Lauren Parry, a la que claramente le traía sin cuidado todo eso, le hizo señas desde una mesa con vistas a la calle situada donde finalizaba el toldo y empezaba la zona de la piscina.
– ¿Hace demasiado calor? -le preguntó a Nikki cuando llegó.
– No, está bien. -Se dieron un abrazo, y añadió-: ¿A quién no le viene bien sudar unos cuantos kilos?
– Lo siento. Me he pasado el día en la morgue -dijo la forense-, todo calor es poco.
Pidieron unos cócteles. Nikki se decidió por un campari con soda para saciar su ansia de algo seco, con burbujas y, sobre todo, frío. Su amiga pidió lo de siempre: un bloody mary. Cuando se los trajeron, Nikki pensó que era una elección irónica para un forense.
– ¿Por qué no varías un poco, Lauren? Esto no es el brunch del domingo. Pide uno de esos saketinis, o un sex on the beach.
– Puestos a hablar de bebidas irónicas, ésa sería una de ellas. En mi trabajo, el sex on the beach normalmente suele acabar en un cadáver bajo el malecón.
– Por la vida -brindó Nikki, y ambas se rieron.
El hecho de quedar con su amiga una vez a la semana para tomar una copa después del trabajo iba más allá de unos cócteles y un poco de esparcimiento. Ambas mujeres habían conectado inmediatamente desde la primera autopsia de Lauren, cuando empezó a trabajar en la oficina del Departamento Forense hacía tres años, pero su ritual semanal de después del trabajo se alimentaba realmente de su vínculo profesional. A pesar de las diferencias culturales -Lauren procedía de los proyectos de St. Louis y Nikki se había criado en una familia de clase media en Manhattan-, conectaban a otro nivel, como mujeres profesionales que navegaban en campos tradicionalmente masculinos. Por supuesto, Nikki disfrutaba con las cervezas que se tomaba de vez en cuando en el bar de policías que estaba al lado de la comisaría, pero nunca le había interesado formar parte de los chicos, antes habría preferido pertenecer a un club de patchwork o a un club feminista religioso. Ella y Lauren apelaban a la camaradería y a la sensación de seguridad que habían forjado entre ellas para tener un momento y un lugar para compartir los problemas de su trabajo, en gran parte políticos pero también para relajarse y soltarse el pelo sin tener que acudir a un mercado de carne o a un grupo de calceta.
– ¿Te importa si hablamos un momento de trabajo? -preguntó Nikki.
– Oye, hermana, además de haberme pasado el día congelada, la gente con la que alterno no es muy habladora, así que se trate de lo que se trate, será bienvenido.
Heat quería hablar sobre Matthew Starr. Le dijo a Lauren que ya sabía cómo le habían hecho esos moratones a la víctima. Le contó sus sesiones con Miric y Pochenko, y concluyó diciéndole que no cabía duda de que el corredor de apuestas se había llevado a su musculitos para animar al promotor inmobiliario a «priorizar» el pago de sus deudas de juego. Añadió que, si se guiaba por su experiencia, los abogados y las tácticas obstruccionistas se lo pondrían muy difícil con el caso. Lo que quería saber era si Lauren recordaba alguna otra marca que pudiera ser ajena a la paliza del ruso.
Lauren Parry era asombrosa. Recordaba cada autopsia igual que Tiger Woods podría contarte cada uno de los golpes que había dado en cada torneo, además de los de sus oponentes. Dijo que sólo había dos indicadores relevantes. En primer lugar, un par de contusiones con forma muy particular en la espalda del fallecido que encajaban perfectamente con las manillas de latón de las puertas de cristalera que llevaban al balcón, adonde probablemente lo habían sacado por la fuerza. Heat recordó el recorrido que le hicieron los Roach por el escenario del crimen del balcón y la piedra pulverizada bajo el punto en que las manillas de la puerta habían chocado contra la pared. Y segundo, Starr tenía marcas en la parte superior de los brazos, como si lo hubieran agarrado con fuerza. La forense hizo una demostración en el aire poniendo un pulgar en cada axila y las manos alrededor de los brazos.
– Mi opinión es que no hubo una gran pelea -dijo Lauren-. Quienquiera que lo hiciera, cogió a la víctima, la sacó violentamente por la puerta y la tiró de espaldas a la calle. Examiné sus piernas y tobillos minuciosamente, y estoy segura de que el señor Starr ni siquiera tocó la barandilla cuando pasó por encima de ella.
– ¿Ningún otro arañazo o corte, heridas hechas al defenderse o marcas?
Lauren negó con la cabeza.
– Aunque había una irregularidad.
– Dispara, nena; junto con la contradicción, la irregularidad es la mejor amiga de un detective.
– Estaba describiendo aquellas marcas de puñetazos, ya sabes, las que parecían tener forma de anillo. Y había una exactamente igual a las otras, pero sin anillo.
– Tal vez se lo quitó.
– ¿En plena paliza?
Nikki dio un largo trago a su copa, sintiendo cómo el gas le mordía la lengua mientras miraba fijamente la avenida, siete pisos más abajo, a través de la barrera protectora que tenía al lado. No sabía qué significaba la información de Lauren, pero sacó su cuaderno y tomó nota: «un puñetazo sin anillo».
Pidieron unos arancini y un plato de aceitunas, y para cuando llegaron los aperitivos ya habían pasado a otros temas: Lauren iba a impartir un seminario en Columbia en otoño; habían fichado a su perro salchicha, Lola, para un anuncio de comida para perros el fin de semana anterior en el parque para perros; Nikki tenía un fin de semana libre a finales de agosto, se estaba planteando ir a Islandia y le preguntó a Lauren si la quería acompañar.
– Suena genial -admitió. Pero dijo que se lo pensaría.
El móvil de Nikki vibró y ella se fijó en la identificación de llamada.
– ¿Qué pasa, detective? -preguntó Lauren-, ¿vas a tener que hacer un despliegue o algo así? ¿Tal vez bajar colgada de una cuerda por la fachada del edificio y entregarte a alguna difícil misión?
– Rook -se limitó a decir, levantando el teléfono.
– Contesta, no me importa.
– Es Rook -repitió, como si eso lo dijera todo. Nikki dejó que la llamada se desviara al buzón de voz.
– Desvíalo a mi teléfono -dijo Lauren, removiendo su bloody mary-. Los hay peores que Jameson Rook. No está nada mal.
– Sí, claro, justo lo que necesito. Como si dejar que me acompañara no fuera ya lo suficientemente malo sin tener que añadirle eso.
Cuando en el teléfono sonó la señal del buzón de voz, presionó el botón para escucharlo y levantó el aparato hasta la oreja.
– Dice que ha descubierto algo muy importante sobre el caso de Matthew Starr y que necesita que yo lo vea… -Levantó una palma de la mano hacia Lauren mientras escuchaba el resto, y colgó.
– ¿Qué ha pasado?
– No me lo ha dicho. Ha dicho que en este momento no podía hablar, pero que fuera a su casa inmediatamente y me ha dado su dirección.
– Deberías ir -dijo Lauren.
– Casi me da miedo. Conociéndolo, es capaz de haber arrestado él mismo a alguien que conocía a Matthew Starr.
Cuando el sólido ascensor industrial llegó a su loft, Rook la estaba esperando al otro lado de las puertas de reja de acordeón.
– Heat. Al final has venido.
– En tu mensaje decías que tenías algo que enseñarme.
– Así es -dijo, y desapareció a grandes zancadas doblando una esquina-. Por aquí.