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La niebla fue entrando sigilosamente por los extremos de su campo de visión. Sobre ella, la cara de determinación de Pochenko se llenó de una cascada de estrellas parpadeantes. Él se estaba tomando su tiempo, viendo cómo los pulmones de ella se quedaban lentamente sin oxígeno, notando cómo se iba quedando sin fuerzas, viendo cómo su cabeza se movía cada vez menos.

Nikki volvió la cara hacia un lado para no tener que verlo. Pensó en su madre, asesinada a un metro de distancia sobre ese mismo suelo, pronunciando su nombre. Y mientras la oscuridad se cernía sobre ella, la detective pensó en lo triste que era no tener un nombre que pronunciar.

Y entonces vio el cable.

Con los pulmones abrasados, al límite de sus fuerzas, Nikki buscó a tientas el cable suspendido en el aire. Tras dos intentos fallidos, lo agarró y la plancha se cayó de la tabla al suelo. Si a Pochenko le importó, no lo demostró, y probablemente lo tomó como el último intento de la zorra.

Pero entonces sintió la quemadura de la plancha en un lado de la cara.

Gritó como Nikki no había oído gritar nunca a ningún animal. Cuando retiró la mano de su cuello, el aire que ella engulló sabía a la carne quemada de él. Levantó de nuevo la plancha, esta vez balanceándola con fuerza. Su pico caliente lo alcanzó en el ojo izquierdo. Él volvió a gritar, y su grito se mezcló con las sirenas que se acercaban a su edificio.

Pochenko consiguió ponerse en pie y empezó a andar dando traspiés por la cocina, sujetándose la cara, girando la esquina del camino de entrada. Se recuperó y salió con pasos pesados. Cuando consiguió levantarse y llegar a la sala, Nikki oyó resonar sus pasos por la escalera de incendios dirigiéndose hacia el tejado.

Heat cogió su Sig y trepó por las escaleras metálicas hasta el tejado, pero ya era demasiado tarde. Las luces de emergencia iluminaban parpadeantes las fachadas de ladrillo de su calle, y otra sirena que se acercaba eructó tres veces en el cruce de la Tercera Avenida. Recordó que estaba desnuda y decidió que sería mejor bajar y ponerse algo.

Cuando Nikki llegó a la oficina abierta a la mañana siguiente, tras la reunión con el capitán, Rook y Roach la estaban esperando. Ochoa estaba recostado en su silla con los pies cruzados sobre la mesa, y dijo:

– A ver. La noche pasada vi cómo ganaban los Yankees y me acosté con mi mujer. ¿Puede alguien superar eso?

Ella se encogió de hombros, siguiéndole el juego:

– Sólo unas partidas de póquer y un poco de gimnasia en casa. Nada tan emocionante como lo tuyo, Ochoa. ¿De verdad tu mujer se acostó contigo? -Humor policial, negro y tradicional, con sólo un toque de afecto residual.

– Ya veo -dijo Rook-, así que así es como vosotros lo sobrelleváis. ¿Que han atentado contra mi vida? Nada importante, nenes.

– No, básicamente nos importa una mierda. Ya es mayorcita -dijo Ochoa. Y los policías se rieron-. Ponlo en tu investigación, escritor.

Rook se aproximó a Heat.

– Me sorprende que hayas venido esta mañana.

– ¿Por qué? Trabajo aquí. No voy a pillar a los chicos malos desde casa.

– Está claro -apostilló Ochoa.

– Cristalino -le dijo Raley a su compañero.

– Gracias por no chocarme esos cinco -afirmó ella. Aunque la comisaría al completo y, a esas horas, la mayoría de las comisarías de cinco distritos a la redonda, sabían lo del allanamiento de su casa, Nikki les resumió de primera mano los principales detalles y ellos escucharon atentamente, con caras serias.

– Será descarado -dijo Rook-… Seguir a un policía… Y en su propia casa. Ese tío debe de ser un psicópata. Ayer me dio esa impresión.

– O… -señaló Heat, decidiendo compartir la sensación que había tenido desde que había visto a Pochenko en su sala de estar sosteniendo su pistola-. O tal vez alguien lo envió para quitarme de en medio. ¿Quién sabe?

– Meteremos en el trullo a ese cabrón -dijo Raley-. Le joderemos la vida.

– Has dado en el puto clavo -añadió Ochoa-. Para empezar, hemos avisado a los hospitales para que estén alerta por si llega alguien con la cara a medio planchar.

– El capitán dijo que ya le habías hecho a Miric una visita nocturna. -Ochoa asintió.

– A las tantas de la mañana. El colega duerme con camisón. -Sacudió la cabeza al recordarlo, y continuó-: De todos modos, Miric dijo que no había hablado con Pochenko desde que los liberaron ayer. Está bajo vigilancia y hemos pedido una orden judicial para intervenirle el teléfono.

– Y que le embarguen las cuentas -añadió Raley-. Además, en estos momentos hay en el laboratorio unos pantalones vaqueros que cogimos en los apartamentos de Miric y de Pochenko. Tu amigo ruso tiene un par de sietes prometedores en las rodillas, aunque es difícil distinguir qué es moda y qué es accidente. Los forenses lo sabrán.

Nikki sonrió.

– Y por otro lado, puede que yo tenga las manos que hicieron esas marcas en la parte superior de los brazos de Starr. -Se desabrochó el cuello de la camisa y mostró las marcas rojas que tenía en el cuello.

– Lo sabía. Sabía que había sido Pochenko el que lo había tirado por el balcón.

– Por una vez, Rook, tendré en cuenta esa corazonada, pero no cantemos victoria todavía. Si en una investigación se empiezan a cerrar puertas tan pronto, es que te estás perdiendo algo -le advirtió la detective-. Roach, investigad los robos nocturnos a detallistas. Si Pochenko se ha dado a la fuga y no puede ir a su apartamento, estará improvisando. Prestad especial atención a las farmacias y a las tiendas de material médico. No ha ido a urgencias, así que se estará haciendo las curas él mismo.

Cuando los Roach se fueron a cumplir la misión y mientras Nikki se descargaba un informe de los contables forenses, el sargento de recepción trajo un paquete que habían dejado para ella, una caja plana del tamaño y el peso del espejo de un recibidor.

– No estoy esperando nada -dijo Nikki.

– Tal vez sea de un admirador -comentó el sargento-. Quizá sea caviar ruso -añadió con cara de póquer, y se fue.

– No son una pandilla muy sentimental -comentó Rook.

– Gracias a Dios. -Miró la brillante etiqueta-. Es de la tienda del Metropolitan. -Cogió unas tijeras de su mesa, abrió la caja y echó un vistazo dentro-. Es algo enmarcado.

Nikki sacó aquel objeto de la caja y vio lo que era y, cuando lo hizo, cualquier vestigio de oscuridad que la hubiera estado acompañando durante aquel día dejó paso a una luz suave y dorada que se extendió por su rostro reflejando el brillo de dos niñas con vestidos blancos para jugar que encendían farolillos chinos en el crepúsculo de Clavel, lirio, lirio, rosa.

Miró el grabado y se volvió hacia Rook, que estaba de pie a su lado, frunciendo el ceño.

– Debe de haber una tarjeta por algún lado. Dice: «Adivina quién ha sido». Por cierto, será mejor que digas que yo, o me cabrearé sobremanera por haber pagado la entrega en veinticuatro horas.

Ella volvió a mirar el grabado.

– Es tan…

– Lo sé, lo vi en tu cara ayer en el salón de Starr. Cuando hice el pedido no sospechaba que iba a ser un regalo de «recupérate pronto»… Bueno, más bien de «me alegro de que no te mataran anoche».

Ella se rió para que él no notara el ligero temblor de su labio superior. Luego Nikki se alejó de él.

– Esta luz me está deslumbrando -dijo, y le dio la espalda.

Al mediodía, se colgó el bolso en el hombro y, cuando Rook se levantó para acompañarla, ella le dijo que fuera a comer algo, que tenía que hacer una cosa a solas. El periodista le recomendó que llevara escolta.

– Soy policía, yo soy la escolta.

Él se dio cuenta de que estaba decidida a ir sola, y por una vez no rechistó. De camino a Midtown, Nikki se sintió culpable por deshacerse de él. ¿No la había recibido en su mesa de póquer y le había hecho ese regalo? Claro que a veces le molestaba cuando la acompañaba, pero esto era diferente. Podría haberse tratado de la terrible experiencia de la noche y de la dolorida fatiga que tenía encima, pero no era eso. Fuera lo que fuera el maldito sentimiento que Nikki Heat estaba experimentando, lo que necesitaba ese sentimiento era espacio.