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La agente Heat intentó interpretar su tono de voz. ¿Era verdadera exasperación, o estaba fingiendo?

– Mientras esperamos, quiero que vea unas fotos. -Heat se sentó en la misma silla tapizada de su última visita y sacó un sobre tipo manila. Paxton se sentó frente a ella en el sofá, y ella desplegó dos filas de imágenes de diez por quince sobre la mesa de centro lacada en rojo situada delante de él.

– Observe detenidamente a estas personas. Dígame si alguna de ellas le resulta familiar.

Paxton analizó cada una de las doce fotos. Nikki hizo lo habitual durante un reconocimiento de fotos, analizar a su analizador. Era metódico, de derecha a izquierda, primero la fila superior y luego la inferior, sin cambios de orden, todo muy constante. Sin ningún sentimiento de deseo, se preguntó si sería así en la cama y, una vez más, pensó en la carretera que no había cogido que conducía hacia las afueras y hacia rutinas más agradables.

– Lo siento, pero no reconozco a ninguna de estas personas -dijo Paxton, cuando hubo acabado. Y luego añadió lo que todos dicen cuando no reconocen a nadie-: ¿El asesino es uno de ellos? -Y volvió a mirar, como todos hacían, preguntándose cuál de ellos sería, como si lo pudieran descubrir a simple vista.

– ¿Puedo hacer una pregunta tonta? -dijo Rook mientras Heat metía de nuevo las fotos en el sobre. Como siempre, no esperó a que le dieran permiso para sacar a pasear la lengua-. Si Matthew Starr estaba tan arruinado, ¿por qué no vendía alguna de sus posesiones y listo? Estoy viendo todos estos muebles antiguos, la colección de arte… Esa lámpara de araña podría financiar a un país emergente durante un año.

Heat miró la araña de porcelana italiana, los apliques franceses, la exposición de pinturas enmarcadas que cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo abovedado, el espejo dorado de estilo Luis xv y los ornamentados muebles, y pensó de nuevo que a veces el Mono Escritor soltaba verdaderas perlas.

– No me siento cómodo hablando de esto -dijo, mirando por encima del hombro de Nikki, como si Kimberly Starr pudiera entrar en cualquier momento.

– Es una pregunta sencilla -dijo la detective. Sabía que lamentaría darle la razón a Rook, pero añadió-: Y muy buena. Y usted es el hombre del dinero, ¿no?

– Ojalá fuera tan fácil de explicar.

– Inténtelo. Porque usted me ha hablado de lo arruinado que estaba el hombre, de que había llevado a pique la empresa, de las fugas de su fortuna personal como si fuera un tanque de petróleo de Alaska, y luego veo todo esto. ¿Cuál es su valor, por cierto?

– Eso sí se lo puedo decir -afirmó-. E.E.A., entre cuarenta y ocho y sesenta millones.

– ¿E.E.A.?

Rook respondió a la pregunta:

– En la economía actual.

– Aunque se lo compraran a precio de ganga, cuarenta y ocho millones resuelven muchos problemas.

– Les he enseñado los libros, les he explicado el mapa financiero, he mirado sus fotos, ¿no es suficiente?

– No. ¿Y sabe por qué? -Con los antebrazos en las rodillas, ella se inclinó hacia adelante y continuó-: Porque hay algo que no quiere contarnos, pero va a hacerlo, aquí o en comisaría.

Le dio un tiempo para que pudiera mantener fuese cual fuese el diálogo interno que estaba teniendo.

– No me parece correcto hablar mal de él en su propia casa cuando acaba de morir -dijo el contable tras unos segundos. Ella esperó de nuevo, y él prosiguió-: Matthew tenía un ego monstruoso. Hay que tenerlo para llegar a lo que él consiguió, pero el suyo se salía de los gráficos. Su narcisismo hacía que esta colección fuera intocable.

– Pero tenía problemas financieros -señaló ella.

– Que es precisamente la razón por la que ignoró mi consejo, o más bien debería decir mi insistencia, para que la vendiera. Quería que vendiera antes de que los acreedores fueran a por ella cuando se declarase en bancarrota, pero esta habitación era su palacio. La prueba para él y para el mundo de que seguía siendo el rey. -Ahora que lo había soltado, Paxton estaba más animado y se puso a caminar recorriendo las paredes-. Ya vio las oficinas ayer. De ninguna manera, Matthew podía citar a un cliente allí. Así que los traía aquí para poder negociar desde su trono, rodeado por este pequeño Versalles. La Colección Starr. Adoraba cómo los peces gordos observaban estas sillas Reina Ana y preguntaban si eran para sentarse. O cómo se quedaban mirando un cuadro y preguntaban cuánto había pagado por él. Y si no le preguntaban, él se aseguraba de contárselo. A veces yo tenía que girar la cara de la vergüenza.

– ¿Y ahora qué va a pasar con todo esto?

– Ahora, por supuesto, puedo empezar la liquidación. Hay deudas que pagar, eso sin contar con mantener los caprichos de Kimberly. Creo que preferirá perder unas cuantas fruslerías para mantener su estilo de vida.

– Y cuando haya saldado las deudas, ¿le quedará lo suficiente como para que no importe que su marido no tuviera seguro de vida?

– No creo que Kimberly vaya a necesitar que hagan un telemaratón en beneficio suyo -comentó Paxton.

Nikki lo procesó mientras deambulaba por la habitación. La última vez que había estado allí era el escenario de un crimen. Ahora, simplemente, admiraba su opulencia. El cristal, las tapicerías, la librería de Kentia con tallas de frutas y flores… Vio un cuadro que le gustaba, una marina con barcos de Raoul Dufy, y se acercó para verlo más de cerca. El Museo de Bellas Artes de Boston estaba a diez minutos andando desde su residencia de estudiantes cuando Nikki iba al Northeastern. Aunque las horas que había pasado allí como amante del arte no la calificaban como experta, reconoció algunas de las obras que Matthew Starr había coleccionado. Eran caras, pero, desde su punto de vista, la habitación era un cajón de sastre de dos pisos. Impresionistas colgados al lado de los Viejos Maestros; un cartel alemán de los años treinta codo con codo con un tríptico religioso del 1400. Se detuvo ante un estudio de John Singer Sargent de una de sus pinturas preferidas: Clavel, lirio, lirio, rosa. Aunque se trataba de un boceto preliminar en óleo, uno de los muchos que Sargent hacía antes de terminar un cuadro, se sintió hechizada por aquellas niñitas tan familiares, tan maravillosamente inocentes con sus vestidos de juego blancos que encendían farolillos chinos en un jardín bajo el delicado resplandor del crepúsculo. Luego se preguntó qué estaba haciendo ese cuadro al lado del hortera Gino Severini; un caro, sin duda, aunque chillón lienzo pintado al óleo y con trozos de lentejuelas.

– Todas las colecciones que había visto hasta ahora tenían un… No sé, un tema común, o un sentimiento común, no sé cómo llamarle…

– ¿Gusto? -dijo Paxton. Ahora que había cruzado la línea, se había abierto la veda. Aun así, bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro y miró a su alrededor como si lo fuera a partir un rayo por hablar mal del fallecido. Y tan mal-. No intente buscarle ni pies ni cabeza a su colección, no tiene. Eso se debe a un hecho innegable: Matthew era un hortera. No entendía de arte. Entendía de precio.

Rook se acercó a Heat.

– Creo que, si seguimos buscando -dijo-, nos encontraremos con uno de Perros jugando al póquer. -Eso la hizo reír. Hasta Paxton se permitió una sonrisa. Todos pararon cuando la puerta principal se abrió y Kimberly Starr entró con aire despreocupado.

– Siento llegar tarde. -Heat y Rook se quedaron mirándola, sin apenas disimular su incredulidad y su opinión. Tenía la cara hinchada por el botox o por otro tipo de inyecciones cosméticas similares. El enrojecimiento y los hematomas resaltaban la hinchazón antinatural de sus labios y de sus arrugas de expresión. Tenía las cejas y la frente llenas de badenes rosa fucsia que rellenaban las arrugas y que parecían estar creciendo ante sus ojos. Era como si se hubiera caído de cabeza en un nido de avispas-. Los semáforos de Lexington estaban apagados. Maldita ola de calor.