– Eres un salvaje, José -dijo-. No entiendes nada.
– Lo agarró con fuerza por la manga.- Anda, di que sí debía matarlo la mujer.
– Está bien -dijo José, con un sesgo conciliatorio-. Todo será como tú dices.
– ¿Eso no es defensa propia? -dijo la mujer, sacudiéndole por la manga.
José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. «Casi, casi», dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.
– ¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? -dijo.
– Depende -dijo José.
– ¿Depende de qué? -dijo la mujer.
– Depende de la mujer -dijo José.
– Suponte que es una mujer que quieres mucho -dijo la mujer-. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
– Bueno, como tú quieras, reina -dijo José, laxo, fastidiado.
Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como podría ver a un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.
– ¡José!
El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla; apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad. Apenas una mirada de juguete.
– Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada -dijo la mujer.
– Sí -dijo José-. Lo que no me has dicho es para dónde.
– Por ahí -dijo la mujer-. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.
José volvió a sonreír.
– ¿En serio te vas? -preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro.
– Eso depende de ti -dijo la mujer-. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.
– Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.
– Si vuelves por aquí debes traerme algo.
– Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo -dijo ella.
José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.
– ¿Qué? -dijo José, sin mirarla.
– ¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a las seis menos cuarto? -dijo la mujer.
– ¿Para qué? -dijo José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.
– Eso no importa -dijo la mujer-. La cosa es que lo hagas.
José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punto.
– Está bien, reina -dijo distraídamente-. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.
– Bueno -dijo la mujer-. Entonces, prepárame el bistec.
El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.
– Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina -dijo.
– Gracias, Pepillo -dijo la mujer.
Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada, hasta cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Entonces vio al hombre que estaba junto a la estufa, iluminado por el alegre fuego ascendente.
– Pepillo.
– Ah.
– ¿En qué piensas? -dijo la mujer.
– Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda -dijo José.
– Claro que sí -dijo la mujer-. Pero lo que quiero que me digas es si me darás todo lo que te pidiera de despedida.
José la miró desde la estufa.
– ¿Hasta cuándo te lo voy a decir? -dijo-. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?
– Sí -dijo la mujer.
– ¿Qué? -dijo José.
– Quiero otro cuarto de hora.
José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
– En serio que no entiendo, reina -dijo.
– No seas tonto, José -dijo la mujer-. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.
(1950)
Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles
Nabo estaba de bruces sobre la hierba muerta. Sentía el olor a establo orinado estregándose en el cuerpo. Sentía en la piel gris y brillante el rescoldo tibio de los últimos caballos, pero no sentía la piel. Nabo no sentía nada. Era como si se hubiera quedado dormido con el último golpe de la herradura en la frente y ahora no tuviera más que ese solo sentido. Un doble sentido que le indicaba a la vez el olor a establo húmedo y el innumerable cositeo de los insectos invisibles en la hierba. Abrió los párpados. Volvió a cerrarlos y permaneció quieto después, estirado, duro, como había estado toda la tarde, sintiéndose crecer sin tiempo, hasta cuando alguien dijo a sus espaldas: «Anda, Nabo. Ya dormiste bastante». Se volteó y no vio los caballos, pero la puerta estaba cerrada. Nabo debió imaginar que las bestias estaban en algún lugar de la oscuridad, a pesar de que no oía su impaciente cocear. Imaginaba que quien le hablaba lo hacía desde afuera de la caballeriza, porque la puerta estaba cerrada por dentro y la tranca corrida. Otra vez dijo la voz a sus espaldas: «Es cierto, Nabo, ya dormiste bastante. Tienes como tres días de estar durmiendo…» Sólo entonces Nabo abrió los ojos por completo y recordó: «Estoy aquí porque me pateó un caballo».
No sabía en qué hora estaba viviendo. Ahora los días habían quedado atrás. Era como si alguien hubiera pasado una esponja húmeda sobre aquellos remotos sábados en la noche en que iba a la plaza del pueblo. Se olvidó de la camisa blanca. Se olvidó de que tenía un sombrero verde, de paja verde, y un pantalón oscuro. Se olvidó de que no tenía zapatos. Nabo iba a la plaza los sábados en la noche, se sentaba en un rincón, callado, pero no para oír la música sino para ver al negro. Todos los sábados lo veía. El negro usaba anteojos de carey amarrados a las orejas y tocaba el saxofón en uno de los atriles posteriores. Nabo veía al negro, pero el negro no veía a Nabo. Por lo menos, si alguien hubiera visto seguido que Nabo iba a la plaza los sábados por la noche para ver al negro y le hubiera preguntado (no ahora porque no podría recordarlo) si el negro lo había visto alguna vez, Nabo habría dicho que no. Era lo único que hacía después de cepillar los caballos: ver al negro.
Un sábado el negro no estuvo en su puesto de la banda. Nabo debió pensar al principio que no volvería a tocar en los conciertos populares, a pesar de que el atril estaba allí. Aunque precisamente por eso, porque el atril estaba allí, fue por lo que más tarde pensó que el negro volvería el sábado siguiente. Pero el sábado siguiente no volvió ni estaba el atril en su puesto.