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– ¿Buscas esto? -Pochenko invadió el umbral de la puerta con su arma fuera de servicio. La brillante luz de la cocina que estaba a sus espaldas recortaba su silueta, pero ella podía ver que la Sig Sauer estaba aún en su funda, como si ese cabrón arrogante no la fuera a necesitar, al menos todavía.

Haciendo frente a la situación, la detective hizo lo que siempre hacía, dejar el miedo a un lado y ser práctica. Nikki consideró mentalmente una lista de opciones. Una: podía gritar. Las ventanas estaban abiertas, pero él podía empezar a disparar, algo que, de momento, no parecía muy inclinado a hacer. Dos: conseguir un arma. Su pistola de refuerzo estaba en su bolso, en la cocina o en su habitación, no estaba muy segura. Para ir a cualquiera de los dos sitios tendría que pasar a su lado. Tres: ganar tiempo. Lo necesitaba para improvisar un arma, para escapar o para quitárselo de encima. Si aquello fuera un secuestro, utilizaría la palabra. Buscaría el compromiso, la humanización, ralentizar el reloj.

– ¿Cómo me ha encontrado? -Bien, pensó, por lo menos su voz no sonaba asustada.

– ¿Crees que eres la única que sabe cómo seguir a alguien?

Nikki dio un pequeño paso hacia atrás para atraerlo al interior de la habitación y sacarlo fuera del recibidor. Repasó los pasos que había dado desde que había salido de la comisaría -SoHo House, la partida de póquer de Rook- y se estremeció al darse cuenta de que aquel hombre había presenciado cada una de sus acciones.

– No es difícil seguir a alguien que no sabe que lo están siguiendo. Deberías saberlo.

– ¿Y por qué lo sabe? -Dio otro paso atrás. Esta vez él se movió con ella un paso hacia delante-. ¿Era policía en Rusia?

Pochenko se rió.

– Algo así. Pero no para la policía. Quieta ahí. -Sacó la Sig y tiró a un lado la funda, como si se tratara de basura-. No quiero verme obligado a dispararte. -Y añadió-: No hasta que haya terminado.

Cambio de planes, se dijo a sí misma, y se preparó para la peor opción. Nikki había practicado la técnica para desarmar a una persona y quitarle el revólver sólo un millón de veces. Pero siempre con un instructor como adversario, o con un compañero policía. Pero Heat se consideraba una deportista en constante entrenamiento y lo había practicado hacía solamente dos semanas. Mientras coreografiaba los movimientos en su cabeza, siguió hablando.

– Tiene pelotas para presentarse aquí sin su propia arma.

– No la voy a necesitar. Esta mañana me la jugaste, pero esta noche no, ya lo verás.

Se dio la vuelta para accionar el interruptor de la luz, y ella aprovechó para dar un paso hacia él. Cuando la lámpara se encendió, el ruso la miró y dijo:

– Como le gusta a papaíto.

Miró con descaro su cuerpo de arriba abajo. Irónicamente, Nikki se había sentido más violada por él aquella tarde, en la sala de interrogatorios, con la ropa puesta. A pesar de todo, se cubrió el cuerpo con los brazos.

– Tápate todo lo que quieras. Te dije que sería mío, y lo será.

Heat evaluó la situación. Pochenko sostenía su pistola con una sola mano, una ventaja, dado que era más fuerte que ella. También estaba el tamaño, aunque ella sabía por la llave del metro que era grande, pero no rápido. Sin embargo, él era el que tenía la pistola.

– Ven aquí -ordenó, dando un paso hacia ella. La fase de conversación había acabado. Ella dudó y avanzó hacia él. Su corazón retumbaba y era capaz de oír su propio pulso. Si lo hacía, tenía que ser rápida. Se sintió como si estuviera a punto de tirarse al agua desde una gran altura y ese pensamiento hizo que su corazón se acelerase más. Recordó al policía que había cometido un error el año anterior en el Bronx y había perdido media cara. Nikki llegó a la conclusión de que eso no era de gran ayuda, y se centró de nuevo en sí misma, visualizando sus movimientos.

– Zorra, cuando digo que vengas, es que vengas. -Levantó el arma hasta la altura de su pecho.

Se acercó más de lo que él quería y de lo que ella necesitaba y, mientras lo hacía, levantó las manos en un gesto de sumisión, haciéndolas temblar ligeramente para que sus pequeños movimientos no dejaran al grandullón darse cuenta de lo que iba a pasar. Y cuando pasara tendría que ser como un rayo.

– No me dispare, ¿está bien? Por favor no me dis…

En un solo movimiento, levantó la mano izquierda y la puso en lo alto de la pistola, con su dedo pulgar como cuña sobre el martillo, mientras la echaba a un lado y la deslizaba hacia la derecha de él. Enganchó sus pies entre los del hombre y lo golpeó con el hombro en el brazo, mientras le arrancaba el arma de un tirón hacia arriba y le daba la vuelta hacia él. Cuando se la quitó para apuntarle, oyó cómo se le rompía el dedo al girar sobre el seguro del gatillo. El hombretón soltó un grito.

Luego todo se complicó. Intentó alejar el arma, pero el dedo roto de él colgaba sobre el seguro, y cuando finalmente liberó la pistola, con el impulso se le escapó de la mano y se cayó en la alfombra.

Pochenko la agarró del pelo y la lanzó hacia el pasillo. Nikki intentó enderezarse y llegar a la puerta de entrada, pero él arremetió contra ella. La agarró por uno de los antebrazos, pero no pudo retenerla. Tenía las manos sudorosas y ella estaba resbaladiza del baño de espuma. Nikki se liberó de su mano, se dio la vuelta y le dio con el talón de su otra mano en la nariz. Se oyó un «crac» y lo oyó jurar en ruso. Girando sobre sí misma, levantó el pie para darle una patada en el pecho y empujarlo hacia la sala de estar, pero el hombre tenía las manos sobre los regueros gemelos de sangre que manaban de su nariz rota, y la patada lo alcanzó en el antebrazo. Cuando intentó cogerla, ella le soltó dos rápidos golpes de izquierda en la nariz, y mientras él se dolía de eso, Nikki se dio la vuelta para girar el cerrojo de seguridad de la puerta de entrada y gritó:

– ¡Socorro, fuego! ¡Fuego! -Era, tristemente, la manera más segura de motivar a los ciudadanos para llamar al 911.

El boxeador que Pochenko llevaba dentro volvió a la vida. Le asestó un fuerte golpe de izquierda en la espalda que hizo que se estrellara contra la puerta. Su ventaja era la velocidad y el movimiento, y Nikki los usó de tal manera que su siguiente golpe, un izquierdazo dirigido a su cabeza, resultó fallido y él empotró sus nudillos en la madera. Cuando estaba agachada, rodó entre sus tobillos, barriéndole las piernas y haciendo que se cayera de bruces en el suelo.

Mientras estaba tumbado, ella se dirigió a la sala de estar para buscar la pistola. Se había colado por debajo del escritorio, y el tiempo que le llevó encontrarla fue demasiado. En cuanto Nikki se agachó para cogerla, el oso de Pochenko la abrazó desde atrás y la levantó del suelo, pataleando y dando puñetazos al aire. Él puso la boca en su oreja.

– Ya eres mía, zorra -dijo.

Pochenko la llevó hacia la entrada de camino a la habitación, pero Nikki no había acabado aún. Al pasar por la cocina, estiró los brazos y las piernas y las enganchó en las esquinas. Fue como si hubiera pisado el freno, y cuando la cabeza del ruso se inclinó hacia delante, ella lanzó la suya hacia atrás, sintiendo un agudo dolor cuando los dientes de él se rompieron contra la parte trasera de su cráneo.

Él juró de nuevo y la tiró en el suelo de la cocina, saltando sobre ella e inmovilizándola con su cuerpo. Era el fin de la pesadilla, con todo el peso de él sobre su cuerpo. Nikki se sacudió y se retorció, pero él tenía la gravedad a su favor. Le soltó la muñeca izquierda, pero sólo para dejar libre la mano en la que no tenía el dedo roto y ponérsela alrededor del cuello. Con la mano libre, ella le dio un puñetazo en la mandíbula, pero él ni se inmutó. Y le apretó el cuello con más fuerza. La sangre que le goteaba de la nariz se le caía en la cara, ahogándola. Ella sacudía la cabeza a un lado y a otro y le dio un golpe con la mano derecha, pero el estrangulamiento la estaba dejando sin fuerzas.