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– Disculpe el desorden -dijo Noah Paxton. Tiró los restos de su ensalada gourmet revuelta a la papelera y limpió su cartapacio con una servilleta-. No la esperaba.

– Estaba por aquí cerca -afirmó la agente Heat. No le importaba si sabía que mentía. Según su experiencia, visitar a los testigos inesperadamente proporcionaba resultados sorprendentes. La gente con la guardia baja era menos cuidadosa y ella sacaba en limpio más cosas. Aquella tarde quería sacarle un par de cosas a Noah, y la primera fue su descarada reacción al tener que ver de nuevo la serie de fotos del Guilford.

– ¿Hay fotos nuevas?

– No -dijo, poniendo la última delante de él-. ¿Está seguro de que no reconoce a ninguna de estas personas? -Nikki hizo que sonara despreocupado, pero el hecho de que le preguntara si estaba seguro le añadió presión. La intención era hacer una comprobación cruzada de la razón que Kimberly le había dado para que él no hubiera identificado a Miric. Como había hecho el día anterior, Paxton observó lenta y metódicamente cada una de las instantáneas, y dijo que seguía sin reconocer a ninguno de ellos.

Ella retiró todas las fotos menos dos: la de Miric y la de Pochenko.

– ¿Y a éstos? ¿Nada?

Él se encogió de hombros y dijo que no.

– Lo siento. ¿Quiénes son?

– Estos dos son interesantes, eso es todo. -La agente Heat se dedicaba a obtener respuestas, no a proporcionarlas, a menos que saliera ganando algo-. También quería preguntarle por la afición al juego de Matthew. ¿Cómo pagaba?

– En efectivo.

– ¿Con dinero que le daba usted?

– De su dinero, sí.

– Y cuando se metió en el hoyo con corredores de apuestas, ¿cómo pagaba?

– Igual, en efectivo.

– Me refiero a si acudían a usted los corredores de apuestas.

– Demonios, no. Le dije a Matthew que si él quería relacionarse con ese tipo de personas, era cosa suya. Yo no quería que ellos vinieran aquí. -Se estremeció para darle más énfasis-. No, gracias. -Clandestinamente, pero había conseguido la respuesta. La razón que Kimberly había dado por la que el contable no conocía al corredor de apuestas estaba verificada.

Luego Heat le preguntó por Morgan Donnelly, la mujer cuyo nombre le había dado Kimberly. La de la carta de amor interceptada. Paxton confirmó que Donnelly había trabajado allí y que tenía un puesto importante en el departamento de marketing. También confirmó que ambos tenían una aventura de oficina de la que todos estaban al corriente, y describió minuciosamente cómo el personal se refería a Matthew y a Morgan como «Mm…». Morgan también tenía unos cuantos apodos propios. Los dos más populares en la oficina eran Artista Principal y Activo del Jefe.

– Una cosita más y lo dejaré en paz. Esta mañana, los contables forenses me han pasado su informe. -Sacó el archivo del bolso y vio cómo fruncía el entrecejo-. Me han dicho que usted no era Bernie Madoff, lo que es, supongo, algo que necesitábamos comprobar.

– Es normal. -Parecía despreocupado, pero la detective reconocía la culpa cuando la veía, y él la llevaba clavada en la cara.

– Había algo irregular en sus cuentas. -Le pasó la página con la hoja de cálculo y el resumen, y vio que se ponía tenso-. ¿Y bien?

Él dejó a un lado la hoja.

– Mi abogado me aconsejaría que no respondiera.

– ¿Cree que necesita un abogado para responder a mi pregunta, señor Paxton?

Vio el efecto que causaba su presión sobre él.

– Fue mi única brecha moral -dijo-. La única en todos estos años. -Nikki se limitó a observar y a esperar. El silencio hablaba a gritos-. Escondí dinero. Creé una serie de transacciones para canalizar una gran suma de dinero a una cuenta privada. Escondí una parte de los fondos privados de Matthew Starr para pagar la universidad de su hijo. Veía lo rápido que se estaba quedando sin nada por el juego y la prostitución. Yo soy un simple asalariado, pero me dolía el corazón por lo que le iba a pasar a esa familia. Por su propio bien, escondí dinero para que Matty Júnior pudiera ir a la universidad. Matthew lo encontró, igual que los borrachos son capaces de encontrar botellas, y lo desfalcó. Kimberly es casi tan mala como lo era él. Creo que se imagina perfectamente cómo le gusta gastar.

– Eso creo.

– El armario, las joyas, las vacaciones, los coches, las cirugías. Además, ella estaba ocultando dinero. Por supuesto, yo me di cuenta, como sus chicos los forenses. Las cifras hablan por sí solas, si sabes lo que estás buscando. Entre otras cosas, ella tenía un nidito de amor, un piso de dos habitaciones en Columbus. Le dije que se deshiciera de él, y cuando me preguntó por qué, le contesté que estaban arruinados.

– ¿Cómo reaccionó?

– «Desolada» es un adjetivo que no llega ni para empezar. Supongo que podríamos decir que alucinó.

– ¿Y cuándo se lo dijo?

Miró el calendario que estaba encima de su mesa de trabajo.

– Hace diez días.

La agente Heat asintió, reflexionando. Diez días. Una semana antes de que asesinaran a su marido.

Capítulo 8

Cuando la detective Heat dirigía el morro del Crown Victoria hacia la salida del aparcamiento subterráneo de la torre del Starr Pointe, oyó el zumbido continuo y grave, característico de los helicópteros, y bajó la ventanilla. Había tres flotando en el aire a su izquierda, a unos cuatrocientos metros hacia el oeste, sobre el lejano perfil del edificio Time Warner. Al que volaba más bajo lo reconoció, era el helicóptero de la policía, y los dos acompañantes que volaban a mayor altura debían de pertenecer a cadenas de televisión.

– ¡Noticias de última horaaaa! -exclamó a su coche vacío.

Conectó la frecuencia táctica en su radio y pronto se enteró de que una tubería de vapor había estallado y su contenido había salido disparado como si de un géiser se tratara, una muestra más de que las antiguas infraestructuras de Gotham no eran apropiadas para el horno de la naturaleza. Llevaban casi una semana con la ola de calor, y Manhattan estaba empezando a bullir y burbujear como una pizza de queso.

Columbus Circle estaría imposible, así que tomó la ruta más larga pero más rápida hacia la comisaría, entrando en Central Park desde el Plaza para atravesarlo y coger el East Drive hacia el norte. El ayuntamiento mantenía el parque cerrado a vehículos de motor hasta las tres, así que, con la ausencia de tráfico, su camino tenía reminiscencias de domingo campestre, maravilloso, siempre y cuando mantuviera encendido el aire acondicionado. Había unas vallas de la policía que bloqueaban el camino en la 71, pero la policía auxiliar reconoció su coche camuflado y abrió la barrera mientras la saludaba con la mano. Nikki se detuvo a su lado.

– ¿A quién habrás cabreado para que te hayan puesto aquí?

– He debido de ser muy mala en mi otra vida -respondió la policía riéndose.

Nikki miró la botella empañada de agua fría sin abrir que estaba en su posavasos y se la pasó a la mujer.

– Refrésquese, agente -dijo, y continuó su camino.

El calor lo aplanaba todo. Quitando un puñado de corredores dementes y de ciclistas locos, el parque estaba vacío de pájaros y ardillas. Nikki redujo la velocidad al pasar por la parte trasera del Metropolitan y, mirando la pared de cristal cuadriculada del entresuelo, sonrió, como siempre hacía, al recordar la imagen del clásico del cine en la que Harry estaba allí con Sally, enseñándole cómo decirle a un camarero que el paprikash tenía demasiada pimienta. Una joven pareja deambulaba por el césped de la mano. Involuntariamente, Nikki detuvo el coche y se quedó mirándolos, viendo cómo se limitaban a estar juntos, con todo el tiempo del mundo. Le sobrevino una oleada de melancolía que la conmovió y que apartó pisando lentamente el acelerador. Hora de volver al trabajo.