Rook saltó de la silla de su mesa de trabajo cuando Nikki entró en la oficina abierta. Estaba claro que estaba esperando que volviera y que quería saber dónde había estado, lo cual significaba, implícitamente, «¿por qué no me has llevado?». Cuando le dijo que había ido a ver a Noah Paxton para seguir hablando con él, Rook no se tranquilizó en absoluto, o eso le pareció.
– Bueno, ya sé que no te entusiasma que te acompañe, pero me gustaría pensar que soy un par de ojos y orejas bastante útil para ti en esas entrevistas.
– ¿Puedo recordarte que estoy en plena investigación de un asesinato? Necesitaba ver al testigo a solas porque quería que se abriese a mí sin la presencia de más ojos u orejas, por útiles que puedan resultar.
– ¿Quieres decir que te parecen útiles?
– Lo que quiero decir es que no es el momento apropiado para personalizar ni para necesitar sentirse útil. -Lo miró. Sólo quería estar con ella y, tenía que admitirlo, parecía más entrañable que necesitado. Nikki se descubrió sonriendo-. Y sí, a veces son útiles.
– Bien.
– No siempre, eh.
– Habías quedado muy bien, no lo estropees -dijo él.
– Tenemos noticias de Pochenko -dijo Ochoa cuando entró por la puerta con Raley.
– Dime que está en Rikers Island y que no se le permite hablar con un abogado, eso serían buenas noticias -afirmó ella-. ¿Qué tenéis?
– Bueno, más o menos -dijo Ochoa-. Un tipo que encaja con su descripción ha robado hoy medio pasillo de material de primeros auxilios en un Duane Reade del East Village.
– También tienen vídeo de la cámara de vigilancia. -Raley introdujo un DVD en su ordenador.
– ¿Seguro que era Pochenko? -preguntó ella.
– Dímelo tú.
El vídeo de la cámara del supermercado era fantasmagórico y se veía entrecortado, pero allí estaba, el enorme ruso llenando una bolsa de plástico con pomadas y aloe, y luego agachándose en la sección de primeros auxilios para coger esparadrapo y tablillas para los dedos.
– El colega está bastante perjudicado. Recuérdame que nunca me pelee contigo -bromeó Raley.
– Ni que te deje plancharme las camisas -añadió Ochoa.
Siguieron un rato en ese plan. Hasta que alguien apareciera con una pastilla mágica, el humor negro continuaría siendo el mejor mecanismo de un policía para lidiar con su día a día. De lo contrario, el trabajo los devoraría vivos. En circunstancias normales, Nikki se habría unido a ellos, pero lo tenía demasiado fresco todavía como para reírse. Quizá si consiguiera ver a Pochenko esposado en la parte trasera de un furgón de camino a Ossining para pasar allí el resto de su vida, dejaría de olerlo y de sentir sus grasientas manos alrededor de su cuello en su propia casa. Tal vez entonces podría reírse.
– Puaj, mirad el dedo, creo que voy a vomitar -dijo Ochoa.
– Ya puede ir rechazando esa beca de piano para Julliard -añadió Raley.
Rook, increíblemente, guardaba silencio. Nikki lo observó y lo pilló mirándola de forma parecida a la noche anterior, en la mesa de póquer, pero más intensamente. Desvió la mirada, sintiendo la necesidad de librarse de lo que quiera que fuera aquello, como cuando él le había regalado el grabado enmarcado.
– Vale, definitivamente es nuestro hombre -dijo, cambiándose de sitio para mirar la pizarra blanca.
– ¿Es necesario que señale que aún está en la ciudad? -preguntó Rook.
Ella decidió ignorarlo. El hecho era obvio y la preocupación inútil. En lugar de ello, se volvió hacia Raley:
– ¿No hay nada en tu cinta del Guilford?
– Estuve mirando hasta quedarme bizco. Es imposible que volvieran a atravesar ese vestíbulo después de marcharse. También he visionado el vídeo de la entrada de servicio. Nada.
– Está bien, lo hemos intentado.
– Visionar el vídeo del vestíbulo es lo peor -observó Raley-. Es como ver la C-SPAN, pero menos emocionante.
– Haremos una cosa, entonces. Te mandaré a dar un paseo. ¿Por qué no os pasáis Ochoa y tú por el despacho del doctor Van Peldt y comprobáis si la coartada de Kimberly Starr encaja? Y como está claro que ella habría avisado a su verdadero amor de que lo haríamos…
– Ya lo sé -la interrumpió Ochoa-, lo confirmaremos con las recepcionistas, enfermeras y/o personal del hotel, etcétera, etcétera.
– Caramba, detective -dijo Heat-, casi parece que sabe lo que está haciendo.
La agente Heat, de pie al lado de la pizarra blanca, escribió dos letras rojas bajo el encabezamiento «Vídeo de la cámara de vigilancia del Guilford»: N. G. Posiblemente a causa del ángulo desde el que lo escribió sintió el punzante agarrotamiento de la pelea de la noche anterior. Relajó los hombros y movió la cabeza dibujando lentamente un círculo, sintiendo el delicioso punto en el que empezaban las molestias y que le decía que aún seguía viva. Cuando hubo terminado, rodeó con un círculo las palabras «Amante de Matthew» en la pizarra, tapó el rotulador y le arrancó a Rook la revista de las manos.
– ¿Quieres dar un paseo? -preguntó.
Cogieron la autopista West Side hacia el centro. Incluso el río mostraba signos de estrés térmico. A su derecha, el Hudson tenía aspecto de estar demasiado caliente para moverse, y la superficie permanecía allí tras haber capitulado, completamente plana y amodorrada. La zona oeste del Columbus Circle continuaba siendo un caos y seguramente duraría hasta las noticias de las cinco. Ya habían cortado el chorro de vapor en erupción, pero había un cráter de tamaño lunar que mantendría cerrada la 59 Oeste durante días. En el escáner de frecuencias oyeron a una de las brigadas de Calidad de Vida informar de que habían trincado por orinar en la vía pública a un hombre que admitió que intentaba que lo arrestaran para poder pasar la noche con aire acondicionado.
– Parece que este tiempo ha causado dos erupciones que han requerido intervención policial -dijo Rook. Eso hizo reír a Heat, que casi se alegró de que estuviera con ella.
Cuando fijaron la cita con la antigua amante de Matthew Starr, Morgan Donnelly quiso saber si podían verse en su trabajo, ya que pasaba la mayor parte del tiempo allí. Eso encajaba con el perfil que Noah Paxton había esbozado cuando Nikki le había preguntado por ella en el transcurso de la conversación que habían mantenido ese mismo día. Como solía ser habitual, una vez que él empezaba, el boli de Nikki no conseguía tener ni un minuto de respiro. Además de revelar los apodos que les habían puesto en la oficina, el administrador había calificado su romance como el secreto a voces en la sala de conferencias y había resumido la manera de ser de la amante no tan secreta de Starr diciendo: «Morgan era todo cerebro, tetas y energía. Era el ideal de Matthew Starr: trabajaba como una loca y follaba con desenfreno. A veces me los imaginaba en la cama con sus BlackBerris, enviándose mensajes de texto con gemidos de placer el uno al otro entre negocios».
Con esa idea en la cabeza, cuando Nikki Heat aparcó el coche en la acera de la calle Prince, en el SoHo, en la dirección de su lugar de trabajo que Donnelly le había dado, tuvo que comprobar nuevamente sus notas para asegurarse de que estaba en el lugar correcto. Era una tienda de magdalenas. Su dolorido cuello protestó cuando se volvió para leer el cartel situado sobre la puerta.
– ¿Llamas y azúcar helado? -se sorprendió.
Rook recitó un poema:
– «Algunos dicen que el mundo acabará entre llamas, otros que entre hielos». -Abrió la puerta del coche y entró una oleada de calor-. Hoy me inclino por las llamas.