vaciló, respiró hondo y abrió bruscamente las dos hojas. Con los ojos como platos, dio un paso atrás.

Escondida entre las perchas, había una mujer con los ojos cerrados, aparentemente cautivada por el ritmo de la canción, que hacía chascar los dedos al tiempo que tarareaba.

– ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? -preguntó Arthur.

La mujer abrió los ojos, sobresaltada.

– ¿Me ve?

– Pues claro que la veo.

Parecía absolutamente sorprendida por el hecho de que la viese. El le aclaró que no estaba ni ciego ni sordo y volvió a preguntarle qué hacía allí. Por toda respuesta, ella dijo que aquello le parecía fantástico. Arthur no veía nada «fantástico» en aquella situación y, en un tono más irritado, le preguntó por tercera vez qué estaba haciendo en su armario a aquellas horas de la noche.

– Creo que no se da usted cuenta -dijo ella-. ¡Tóqueme un brazo!

Él se quedó desconcertado. La mujer insistió.

– Tóqueme el brazo, por favor.

– No, no pienso tocarle el brazo. ¿Qué está ocurriendo aquí?

La mujer asió a Arthur de la muñeca y le preguntó si la sentía cuando lo tocaba. Él, exasperado, le confirmó con firmeza que la había sentido cuando lo había tocado, y que también la veía y la oía perfectamente. Después le preguntó por cuarta vez quién era y qué hacía en su armario. Ella eludió totalmente la pregunta y repitió, muy contenta, que era «fabuloso» que la viera, la oyera y pudiera tocarla. Arthur, que había tenido un día agotador, no estaba de humor para tonterías.

– ¡Ya está bien, señorita! ¿Se trata de una broma de mi socio? ¿Quién es usted? ¿Una call-girl de regalo de inauguración de piso?

– ¿Siempre es usted tan grosero? ¿Acaso tengo pinta de puta?

Arthur suspiró.

– No, no tiene aspecto de puta, pero está escondida en mi ropero casi a las doce de la noche.

– ¡Oiga, es usted quien está en cueros, no yo!