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– Claro. Ningún problema.

– Gracias.

– ¿Jameson? ¿Jameson Rook? -Rook y Heat se dieron la vuelta y vieron a una chica detrás de la cinta de señalización haciendo señas y dando saltos para llamar su atención-. ¡Oh, Dios mío, es él, es Jameson Rook! -Rook sonrió y la saludó con la mano, lo que sólo consiguió que su fan se emocionara aún más y acabara cruzando por debajo de la cinta amarilla.

– ¡Eh, no, atrás! -La detective Heat hizo señas a un par de agentes, pero la mujer de la camiseta de escote halter y los vaqueros cortados ya había cruzado la línea y se estaba acercando a Rook-. Este es el escenario de un crimen, no puede estar aquí.

– ¿Podría al menos firmarme un autógrafo?

Heat sopesó si aquello resultaba conveniente. La última vez que había intentado librarse de una de sus fans, se enzarzó en una discusión de diez minutos. Luego se había pasado una hora redactando una respuesta a la queja oficial de la mujer. Los fans con estudios son los peores. Asintió hacia los policías y esperaron.

– Lo vi ayer por la mañana en The View. Dios mío, es incluso más guapo en persona. -Estaba rebuscando en su bolso de paja, pero mantenía la mirada clavada en él-. Después del programa salí corriendo a comprar la revista para poder leer su artículo, ¿lo ve? -Sacó el último número de First Press. En la foto de portada aparecían Rook y Bono en un dispensario en África-. Aquí tengo un rotulador.

– Perfecto. -Él lo cogió y le pidió la revista.

– No, fírmeme aquí. -Dio un paso adelante y separó el escote de su camiseta.

Rook sonrió.

– Creo que voy a necesitar más tinta.

La mujer estalló en carcajadas y agarró del brazo a Nikki Heat.

– ¿Lo ve? Por eso es mi escritor preferido.

Pero Heat estaba concentrada en las escaleras de la entrada principal del Guilford, donde el detective Ochoa daba unas compasivas palmadas en el hombro al portero. Abandonó la sombra del toldo, pasó por debajo de la cinta y se acercó a ella.

– El portero dice que nuestra víctima vivía en este edificio. En el sexto piso.

Nikki oyó a Rook carraspear detrás de ella, pero no se dio la vuelta. O se estaba regodeando, o estaba firmándole en el pecho a una groupie. Y a ella no le apetecía ver ninguna de las dos cosas.

Una hora más tarde, en el solemne caos del apartamento, la detective Heat, la personificación de la paciencia comprensiva, estaba sentada en una silla antigua tapizada frente a la esposa y al hijo de siete años de la víctima. Un cuaderno azul de espiral, como los de los periodistas, descansaba cerrado sobre sus rodillas. Su natural pose erguida de bailarina y su mano caída sobre el reposabrazos de madera tallada le daban un aire de majestuosa serenidad. Cuando pilló a Rook mirándola fijamente desde el otro lado de la habitación, se dio la vuelta y se puso a analizar el Jackson Pollock que había en la pared de enfrente. Pensó en cuánto se parecían las salpicaduras de pintura a las del mandil del ayudante de camarero de abajo y, aunque intentó detenerlo, su cerebro de policía empezó a reproducir el vídeo que había grabado del reservado de los camareros destrozado, de las caras desencajadas de los camareros traumatizados y de la furgoneta del juez de instrucción yéndose con el cadáver del magnate inmobiliario Matthew Starr.

Heat se preguntaba si Starr se había suicidado. La economía, o más bien la falta de ella, había desencadenado un montón de tragedias colaterales. Cualquier día normal el país parecía a una vuelta de llave de que la camarera de un hotel descubriera el suicidio o asesinato-suicidio del siguiente director de una empresa o magnate. ¿Era el ego un antídoto? En lo que se refería a los promotores inmobiliarios de Nueva York, no es que Matthew Starr escribiera el libro sobre el ego, pero lo que estaba claro era que sí había hecho un ensayo. Eterno perdedor en la carrera de pegar su nombre en el exterior de cualquier cosa con tejado, había que reconocerle a Starr que continuara intentándolo.

Y a juzgar por su residencia, había estado capeando el temporal magníficamente en un apartamento de lujo de dos pisos en un edificio emblemático justo al lado de Central Park West. Todos los muebles eran antiguos o de diseño; el salón era una gran estancia de casi dos pisos de altura, y las paredes estaban llenas hasta el techo abovedado de obras de arte de coleccionista. Apostaba la cabeza a que nadie dejaba menús de comida a domicilio ni folletos de cerrajeros en su portal.

El sonido de una risa amortiguada desvió la atención de Nikki Heat hacia el balcón donde los detectives Raley y Ochoa, un dúo cariñosamente condensado como «los Roach», estaban trabajando. Kimberly Starr acunaba a su hijo en un largo abrazo y no pareció oírlo. Heat se disculpó y atravesó la sala deslizándose dentro y fuera de los estanques de luz que descendían desde las ventanas superiores, proyectando un aura sobre ella. Esquivó a los forenses, que empolvaban las puertas acristaladas y salió al balcón mientras abría su cuaderno por una hoja en blanco.

– Fingid que estamos tomando notas. -Raley y Ochoa intercambiaron miradas confusas y luego se acercaron más a ella-. Os he oído reíros desde dentro.

– Vaya… -dijo Ochoa. Se estremeció y la gota de sudor que colgaba de la punta de su nariz cayó sobre la página.

– Escuchadme. Sé que para vosotros esto no es más que otro escenario de un crimen, pero para la familia es el primero que viven. ¿Me estáis oyendo? Bien. -Se giró a medias hacia la puerta, y volvió-. Y cuando nos vayamos quiero oír ese chiste. Podría resultarme útil.

Cuando Heat volvió a entrar, la niñera se estaba llevando al hijo de Kimberly fuera de la habitación.

– Saca un rato a Matty a la calle, Agda. Pero no por la puerta principal. ¿Me has oído? Por la puerta principal, no. -Cogió otro pañuelo de papel y se sonó delicadamente.

Agda se detuvo en el arco que daba al pasillo.

– Hoy hace demasiado calor para él en el parque. -La niñera escandinava era muy atractiva y podría haber sido la hermanastra de Kimberly. Una comparación que hizo a Heat considerar la diferencia de edad entre Kimberly Starr, a la que le echaba unos veintiocho años, y su difunto marido, un hombre de sesenta y pico. Sin duda se trataba de una mujer florero.

La solución de Matty fue el cine. Estaba en cartel la nueva película de Pixar y, aunque ya había ido al estreno, quería volver. Nikki tomó nota para llevar a su sobrina a verla el fin de semana. La pequeña adoraba las películas de animación. Casi tanto como Nikki. Nada como una sobrina para tener la excusa perfecta para pasarse dos horas disfrutando de la inocencia pura y dura. Matty Starr se fue tras despedirse de forma insegura con la mano, como sintiendo que algo no encajaba, aunque hasta el momento le habían ahorrado las noticias de las que ya tendría tiempo de enterarse.

– Una vez más, señora Starr, lamento su pérdida.

– Gracias, detective -dijo con una voz de ultratumba. Se sentó de forma remilgada, se alisó los pliegues de su vestido de tirantes y luego esperó, inmóvil, a excepción del pañuelo de papel que retorcía distraídamente en su regazo.

– Sé que éste no es el mejor momento, pero tengo que hacerle algunas preguntas.

– Lo entiendo. -De nuevo esa voz abandonada, mesurada, lejana… ¿y qué más?, se preguntó Heat. Sí, recatada.

La detective le quitó el capuchón al bolígrafo.

– ¿Estaban aquí usted o su hijo cuando sucedió?

– No, gracias a Dios. Habíamos salido. -Nikki hizo una breve anotación y cruzó las manos. Kimberly esperó, haciendo rodar una cuenta de ónix negro de su collar de David Yurman. Luego llenó el silencio-: Fuimos a Dino-Bites, en Amsterdam. Tomamos sopa de alquitrán helada. En realidad es helado de chocolate derretido con gomisaurios. Matty adora la sopa de alquitrán.