Nabo volvió a mirar al hombre. «Me pateó un caballo», dijo. Y el hombre dijo: «Hace siglos que estás diciendo eso y mientras tanto, te estamos aguardando en el coro». Nabo volvió a sacudir la cabeza, volvió a hundir la frente herida en la hierba y creyó recordar, de pronto, cómo habían sucedido las cosas. «Era la primera vez que le peinaba la cola a un caballo», dijo. Y el hombre dijo: «Nosotros lo quisimos así, para que vinieras a cantar en el coro». Y Nabo dijo: «No he debido comprar el peine». Y el hombre dijo: «De todos modos lo habrías encontrado. Nosotros habíamos resuelto que encontraras el peine y le peinaras la cola a los caballos». Y Nabo dijo: «Nunca me había parado detrás». Y el hombre, todavía tranquilo, todavía sin parecer impaciente: «Pero te paraste y el caballo te pateó. Era la única manera de que vinieras al coro». Y la conversación, implacable, diaria, continuó hasta cuando alguien dijo en la casa: «Hacía como quince años que nadie abría esa puerta». La niña (no había crecido. Había pasado de los treinta años y empezaba a entristecer en los párpados) estaba sentada, mirando la pared, cuando abrieron la puerta. Ella volteó el rostro, olfateando, hacia el otro lado. Y cuando cerraron la puerta, volvieron a decir: «Nabo está tranquilo. Ya no se mueve adentro. Un día de esos se morirá y no lo sabremos sino por el olor». Y alguien dijo: «Lo sabremos por la comida. Nunca ha dejado de comer. Está bien así, encerrado, sin que nadie lo moleste. Por el lado de atrás le entra buena luz». Y las cosas se quedaron de ese modo; sólo que la niña siguió mirando hacia la puerta, olfateando el vaho caliente que se filtraba por la hendidura. Estuvo así hasta la madrugada, cuando oímos un ruido metálico en la sala y recordamos que era el mismo ruido que se oía quince años atrás, cuando Nabo le daba cuerda a la ortofónica. Nos levantamos, encendimos la lámpara y oímos los primeros compases de la canción olvidada; de la canción triste que se había muerto en los discos desde hacía tanto tiempo. El ruido siguió sonando cada vez más forzado, hasta cuando se oyó un golpe seco, en el instante en que llegamos a la sala y sentimos que todavía el disco seguía sonando y vimos a la niña en el rincón junto a la ortofónica, mirando a la pared y con la manivela levantada, desprendida de la caja sonora. No nos movimos. La niña no se movió sino que siguió allí, quieta, endurecida, mirando la pared y con la manivela levantada. Nosotros no dijimos nada, sino que regresamos al cuarto, recordando que alguien nos había dicho alguna vez que la niña sabía darle cuerda a la ortofónica. Pensándolo nos quedamos sin dormir, oyendo la musiquita gastada del disco que seguía girando con el exceso de la cuerda rota.
El día anterior, cuando abrieron la puerta, olía adentro a desperdicios biológicos, a cuerpo muerto. El que había abierto gritó: «¡Nabo! ¡Nabo!» Pero nadie respondió desde adentro. Junto a la hendija estaba el plato vacío. Tres veces al día se introducía el plato por debajo de la puerta y tres veces el plato volvía a salir, sin comida. Por eso sabíamos que Nabo estaba vivo. Pero nada más que por eso.
Ya no se movía adentro, ya no cantaba. Y debió ser después que cerraron la puerta cuando Nabo dijo al hombre: «No puedo ir al coro». Y el hombre preguntó: «¿Por qué?» Y Nabo dijo: «Porque no tengo zapatos». Y el hombre, levantando los pies, dijo: «Eso no importa. Aquí nadie usa zapatos». Y Nabo vio la planta amarilla y dura de los pies descalzos que el hombre tenía levantados. «Hace una eternidad que estoy aquí», dijo el hombre. «Hace apenas un momento que me pateó el caballo», dijo Nabo. «Ahora me echaré un poco de agua en la cabeza y los llevaré a dar una vuelta». Y el hombre dijo: «Ya los caballos no necesitan de ti. Ya no hay caballos. Eres tú quien debe venir con nosotros». Y Nabo dijo: «Los caballos deberían de estar aquí». Se incorporó un poco, hundió las manos entre la hierba mientras el hombre decía: «Hace quince años que no tienen quien los cuide». Pero Nabo rasguñaba el suelo debajo de la hierba, diciendo: «Todavía debe estar el peine por aquí». Y el hombre decía: «La caballeriza la clausuraron hace quince años. Ahora está llena de escombros». Y Nabo decía: «No hay escombros que se formen en una tarde. Hasta que no encuentre el peine no me moveré de aquí».
Al día siguiente, después de que volvieron a asegurar la puerta, fue cuando volvieron a oírse los trabajosos movimientos interiores. Nadie se movió después. Nadie volvió a decir nada cuando se oyeron los primeros crujidos y la puerta empezó a ceder, presionada por una fuerza descomunal. Se oía, adentro, como el jadeo de una bestia acorralada. Finalmente se oyó el chasquido de los goznes oxidados al romperse, cuando Nabo volvió a sacudir la cabeza. «Mientras no encuentre el peine no iré al coro», dijo. «Debe estar por aquí». Y escarbó la hierba, rompiéndola, arañando el suelo, hasta cuando el hombre dijo: «Está bien, Nabo. Si lo único que esperas para venir al coro es encontrar el peine, anda a buscarlo». Se inclinó hacia adelante, oscurecido el rostro por una paciente soberbia. Apoyó las manos contra la talanquera y dijo: «Anda, Nabo. Yo me encargaré de que nadie pueda detenerte».
Y entonces la puerta cedió y el enorme negro bestial, con la áspera cicatriz marcada en la frente (a pesar de que habían transcurrido quince años) salió atropellándose por encima de los muebles, tropezando con las cosas, levantados y amenazantes los puños, que aún tenían la cuerda con que lo amarraron quince años antes (cuando era un muchachito negro que cuidaba los caballos): vociferando por los corredores, después de haber empujado con el hombro la puerta de una tempestad, y pasó (antes de llegar al patio) junto a la niña, que permanecía sentada todavía con la manivela de la ortofónica en la mano desde la noche anterior (ella al ver la negra fuerza desencadenada, recordó algo que en un tiempo debió ser palabra) y llegó al patio (antes de encontrar la caballeriza), después de haberse llevado con el hombro el espejo de la sala, pero sin ver a la niña (ni junto a la ortofónica ni el espejo) y se puso de cara al sol, con los ojos cerrados, ciego (cuando todavía no cesaba adentro el estrépito de los espejos rotos) y corrió sin dirección como un caballo vendado, buscando instintivamente la puerta de la caballeriza que quince años de encierro habían borrado de su memoria pero no de sus instintos (desde aquel remoto día en que le peinó la cola al caballo y quedó atolondrado para toda la vida) y dejando atrás la catástrofe, la disolución, el caos, como un toro vendado en un cuarto lleno de lámparas, hasta cuando llegó al patio de atrás (todavía sin encontrar la caballeriza) y escarbó el suelo con esa furiosa tempestuosidad con que se había llevado el espejo, pensando quizás que al escarbar la hierba se levantaría de nuevo el olor a orín de yegua, antes de llegar por completo a las puertas de la caballeriza (y ahora más fuerte él mismo que su propia fuerza turbulenta) y empujarla antes de tiempo y caer adentro, de bruces, agonizante quizás, pero todavía ofuscado por esa feroz animalidad que medio segundo antes no le permitió oír a la niña que levantó la manivela, cuando lo vio pasar, y recordó babeando, pero sin moverse de la silla, sin mover la boca sino haciendo girar la manivela de la ortofónica en el aire, recordó la única palabra que había aprendido a decir en su vida y la gritó desde la sala: «¡Nabo! ¡Nabo!»