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– Pero esa experiencia no la he repetido. Me resulta demasiado penoso estar a su lado sin poder comunicarme con ella.

Además, Kali percibía su presencia y empezaba a dar vueltas en redondo gimiendo; aquello volvía loco al pobre animal. Había ido allí porque al fin y al cabo era su casa, y seguía siendo el sitio donde se encontraba mejor.

– Vivo en una soledad absoluta. No se imagina lo que es no poder hablar con nadie, ser totalmente transparente, no existir ya en la vida de nadie. Así que comprenderá mi sorpresa y mi excitación cuando usted me ha hablado esta noche, en el armario, y me he dado cuenta de que me veía. No sé por qué, pero, con tal de que esto dure, podría seguir hablándole durante horas. ¡Necesito tanto hablar! ¡Tengo centenares de frases almacenadas!

El frenesí de palabras dejó paso a un instante de silencio. Unas lágrimas asomaron por la comisura de sus ojos. Miró a Arthur. Le pasó una mano por la mejilla y por debajo de la nariz.

– Debe de creer que estoy loca.

Arthur se había calmado, impresionado por la emoción de la muchacha, sobrecogido por el portentoso relato que acababa de escuchar.

– No. Todo esto es muy…, ¿cómo lo diría?…, inquietante, sorprendente, insólito. No sé qué decir. Quisiera ayudarla, pero no sé cómo.

– Deje que me quede aquí. Pasaré inadvertida, no le causaré molestias.

– ¿Cree realmente todo lo que acaba de contarme?

– Usted no cree ni una palabra de lo que le he contado, ¿verdad? Está diciéndose que tiene delante a una chica completamente desequilibrada, sin ninguna posibilidad.

El le pidió que se pusiera en su lugar. Si ella se hubiera encontrado a media noche a un hombre escondido en el armario de su casa, ligeramente sobreexcitado, intentando explicarle que era una especie de fantasma en coma, ¿qué habría pensado y cuál habría sido su reacción en caliente?

La joven esbozó una sonrisa, con el rostro más distendido, y acabó por confesarle que, «en caliente», sin duda habría gritado; admitió que había circunstancias atenuantes, cosa que él le agradeció.

– Créame, Arthur, se lo suplico. Nadie puede inventarse una historia así.

– Por supuesto que sí. Mi socio es capaz de idear una broma de este calibre.

– Esto no es ninguna broma de su socio. ¡Olvídese de él!

Cuando Arthur le preguntó cómo sabía su nombre de pila, Lauren contestó que ya estaba allí desde mucho antes de que él se instalara. Lo había visto visitar el apartamento y firmar con el agente inmobiliario el contrato sobre el mostrador de la cocina. También estaba allí cuando habían llegado las cajas y cuando se le había roto la maqueta de avión al desembalarla. Para ser sincera, le había hecho mucha gracia el cabreo que había pillado, aunque lo sentía por él. También le había visto colgar aquel insípido cuadro encima de la cama.

– Es usted un poco maniático. Cambiar veinte veces de sitio el sofá para acabar poniéndolo en el único que queda bien… Era tan evidente que me entraban ganas de decírselo. Estoy aquí con usted desde el primer día. He estado todo el tiempo.

– ¿También está cuando me meto en la ducha y en la cama?

– No soy una mirona. Aunque…, bueno, reconozco que no está mal del todo.

Arthur frunció el entrecejo. La chica era muy convincente o, más bien, estaba muy convencida, pero él tenía la impresión de estar dando vueltas en redondo; aquella historia no tenía sentido. Si ella quería creerla, era cosa suya; él no tenía ningún motivo para intentar demostrarle lo contrario, no era su psiquiatra. Lo que él quería era dormir y, para conseguirlo, le ofreció alojamiento por una noche; él dormiría en el sofá del salón, «que tanto le había costado colocar bien», y le cedería el dormitorio. Al día siguiente ella volvería a su casa, al hospital, a donde quisiera, y sus vidas seguirían caminos distintos. Pero Lauren no estaba de acuerdo. Se plantó delante de él, ceñuda, absolutamente decidida a hacerse escuchar, respiró hondo y le enumeró una sorprendente serie de cosas que había hecho durante los últimos días. Le reprodujo la conversación telefónica que había mantenido con Carol-Ann dos días antes, hacia las once de la noche. Ella le colgó justo después de que él le diera una lección de moral, bastante pomposa por cierto, sobre las razones por las que no quiere oír hablar más de su historia. «¡Créame!» Le recordó las dos tazas que había roto mientras vaciaba las cajas, «¡créame!», que se había despertado tarde y se había quemado con el agua de la ducha, «¡créame!», así como el tiempo que había pasado buscando las llaves del coche, cabreado consigo mismo. «¡Créame de una vez!» A ella, la verdad, le parecía que era muy despistado, porque estaban en la mesita de la entrada. La compañía telefónica había ido el martes a las cinco de la tarde y le había hecho esperar media hora. Y se había comido un sandwich de pastrami, se había manchado la chaqueta y se había cambiado antes de volver a salir.

– ¿Me cree ahora?

– Lleva varios días espiándome. ¿Por qué?

– ¡Oiga, que esto no es el Watergate! ¡La casa no está llena de cámaras y micrófonos!

– ¿Y por qué no? Sería más coherente que su historia, ¿no?

– ¡Tome las llaves del coche!

– ¿Para ir adonde?

– Al hospital. Voy a llevarlo a que me vea.

– ¡Faltaría más! Es casi la una de la madrugada y voy a presentarme en el hospital, que está en la otra punta de la ciudad, y a pedirles a las enfermeras de guardia que tengan la bondad de llevarme urgentemente a la habitación de una mujer a la que conozco porque su fantasma está en mi apartamento, que me gustaría dormir, pero que ella es muy cabezota y que es la única manera de que me deje en paz.

– ¿Ve otra?

– ¿Otra qué?

– Otra manera. Porque no me dirá que va a poder conciliar el sueño…

– Pero ¿qué he hecho yo para que Dios me castigue de esta manera?

– Usted no cree en Dios. Se lo dijo por teléfono a su socio cuando hablaban de un contrato. «Paul, yo no creo en Dios. Si nos sale bien este negocio será porque somos los mejores, y si nos sale mal habrá que hacer una autocrítica y sacar las conclusiones pertinentes.» Muy bien, pues dedique cinco minutos a hacer una autocrítica, es todo lo que le pido, ¡Créame! Le necesito, es usted la única persona…

Arthur descolgó el teléfono y marcó el número de su socio.

– ¿Te he despertado?

– ¡No, qué tontería! Es la una de la madrugada y estaba esperando que me llamases para acostarme -contestó Paul.

– ¿Tenía que llamarte?

– No, no tenías que llamarme… y sí, me has despertado. ¿Qué quieres a estas horas?

– Pasarte a alguien y decirte que tus bromas son cada vez más estúpidas.

Arthur le tendió el auricular a Lauren y le pidió que hablara con su socio. Ella no podía tomar el teléfono; le explicó que no podía tomar ningún objeto. Paul, que estaba impacientándose, le preguntó desde el otro lado de la línea con quién hablaba. Arthur sonrió, victorioso, y pulsó el botón «manos libres» del aparato.

– ¿Me oyes, Paul?

– Claro que te oigo. Oye, ¿a qué estás jugando? Me gustaría dormir.

– A mí también me gustaría dormir. Calla un segundo. Habla con él, Lauren, habla con él ahora.

Ella se encogió de hombros.

– Si se empeña… Hola, Paul, seguramente usted no me oye, pero su socio no me escucha.

– Bueno, Arthur, si me has llamado para no decir nada, yo sí tengo una cosa que decirte: es muy tarde.

– Contéstale.

– ¿A quién?

– A la persona que acaba de hablarte.

– La persona que acaba de hablarme eres tú y estoy contestándote.

– ¿No has oído a nadie más?

– Oye, Juana de Arco, ¿eres víctima del estrés?