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Nabo se volteó sobre un costado y vio al hombre que le hablaba. Al principio no lo reconoció, borrado por la oscuridad de la caballeriza. El hombre estaba sentado en una saliente del entablado, hablando y dándose golpecitos en las rodillas. «Me pateó un caballo», volvió a decir Nabo, tratando de reconocer al hombre. «Es verdad», dijo el hombre. «Ahora los caballos no están aquí y te estamos esperando en el coro». Nabo sacudió la cabeza. Todavía no había empezado a pensar. Pero ya creía haber visto al hombre en alguna parte. El hombre decía que a Nabo lo estaban esperando en el coro. Nabo no entendía, pero tampoco extrañaba que alguien le dijera eso, porque todos los días, mientras cepillaba los caballos, inventaba canciones para distraerlos. Después cantaba en la sala para distraer a la niña muda, con las mismas canciones de los caballos. Pero la niña estaba en otro mundo, en el mundo de la sala, sentada, con los ojos fijos en la pared. Si cuando cantaba alguien le hubiera dicho que lo llevaría a un coro, no se habría sorprendido. Ahora se sorprendía menos porque no entendía. Estaba fatigado, embotado, bruto. «Quiero saber dónde están los caballos», dijo. Y el hombre dijo: «Ya te dije que los caballos no están aquí. Sólo nos interesaba traer una voz como la tuya». Y quizás, boca abajo sobre la hierba, Nabo oía, pero no podía diferenciar el dolor que había dejado la herradura en la frente, de las otras sensaciones desordenadas. Volvió la cabeza en la hierba y se quedó dormido.

Nabo fue todavía durante dos o tres semanas a la plaza, a pesar de que el negro ya no estaba en la banda. Tal vez alguien le habría respondido si Nabo hubiera preguntado qué había sucedido con el negro. Pero no lo preguntó, sino que siguió asistiendo a los conciertos hasta cuando otro hombre, con otro saxófono, vino a ocupar el puesto del negro. Entonces Nabo se convenció de que el negro no volvería más y resolvió no volver él mismo a la plaza. Cuando despertó creía haber dormido muy poco tiempo. Todavía le ardía en la nariz el olor a hierba húmeda. Todavía permanecía la oscuridad, delante de sus ojos, rodeándolo. Pero todavía el hombre estaba en el rincón. La voz oscura y pacífica del hombre que se golpeaba las rodillas, diciendo: «Te estamos esperando, Nabo. Tienes como dos años de estar durmiendo y no has querido levantarte». Entonces Nabo volvió a cerrar los ojos. Los abrió luego. Se quedó mirando hacia el rincón y vio otra vez al hombre, desorientado, perplejo. Sólo entonces lo reconoció.

Si los de la casa hubiéramos sabido qué hacía Nabo en la plaza los sábados en la noche habríamos pensado que cuando dejó de ir lo hizo porque ya tenía música en la casa. Esto fue cuando llevamos la ortofónica para distraer a la niña. Cuando se necesitaba una persona que le diera cuerda durante todo el día, parecía lo más natural que esa persona fuera Nabo. Podría hacerlo cuando no tuviera que atender a los caballos. La niña permanecía sentada, oyendo los discos. A veces, cuando la música estaba sonando, la niña bajaba del asiento, todavía sin dejar de mirar la pared, babeando, y se arrastraba hasta el comedor. Nabo levantaba la aguja y empezaba a cantar. Al principio, cuando llegó a la casa y le preguntamos qué sabía hacer, Nabo dijo que sabía cantar. Pero eso no le interesaba a nadie. Lo que se necesitaba era un muchacho que cepillara los caballos. Nabo se quedó, pero siguió cantando, como si lo hubiéramos aceptado para que cantara y eso de cepillar los caballos no fuera sino una distracción que hacía más liviano el trabajo. Eso duró más de un año, hasta cuando los dos de la casa nos acostumbramos a la idea de que la niña no podría caminar, no reconocería a nadie, no dejaría de ser la niña muerta y sola que oía la ortofónica, mirando la pared fríamente, hasta cuando la levantábamos del asiento y la conducíamos al cuarto. Entonces dejó de dolernos, pero Nabo siguió fiel, puntual, dándole cuerda a la ortofónica. Eso fue por los días en que Nabo no había dejado de asistir a la plaza los sábados en la noche. Un día, cuando el muchacho estaba en la caballeriza, alguien dijo junto a la ortofónica: «Nabo». Estábamos en el corredor, sin preocuparnos de lo que nadie hubiera podido decir. Pero cuando oímos por segunda vez «Nabo», levantamos la cabeza y preguntamos: ¿Quién está con la niña? Y alguien dijo: «No he visto entrar a nadie». Y otro dijo: «Estoy seguro de haber oído una voz que dijo: ¡Nabo!» Pero cuando fuimos a ver sólo encontramos a la niña en el suelo, recostada contra la pared.

Nabo regresó temprano y se acostó. Fue el sábado siguiente que no volvió a la plaza porque el negro ya había sido reemplazado y tres semanas después, un lunes, la ortofónica empezó a sonar mientras Nabo se encontraba en la caballeriza. Nadie se preocupó al principio. Sólo después, cuando vimos venir al negrito, cantando y chorreando todavía el agua de los caballos, le dijimos: «¿Por dónde saliste?» Él dijo: «Por la puerta. Estaba en la caballeriza desde el mediodía». «La ortofónica está sonando. ¿No la oyes?», le dijimos. Y Nabo dijo que sí. Y nosotros le dijimos: «¿Quién le dio cuerda?» Y él, encogiéndose de hombros: «La niña. Hace tiempo es ella la que le da cuerda».

Así estuvieron las cosas hasta el día en que lo encontramos de bruces en la hierba, encerrado en la caballeriza y con la orilla de la herradura incrustada en la frente. Cuando lo levantamos por los hombros, Nabo dijo: «Estoy aquí porque me pateó un caballo». Pero nadie se interesó por lo que él pudiera decir. Nos interesaban los ojos fríos y muertos y la boca llena de espumarajos verdes. Pasó toda la noche llorando, ardido por la fiebre, delirando, hablando del peine que se perdió en los yerbales de la caballeriza. Esto fue el primer día. Al siguiente, cuando abrió los ojos y dijo: «Tengo sed» y le llevamos agua y se la bebió toda de un sorbo y pidió un poco más dos veces, le preguntamos cómo se sentía y él dijo: «Me siento como si me hubiera pateado un caballo». Y siguió hablando durante todo el día y toda la noche. Y finalmente se sentó en la cama, señaló hacia arriba, con el índice, y dijo que el galope de los caballos no lo había dejado dormir en toda la noche. Pero desde la noche anterior no tenía fiebre. Ya no deliraba, pero siguió hablando hasta cuando le introdujeron un pañuelo en la boca. Entonces Nabo empezó a cantar por detrás del pañuelo: a decir que oía, junto a la oreja, la respiración de los caballos, buscando el agua por encima de la puerta cerrada. Cuando le quitamos el pañuelo para que comiera algo, se volteó contra la pared y todos creímos que se había dormido y hasta es posible que hubiera dormido un poco. Pero cuando despertó ya no estaba en la cama. Tenía los pies atados y las manos atadas a un horcón del cuarto. Amarrado, Nabo empezó a cantar.

Cuando lo reconoció Nabo le dijo al hombre: «Yo lo he visto antes». Y el hombre dijo: «Todos los sábados me veías en la plaza», y Nabo dijo: «Es verdad, pero yo creía que yo lo veía a usted y usted no me veía». Y el hombre dijo: «Nunca te vi, pero después, cuando dejé de ir, sentí como si alguien hubiera dejado de verme los sábados». Y Nabo dijo: «Usted no volvió más pero yo seguí yendo durante tres o cuatro semanas». Y el hombre, todavía sin moverse, dándose golpecitos en las rodillas, «Yo no podía volver a la plaza, a pesar de que era lo único que valía la pena». Nabo trató de incorporarse, sacudió la cabeza en la hierba y siguió oyendo la fría voz obstinada, hasta cuando ya no tuvo tiempo ni siquiera para saber que otra vez se estaba quedando dormido. Siempre, desde cuando lo pateó el caballo, le sucedía eso. Y siempre oía la voz «Te estamos esperando, Nabo. Ya no hay manera de medir el tiempo que llevas de estar dormido».

Cuatro semanas después de que el negro volvió a la banda, Nabo le estaba peinando la cola a uno de los caballos. Nunca lo había hecho. Simplemente los cepillaba y se ponía a cantar mientras tanto. Pero el miércoles había ido al mercado y había visto un peine y se había dicho: «Este peine para peinarle la cola a los caballos». Entonces fue cuando sucedió lo del caballo que le dio la patada y lo dejó atolondrado para toda la vida, diez o quince años antes. Alguien dijo en la casa: «Era preferible que se hubiera muerto aquel día y no que siguiera así, rematado, hablando disparates para toda la vida». Pero nadie había vuelto a verlo desde el día en que lo encerramos. Sólo sabíamos que estaba allí, encerrado en el cuarto, y que desde entonces la niña no había vuelto a mover la ortofónica. Pero en la casa apenas teníamos interés en saberlo. Lo habíamos encerrado como si fuera un caballo, como si la patada le hubiera comunicado la torpeza y se le hubiera incrustado en la frente toda la estupidez de los caballos; la animalidad. Y lo dejamos aislado en cuatro paredes, como si hubiéramos resuelto que se muriera de encierro porque no habíamos tenido la suficiente sangre fría para matarlo de otra manera. Así pasaron catorce años, hasta cuando uno de los niños creció y dijo que tenía deseos de verle la cara. Y abrió la puerta.