– Dicen que ir de compras es un bálsamo para los afligidos -señaló Rook-. O tal vez la feliz viuda esté devolviendo algunos modelitos de diseño para conseguir algo de dinero.
Cuando Rook desapareció en el baño de hombres, Heat marcó el número de Noah Paxton. No tenía nada que ocultarle a Rook, simplemente no quería tratos con sus burlas de preadolescente. Ni ver esa sonrisa que la hacía derretirse. Maldijo al alcalde por la deuda que había hecho que ella tuviera que soportarlo.
Paxton contestó y le dijo que había encontrado los documentos del seguro de vida que quería ver.
– Bien, enviaré a alguien a buscarlos.
– También he recibido la visita de esos contables forenses de los que me habló. Copiaron todos mis archivos y se fueron. Usted no bromeaba.
– Son los dólares de sus impuestos en acción. -No pudo resistirse a añadir-: ¿Paga sus impuestos?
– Sí, aunque no es necesario que se fíe de mí. Sus censores jurados de cuentas con placas y pistolas parecen capaces de informarla.
– Cuente con ello.
– Escuche, sé que no me he mostrado demasiado abierto a cooperar.
– Lo ha hecho bastante bien. Después de que lo amenazara.
– Me gustaría pedirle disculpas. Al parecer, no llevo bien el dolor.
– No sería el primero, Noah -dijo Nikki-, créame.
Esa noche se sentó sola en la fila central del cine, riendo y engullendo palomitas. Nikki Heat estaba hechizada, enfrascada en una inocente historia y embelesada por la maravillosa animación digital. Se dejó llevar como si fuera una casa atada a un millar de globos. Sólo noventa minutos después, volvió a soportar de nuevo su carga mientras volvía a casa atontada por la ola de calor, que hacía que ascendieran desagradables olores por las rejillas del metro e, incluso en la oscuridad, dejaba sentir el calor acumulado durante el día que irradiaban los edificios al pasar al lado de ellos.
En momentos como ése, sin el trabajo para esconderse, sin las artes marciales para tranquilizarse, siempre le volvían aquellas imágenes a la cabeza. Ya habían pasado diez años, pero seguía siendo la semana pasada y la noche pasada y todas ellas entretejidas. El tiempo no importaba. Nunca lo hacía cuando volvía a revivir «la Noche».
Eran las primeras vacaciones universitarias de Acción de Gracias desde que sus padres se habían divorciado. Nikki se había pasado el día de compras con su madre, una tradición de la tarde anterior a Acción de Gracias transformada en una misión sagrada por la nueva soltería de su progenitora. Había una hija decidida a tener, si no el mejor día de Acción de Gracias de su vida, al menos uno lo más parecido posible a lo normal, a pesar de la silla vacía en la cabecera de la mesa y los fantasmas de tiempos más felices.
Aquella noche, ambas se encerraron como siempre hacían en la cocina del apartamento tamaño Nueva York para hacer tartas para el día siguiente. Manejando el rodillo para estirar la masa congelada, Nikki defendía su deseo de cambiarse de inglés a teatro. ¿Dónde estaba la canela en rama? ¿Cómo se podían haber olvidado de la canela en rama? Su madre nunca usaba canela molida en las tartas de los días de fiesta. Rallaba ella misma un palito, y ¿cómo podían haberlo pasado por alto en su lista?
Nikki se sintió como si le hubiera tocado la lotería cuando encontró un tarro de ellos en el pasillo de las especias de Morton Williams en Park Avenue South. Para asegurarse, cogió el móvil y llamó a su casa. Sonó y sonó. Cuando saltó el contestador, se dijo que quizá su madre no oía el teléfono con el ruido de la batidora. Pero luego contestó. Se disculpó con los chirridos del contestador de fondo, se estaba limpiando la mantequilla de las manos. Nikki odiaba la aguda reverberación del contestador, pero su madre nunca sabía cómo apagar ese maldito trasto sin desconectarlo. Estaban a punto de cerrar, ¿necesitaba algo más del súper? Esperó mientras su madre iba con el teléfono inalámbrico a ver si había leche condensada.
Entonces Nikki oyó el ruido de cristales rotos.
Y los gritos de su madre. Se le aflojaron las rodillas y llamó a su madre. La gente que estaba en las cajas volvió la cabeza. Otro grito. Mientras oía caerse el teléfono al otro lado de la línea, Nikki dejó caer el tarro de canela en rama y corrió hacia la puerta. Mierda, era la puerta de entrada. La abrió a la fuerza y se precipitó hacia la calle, donde casi la atropella un repartidor con su bicicleta. Dos manzanas de distancia. Mantenía el teléfono móvil pegado a la oreja mientras corría, rogándole a su madre que dijera algo, que cogiera el teléfono, que dijera qué había pasado. Oyó una voz masculina como en medio de un forcejeo. Los gemidos de su madre y cómo su cuerpo se desplomaba cerca del teléfono. Un sonido de algo metálico rebotando en el suelo de la cocina. Sólo una manzana más. Un repiqueteo de botellas en la puerta de la nevera. El ruido de una lata al abrirse. Pasos. Silencio.
Y luego, el débil y apagado gemido de su madre. Y a continuación sólo un susurro. «Nikki…».
Capítulo 4
Nikki no subió a casa inmediatamente después de ver la película. Se quedó de pie en la acera, bajo el cálido y esponjoso aire de la noche de verano mirando hacia arriba, a su apartamento, en el que había vivido de niña hasta que se había ido a la universidad a Boston, y del que se había vuelto a ir para comprar canela en rama porque la molida no servía. Lo único que había allá arriba, en aquel piso de dos habitaciones, era soledad sin tregua. Tenía diecinueve años otra vez y entraba en una cocina en la que la sangre de su madre formaba un charco que se metía por debajo de la nevera o, si intentaba alejar aquellas imágenes, escuchaba alguna noticia en el metro y oía hablar de más crímenes: fruto del calor, dirían en Team Coverage. Crímenes fruto del calor. Hubo un tiempo en que eso hacía sonreír a Nikki Heat.
Sopesó la posibilidad de enviarle un mensaje a Don, su entrenador de lucha, para ver si le apetecía una cerveza y unas cuantas llaves en un combate cuerpo a cuerpo en la cama, frente a la alternativa de dejar que algún gracioso nocturno trajeado le echase una mano sin ocupar el baño por la mañana. Pero había otra opción.
Veinte minutos después, en su sala de brigada de la comisaría completamente vacía, la detective giraba su silla para contemplar la pizarra blanca. Ya lo había pulido en su cabeza, tenía todos los elementos disponibles hasta la fecha pegados y garabateados dentro de ese marco en el que aún no se veía ningún cuadro: la lista de las correspondencias de las huellas dactilares, la tarjeta verde de cinco por siete con sus apartados de las coartadas de Kimberly Starr y sus vidas anteriores, fotos del cadáver de Matthew Starr tras estrellarse contra la acera, fotos del Departamento Forense de la marca del puñetazo en el torso de Starr con la peculiar forma hexagonal dejada por un anillo.
Se levantó y se acercó a la foto de la marca del anillo. Más que analizar el tamaño y la forma, la detective la escuchó a sabiendas de que, en cualquier momento, cualquiera de las pruebas podía ponerse a hablar. Esa foto, más que cualquiera de las otras pruebas de la pizarra, le estaba susurrando algo. La había tenido en el oído todo el día y su susurro era el sonido que la había llevado a la sala de brigada en la tranquilidad de la noche para poder escuchar con claridad. Su susurro era una pregunta: «¿Por qué un asesino que lanzaba a un hombre por un balcón, lo agredía además con inofensivos puñetazos?». Aquellas marcas no eran contusiones al azar resultantes de cualquier refriega. Eran precisas y claras, algunas hasta se superponían. Don, su instructor de lucha, llamaba a eso «pintar» al contrincante.
Una de las primeras cosas que Nikki Heat había emprendido cuando se hizo con el mando de su unidad de homicidios era un sistema que facilitaba compartir la información. Entró en el servidor y abrió el archivo ochoa sólo de lectura. Se desplazó por las páginas hasta llegar a la entrevista del portero del Guilford como testigo. Adoraba a Ochoa, pensó. Su habilidad con el teclado era una mierda, pero tomaba notas maravillosas y hacía preguntas certeras.