– Puede quedársela, si quiere. Sólo la guardaba por si nos divorciábamos y necesitaba retorcerle las pelotas. -Con eso, Nikki la dejó llorar su pena tranquila.
Encontraron a los Roach esperándolos en el vestíbulo. Ambos se habían quitado la chaqueta y la camisa de Raley estaba de nuevo empapada.
– Tienes que empezar a llevar camiseta interior, Raley -dijo Heat mientras echaban a andar.
– ¿Y qué te parecería cambiarte a las Oxford? -añadió Ochoa-. Esas cosas de poliéster que llevas se quedan transparentes cuando sudas.
– ¿Te pone, Ochoa? -preguntó Raley.
– Soy como tu camisa, no te puedo ocultar nada -contraatacó su compañero.
Los Roach le informaron de que, en la rueda de reconocimiento de fotos por parte del portero, el éxito había sido el mismo.
– Casi tenemos que sacárselo a la fuerza -dijo Ochoa-. El portero estaba un poco avergonzado de que Miric se hubiera colado en el edificio. Estos tipos siempre llaman al piso antes de dejar entrar a nadie. Dijo que había ido a mear al callejón, y que debía de haberse colado entonces. Pero lo vio salir.
Textualmente, según sus notas, el portero había descrito a Miric como un «huroncillo escuálido» que venía a ver de vez en cuando al señor Starr, pero cuyas visitas se habían hecho más frecuentes en las dos últimas semanas.
– Además, hemos marcado otro tanto -señaló Raley-. Este caballero salió acompañando al amigo hurón ese día. -Separó otra de las fotos de la selección y la levantó-. Parece que Miric se trajo a un musculitos.
Por supuesto, Nikki ya había tenido una corazonada con ese otro hombre, el matón, al ver el vídeo del vestíbulo por la mañana.
Llevaba una camisa holgada, pero era obvio que era culturista o que posiblemente se pasaba gran parte del día dándole a las pesas. En otras circunstancias, no le habría dado mayor importancia y habría asumido que repartía aparatos de aire acondicionado, probablemente uno con cada brazo, a juzgar por su aspecto. Pero el sereno vestíbulo del Guilford no era la entrada de servicio, y un hombre hecho y derecho había sido arrojado por el balcón ese mismo día.
– ¿Os dijo el portero el nombre de ese tipo?
Ochoa consultó de nuevo sus notas.
– Sólo el apodo que le daba: Hombre de Hierro.
Mientras en comisaría buscaban a Miric y a Hombre de Hierro Anónimo en el ordenador, enviaron las fotos digitalizadas de ambos a agentes y patrullas. Para la pequeña unidad de Heat era imposible tener constancia de todos los corredores de apuestas conocidos en Manhattan, y eso suponiendo que Miric fuera de los conocidos y no fuera de otro distrito, o incluso de Jersey. Además, un hombre como Matthew Starr podía incluso utilizar un servicio exclusivo de apuestas o Internet -y probablemente utilizaba ambas cosas-, aunque, si era la voluble mezcla de desesperación e invencibilidad que Noah Paxton aseguraba, cabía la posibilidad de que también se moviera en la calle.
Así que se separaron para concentrarse en los corredores de apuestas conocidos de dos zonas. El equipo Roach ganó la visita al Upper West Side en un radio alrededor del Guilford, mientras que Heat y Rook cubrían Midtown cerca de los cuarteles generales de Starr Pointe, más o menos de Central Park South hasta Times Square.
– Esto es exasperante -dijo Rook tras su cuarta parada, un vendedor callejero que de repente decidió que no hablaba inglés cuando Heat le mostró su placa. Era uno de los diversos agentes de los principales corredores de apuestas, cuyos carritos móviles de comida eran un práctico punto para matar dos pájaros de un tiro: apostar y comer kebabs. Estuvieron aguantando el humo de su plancha que les hacía cerrar los ojos y que los seguía se pusieran donde se pusieran, mientras el vendedor miraba las fotos con el entrecejo fruncido y, finalmente, se encogió de hombros.
– Bienvenido al mundo de la investigación policial, Rook. Esto es lo que yo llamo el Google callejero. Nosotros somos el motor de búsqueda, así es como se hace.
Mientras conducían hasta la siguiente dirección, una tienda de saldos de electrónica en la 51, una tapadera más especializada en apuestas que en «loros», Rook dijo:
– Tengo que admitir que, si hace una semana me dices que voy a estar de carrito en carrito de kebabs buscando al corredor de apuestas de Matthew Starr, no lo habría creído ni en broma.
– ¿Quieres decir que no va contigo? En eso es en lo que nos diferenciamos. Tú escribes esos artículos para revistas, lo tuyo es una cuestión de imagen. Lo mío es una cuestión de ver lo que hay detrás de ella. A menudo me decepciono, pero casi nunca me equivoco. Detrás de cada imagen se encuentra la verdadera historia. Sólo tienes que estar dispuesto a mirar.
– Sí, pero este tío era importante. Quizá no pertenecía a la élite-élite, pero por lo menos era el Donald Trump de los autobuses y los camiones.
– Siempre había creído que Donald Trump era el Donald Trump de los autobuses y los camiones -lo corrigió ella.
– ¿Y quién es Kimberly Starr? ¿La Tara Reid de los bares de carretera? Si es la pobre niña rica, ¿qué está haciendo malgastando diez de los grandes en esa cara?
– Si tengo que ponerme a adivinar, diría que se la compró con el dinero de Barry Gable.
– O puede que fuera un intercambio comercial con su nuevo novio médico.
– Confía en mí, lo averiguaré. Aunque una mujer como Kimberly no es de las que empiezan a coleccionar cupones de supermercado y a comer fideos una noche a la semana. Es de las que se arreglan la cara para la próxima temporada de El soltero.
– Si la hacen en La isla del doctor Moreau. -No se enorgulleció de ello, pero se rió. Eso no hizo más que darle alas a él-. O tal vez está haciendo una nueva versión de El hombre elefante. -Rook tomó aire guturalmente y dijo arrastrando las palabras-: No soy una sospechosa, soy un ser humano.
La llamada por radio tuvo lugar cuando estaban entrando con el coche detrás del callejón sin salida de la tienda de saldos de electrónica. Los Roach habían localizado a Miric frente a las instalaciones de Off Track Bettin en la 72 Oeste, y estaban poniéndose en marcha, pidiendo refuerzos.
Heat pegó la sirena al techo y le dijo a Rook que se abrochara el cinturón y que se agarrara. Él sonrió y preguntó:
– ¿Puedo encender la sirena?
Capítulo 5
Hay muy pocas posibilidades de llevar a cabo una persecución a gran velocidad en cualquier calle del Midtown en Manhattan. La detective Heat aceleró, luego frenó, retrocedió, dio un volantazo a la derecha y volvió a acelerar hasta que se vio obligada a frenar de nuevo en unos cuantos metros. Siguió así, recorriendo la avenida hacia la zona residencial con cara de concentración, con los ojos pendientes de todos los espejos, luego en la acera, en el paso de peatones, en el repartidor aparcado en doble fila que tenía la puerta abierta y casi muere atropellado de no haber sido por la experiencia de ella y su habilidad al volante. La sirena y las luces no servían para nada con todo aquel tráfico. Tal vez para los peatones, pero los carriles estaban tan saturados que hasta los conductores a los que les preocupaba lo suficiente como para apartarse a un lado y hacer hueco tenían escaso espacio para maniobrar.
– Por Dios, vamos, muévete -gritó Rook desde el asiento del copiloto al maletero de otro taxi plantado allí, delante de su parabrisas. Tenía la garganta seca de la adrenalina, sus palabras se entrecortaban por el aire que salía de forma intermitente tropezando contra su cinturón de seguridad con cada frenazo repentino y que rompía sus sílabas en dos.