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– Espero que no te haya molestado que te hubiera engañado para que vinieras -dijo Rook.

– ¿Cómo me iba a importar? Me voy con dinero, graciosillo. -Se deslizó en el asiento del taxi para dejar sitio a Simpson. Diez minutos después, estaba abriendo la puerta del vestíbulo de su apartamento en Gramercy Park, pensando en darse un baño.

Nadie podía acusar a Nikki Heat de llevar una vida de caprichos. «Recompensa aplazada» era una expresión que le venía a menudo a la mente, normalmente invocada como medio para hacer acallar algún extraño brote de ira por lo que estaba haciendo, en lugar de lo que debería hacer. O lo que veía hacer a otros.

Así que, mientras abría el grifo para que aumentara la espuma de la bañera, permitiéndose uno de sus pocos caprichos -un baño de espuma-, volvió a su mente la idea de la carretera que no había cogido. Hacia Connecticut y hacia un jardín y hacia el AMPA y hacia un marido que cogiera el tren a Manhattan y hacia tener el tiempo y los recursos para darse un masaje de vez en cuando, o tal vez para ir a clases de yoga.

Clases de yoga en lugar de clases de lucha cuerpo a cuerpo.

Nikki intentó imaginarse en cama con un escuálido defensor del tofu con barba a lo Johnny Depp y con una pegatina gigante de «Actos Aleatorios de Amabilidad» en un Saab hecho polvo, en lugar de pelearse entre las sábanas con un ex marine. Ella era capaz de encontrar a alguien peor que Johnny Depp. Y lo había hecho.

Un par de veces durante la noche había pensado en llamar a Don, pero no lo había hecho. ¿Por qué no? Quería presumir de su llave perfecta con bloqueo de brazo a Pochenko en la estación de metro. Rápido y fácil, tome asiento, caballero. Pero no era por eso por lo que quería llamarlo, y lo sabía.

¿Entonces por qué no lo hacía?

Lo de Don era un acuerdo fácil. Su entrenador con derecho a roce nunca le preguntaba dónde estaba o cuándo volvería o por qué no llamaba. En su casa o en la de ella, eso no importaba; era una mera cuestión logística, la que estuviera más cerca. Él no pretendía ni anidar ni huir de nada.

Y el sexo estaba bien. De vez en cuando, él se ponía demasiado agresivo, o se empeñaba demasiado en finalizar la tarea, pero ella sabía cómo lidiar con ello y obtener lo que necesitaba. ¿Y hasta qué punto era eso diferente que con los chicos que viajaban diariamente hasta su lugar de trabajo, los Noah Paxton del mundo? Lo de Don tal vez no fuera la panacea, pero funcionaba bien.

Entonces, ¿por qué no lo llamaba?

Cerró el grifo cuando la espuma le llegaba a la barbilla, e inhaló el aroma de su infancia. Nikki pensó en los aplazamientos, intentó imaginarse propósitos cumplidos en lugar de necesidades, y se preguntó si sería así en unos once años, cuando tuviera cuarenta. Eso solía sonarle muy lejano y, sin embargo, los últimos diez años, toda una década reorganizando su vida alrededor del final de su madre, habían pasado volando, como a cámara rápida. ¿O era porque no los había saboreado?

Pasó de intentar convencer a su madre de que debía especializarse en artes escénicas a cambiarse a la Facultad de Criminología. Se preguntaba si, sin darse cuenta, se estaba volviendo demasiado dura para ser feliz. Lo que tenía claro era que cada vez se reía menos y juzgaba más.

¿Qué había dicho Rook en la partida de póquer? Le llamó adicta a interpretar a la gente. No era precisamente lo que le gustaría que rezara su epitafio.

Rook.

Vale, le estaba mirando el culo, pensó. Después se ruborizó, probablemente por la vergüenza de haber sido lo suficientemente transparente como para haber sido pillada in fraganti por la Gran Daña. Nikki se sumergió bajo la espuma y contuvo la respiración hasta que el agobio por haberse ruborizado se perdió en el agobio por la falta de oxígeno.

Salió a la superficie, retiró la espuma de la cara y el pelo y flotó ingrávida en el agua fresca, permitiéndose preguntarse cómo sería con Jameson Rook. ¿Cómo sería él? ¿Cuál sería su tacto, cómo sabría y se movería?

El rubor le sobrevino de nuevo. ¿Cómo sería ella con él? Eso la puso nerviosa. No lo sabía.

Era un misterio.

Quitó el tapón y salió.

Nikki tenía el aire acondicionado apagado y caminaba por el apartamento desnuda y mojada, sin preocuparse por secarse la humedad. Era agradable notar la resistente espuma sobre la piel y, además, una vez que se secara, volvería a estar mojada rápidamente por la humedad del aire, así que, ¿por qué no estar mojada y oler a lavanda?

Sólo se veía a los vecinos de enfrente desde dos de sus ventanas y, como de todos modos no corría brisa, bajó las persianas de ambas y se dirigió al armario de servicio de la cocina. El milagro de la detective Nikki Heat para ahorrar tiempo y dinero se basaba en plancharse su propia ropa la noche anterior. Nada impresionaba más a los criminales que los pliegues bien definidos y las rayas bien marcadas. Desdobló la tabla de planchar por la bisagra y enchufó la plancha.

Aquella noche no se había pasado con el alcohol, pero lo que había bebido le había dado sed. En la nevera encontró su última lata de agua con gas con sabor a lima-limón. Era algo poco ecológico bastante impropio de ella, pero mantuvo abierta la nevera y se acercó a ella para sentir la cascada de aire frío contra su cuerpo desnudo que le ponía la carne de gallina.

Un leve clic hizo que se alejara de la puerta abierta. La luz roja se había encendido, lo cual indicaba que la plancha estaba lista. Dejó la lata de agua con gas en la encimera y fue rápidamente a su armario para encontrar algo relativamente limpio y, sobre todo, transpirable.

Su americana de lino azul marino sólo necesitaba un retoque. Cuando estaba subiendo del vestíbulo, sin embargo, se dio cuenta de que el botón de la manga derecha estaba roto y se detuvo a mirarlo, para recordar si tenía uno de repuesto.

Y entonces Nikki oyó cómo abrían la lata de agua con gas en la cocina.

Capítulo 7

Aunque se quedó paralizada en el pasillo, el primer pensamiento de Nikki fue que, en realidad, no lo había oído. Había revivido tantas veces el asesinato de su madre, que tenía clavado en la mente ese sonido de anilla de lata. ¿Cuántas veces ese chasquido seguido del siseo la había despertado repentinamente de pesadillas, o la había hecho estremecerse en la sala? No, no podía haberlo oído.

Se lo repitió a sí misma en los eternos segundos que permaneció allí de pie, con la boca seca, y desnuda, esforzándose para escuchar por encima del maldito ruido nocturno de la ciudad de Nueva York y de su propio pulso.

Le dolían los dedos de clavarse el botón roto de la manga. Relajó la mano, pero no dejó la chaqueta por miedo a hacer cualquier ruido que la delatara.

¿Ante quién?

«Date un minuto -se dijo a sí misma-. Estate quieta, sé una estatua mientras cuentas sesenta y déjalo ya».

Se maldijo a sí misma por estar desnuda y por lo vulnerable que eso la hacía sentir. Se daba un capricho con el baño de espuma, y ahora mira. «Deja eso y céntrate -pensó-. Sólo céntrate y escucha cada centímetro cuadrado de la noche».

Tal vez fuera un vecino. ¿Cuántas veces había oído ella el sonido de gente haciendo el amor, tosiendo o colocando platos a través del espacio entre sus ventanas abiertas?

Las ventanas. Estaban todas abiertas.

En una simple fracción de su minuto, levantó uno de sus pies descalzos de la alfombrilla y lo colocó un paso más cerca de la cocina. Escuchó.

Nada.

Nikki se atrevió a dar otro paso a cámara lenta. En medio de él, le dio un vuelco el corazón al ver moverse una sombra en el trozo de suelo que veía de la cocina. No dudó ni se detuvo a escuchar de nuevo. Salió corriendo.

En su carrera por delante de la puerta de la cocina hacia la sala, Nikki dio un golpe al interruptor, apagando la única lámpara encendida, y se abalanzó sobre su escritorio. Su mano aterrizó dentro del gran bol toscano que habitaba allí, en la esquina trasera. Estaba vacío.